8 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios: -Domingo 14, A


           “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. Estas palabras que el evangelista Mateo pone en labios de Jesús dejan entrever las dificultades que encontraba en su ministerio, ya que de hecho ha obtenido un fra­caso entre los sa­bios y entendi­dos de Israel, es decir las autoridades religiosas del pueblo. Hablar de un fracