LA DINÁMICA TRINITARIA DE
LA LITURGIA (C.I.C. 1066 - 1068)
La Iglesia de Cristo es un don del
Espíritu que tiene su origen en el amor de Dios difundido en el corazón de los
hombres que la forman por el mismo espíritu. Por tanto, sólo como don de Dios
puede entenderse que este misterio de la Iglesia hunda sus raíces en la
Trinidad Santa y Santificadora.
Es Dios Trinidad quien edifica la
Iglesia y la forma, y actúa para hacerlo en la visibilidad de la Palabra y de
las acciones litúrgicas.
La iluminación sobre la liturgia como
obra Trinitaria, se la debemos al Catecismo de la Iglesia Católica (1066-1067). Faltaba hasta ahora una explicación tan autorizada y orgánica en la que
se desarrollara el dinamismo Trinitario de la liturgia, a partir del Misterio
Pascual de Cristo: memorial del Señor, invocación del Espíritu Santo, alabanza
y acción de gracias al Padre.
La liturgia, en la Historia de la
Salvación, es también y siempre un don divino a la Iglesia y obra de toda la
Trinidad en la existencia de los hombres. La liturgia cristiana forma parte de
la auto manifestación del Padre y de su amor infinito hacia el hombre, por
Jesucristo en el Espíritu Santo.
La dimensión trinitaria de la liturgia
constituye el principio teológico fundamental de su naturaleza, y la primera
ley de toda celebración.
En la liturgia, Dios es siempre “el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que
nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales”[1] de
manera que la oración litúrgica se dirige de suyo al Padre, y el Padre es
también término de toda alabanza y de toda acción de gracias.
En la liturgia, el Padre es bendecido y
adorado como la fuente de todas las bendiciones de la creación y salvación. Los
cielos y la tierra y todas las criaturas, están orientadas a reconocer su
absoluta soberanía y su infinito amor al hombre y a toda la creación.
Finalmente, todo será recapitulado en Cristo y presentado como una oblación al
Padre[2].
La manifestación divina trinitaria en
la liturgia alcanza su culminación en la referencia a la obra del Hijo y Señor
nuestro Jesucristo. El símbolo de la fe, la plegaria eucarística y otras
grandes fórmulas desarrollan ampliamente la “cristología” es decir, la
presencia entre los hombres de Cristo, revelador del Padre y donante del
Espíritu que nos hace hijos de Dios. La plegaria litúrgica expresa la
centralidad del misterio de Cristo y hace memoria de toda su obra redentora.
El Padre realiza el “misterio de su
voluntad” dando a su Hijo amado y al Espíritu Santo para la salvación del Mundo
y gloria de su nombre.[3]
La participación del hombre en la vida trinitaria
se realiza en la liturgia y de manera especial en la Eucaristía, misterio de
comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad. Por el
bautismo el hombre es injertado en el Misterio Pascual de Cristo, recibe el
espíritu de adopción de hijo por el que puede clamar “Abba” Padre y se
convierte así en el verdadero adorador que busca al Padre.[4]
También este texto del Concilio
Vaticano II, explica el carácter trinitario de nuestra inserción en el misterio
del Hijo a partir del cual queda determinado el ritmo de la celebración
litúrgica, que es celebración de la Iglesia de la Trinidad que celebra el
misterio de la fe como misterio trinitario. Así es como el “ser trinitario de
la Iglesia” se traduce en el momento de la operación más significativa, que es
la liturgia en una gran profesión de fe en el misterio de Cristo que nos revela
el amor del Padre, nos comunica el Espíritu Santo y en este mismo Espíritu nos
conduce como mediador universal hacia aquel que le ha sentado a su derecha.
Esta es la dimensión descendente de la
liturgia. La redención parte del amor frontal del Padre -único bueno y la
fuente de todo bien- que se manifiesta en plenitud en Cristo Jesús, en su
Pascua, y se comunica como primer “don” del Resucitado en la efusión del
Espíritu Santo, para que vivamos para Dios y tengamos el perdón de los pecados
y la paz.
Por el misterio Pascual de Jesucristo
(muerte-descenso-resurrección-ascensión-pentecostés) se consumó la
glorificación de Dios y la santificación de los hombres. El que salió del Padre
y vino al mundo, dejó el mundo y volvió al Padre.[5]
Jesucristo Salvador, ya no está en el
mundo, es la virtualidad santificante de la Iglesia la que mantiene vivo el
misterio Pascual, partiendo de la presencia celestial de Jesucristo Sacerdote
Eterno. La glorificación de Dios y la santificación, es la obra sacerdotal de
Jesucristo que se actúa permanentemente entre los hombres mediante la liturgia
de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, afirma que la liturgia es como un
ejercicio del sacerdocio de Cristo. Él está siempre presente, vivo y operante
en su Iglesia. Y es por esta actuación de Jesucristo por la que mediante el
Espíritu continúa a través de los siglos su acción salvadora en el interior de
la comunidad cristiana.
El Espíritu Santo es el “don” de la
Pascua, el “don de Dios” prometido para los tiempos mesiánicos[6],
que el Mediador único del culto verdadero ha entregado a la Iglesia para que
ésta realice, a su vez, su misión[7].
Bajo la guía y el impulso del Espíritu la Iglesia ora, canta y celebra al Padre[8],
confiesa a Jesús como Señor y lo invoca en la espera de su retorno[9].
En este sentido la liturgia es donación
continua del Espíritu Santo para realizar la comunión en la vida divina e
iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es su fuente y su término.
Por eso toda la acción litúrgica tiene lugar “en la unidad del Espíritu Santo”,
como expresión de la comunión de la Iglesia, que brota del misterio trinitario
y es realizada por la presencia y la actuación del mismo Espíritu.
La articulación entre la acción de
Cristo y la del Espíritu es lo que nos permite celebrar la liturgia de la
Iglesia, ya que la misión del Espíritu Santo es la de conducir a su perfección
la obra de Cristo, por eso se invoca al Padre para que envíe su Espíritu sobre
los dones y los santifique, actualizando así su misión de conducir la obra de
Cristo a su plenitud.
El Espíritu no interviene en la
liturgia con un protagonismo propio. No es esta su misión. El misterio de
Cristo no tiene como sucesor un misterio del Espíritu Santo. El Espíritu ha
sido dado para “glorificar al Hijo”, para recordar lo que Jesucristo ha dicho,
para conducir hacia toda la verdad que es el Hijo[10].
El Espíritu no es pues, el mediador, sino el Don del mediador y la fuerza para
incorporarse a Él.
Sin embargo, la unidad de la Iglesia
orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo y en cada
uno de los bautizados. No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción
del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al
Padre por medio del Hijo[11].
Por este motivo toda oración litúrgica es oración de la Iglesia congregada por
el Espíritu Santo que habita en cada creyente y lo prepara para recibir y
acoger la Palabra de Dios en su corazón. Por su acción que acompaña siempre a
la Palabra, les va recordando y guiando hacia la verdad plena[12].
En conclusión, la dinámica trinitaria
de la realidad básica de la liturgia refleja esta situación: el Hijo en el
centro, nos incorpora al conocimiento, a la filiación divina, y nos hace
partícipes de su Espíritu, de manera que, por Él, con Él y en Él, bendigamos al
Padre, Señor del cielo y de la tierra.
LA LITURGIA COMO
RESPUESTA DEL HOMBRE AL DON DE DIOS
La liturgia de la Iglesia es el lugar
privilegiado para el encuentro entre Dios y el hombre. En la dimensión
ascendente de la liturgia es el creyente quien se dirige al Padre invocando el
don de la acción de su Espíritu para que lo conforme a la imagen de Cristo.
Esta comunión con Cristo lo conducirá a la comprensión y transformación de los
santos en la plenitud de la divinidad que habita en Cristo corporalmente[13].
Durante el paso histórico-salvífico de
Jesús por la tierra, fue diálogo con el Padre en la unidad del Espíritu Santo.
Y lo sigue siendo ahora como Señor de la gloria entronizado a la derecha del
Padre.
La Iglesia, indisolublemente unida a Él
como el cuerpo a su cabeza y como la esposa a su esposo, es también ella
diálogo con Dios. Es el diálogo que es Dios-Trinidad y al que ha asociado a la
humanidad redimida.
Este diálogo adquiere el máximo
realismo en las acciones litúrgicas en las que cada creyente que participa en
ellas presta a la Iglesia su mente, su corazón, sus labios, toda su alma y
cuerpo, para que mediante ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el
tiempo y en el espacio el himno salvífico que Cristo dejó como preciado botín
de su victoria. De este modo el creyente es como una especie de sacramento de
salvación que, a través de los signos que ella pone a su disposición continúa
la obra de Cristo: Glorificar al Padre y salvar al hombre.
Por estas razones la liturgia es la
fuente primera de salvación y el lugar privilegiado para el encuentro con Dios
en Cristo. Y los momentos culminantes en los que la Iglesia “recuerda” el
pasado de la historia de salvación y al recordarlo lo “actualiza”, realiza esa
historia en su “hoy”, espera anhelante y pregunta el futuro de esa historia.
La Iglesia en sus celebraciones hace,
fundamentalmente, tres cosas: memorial del Señor (anamnesis), alabanza a Dios
(doxología), invocación del Espíritu (epíclesis). Con estas tres cosas queda
definida la “acción de la Iglesia” que corresponde a la dinámica trinitaria de
la “obra de redención” actualizado en la liturgia.
El sentido de memorial invade toda la
liturgia de la Iglesia, empezando por los sacramentos, y con la Eucaristía en
su centro. Memorial es más que un recuerdo que intenta ir más allá del tiempo
pasado y establecer un contacto espiritual con una realidad que ya no existe.
Memorial litúrgico, es un gesto y una proclamación que nos une
indefectiblemente con el Señor que ha pasado de muerte a vida, y así Él se hace
presente y operante en su misterio. El memorial, es esencialmente, un gran acto
de fe, de confianza y de obediencia de la Iglesia en la palabra, la promesa y
el mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”.
Desde la situación cristiana, en la
cual el acontecimiento celebrado es el realizado una vez para siempre -el
misterio pascual de Cristo- el memorial sacramental adquiere un realismo de
presencia absolutamente total. Celebrar un sacramento, especialmente la
Eucaristía, es ponernos realmente en comunión con Cristo que ha pasado de este
mundo al Padre y permanece como Cordero degollado, pero de pie, vivo por los
siglos intercediendo por nosotros junto al Padre.
En este realismo de comunión, bajo los
velos sacramentales, la Iglesia experimenta su situación de “asociada” a la
obra de la redención. Y por eso, a la vez que expresa toda su conciencia de
plenitud en la alabanza y acción de gracias al Padre, por el don inenarrable que
nos concede en su divino Hijo, invoca a la vez la acción del Espíritu Santo.
La participación, activa, consciente y
fructuosa, es la finalidad de todo cristiano cuando se encuentra dentro de una
celebración. Para eso necesita inserirse vitalmente en el ritmo mismo de la
celebración. Se trata para él de situarse enteramente bajo la palabra de Dios,
escuchada en la asamblea de la que es miembro de pleno derecho, y que
experimenta al escuchar esta palabra, cómo Dios la convoca de nuevo por el
misterio apostólico. Una palabra que le anuncia las maravillas de Dios, el
misterio de Cristo para que su espíritu se abra a la fe, a la alabanza, a la
compunción de corazón, al consuelo de las Escrituras. Una palabra que le
anuncia el Sí de Dios, y que por esto le introduce a proclamar el amén, a
acoger realmente esta “Buena Gracia”, y lo dispone y provoca con toda la
Iglesia a la acción de Gracias.
La celebración litúrgica es el gran
símbolo de comunión con la vida trinitaria. Participar en ella consciente y
activamente es entrar en el juego de lo definitivo y escatológico. Por eso en
la liturgia el hombre no se vuelve sobre sí mismo, es a Dios a quien dirige
todas sus miradas y hacia el que vuelan todas sus aspiraciones y sus ojos se
quedan absortos en la contemplación de los esplendores de Dios. Para él, todo
el sentido de la liturgia está en saberse situar ante Dios, ante el Señor y
Salvador, para desahogarse libremente en su presencia y vivir dentro de ese
dichoso mundo de verdades, de realidades, de misterios y símbolos divinos,
convencido de que vivir la vida de Dios es vivir real y profundamente la suya
propia. El último y definitivo resultado será la Eternidad bienaventurada.
El drama celestial del amor divino se
representa en la asamblea litúrgica para que ella entre en el mismo. El cáliz
del misterio trinitario está siempre y por los siglos a disposición de la
Iglesia, para la comunión.
Hna.
María José P.
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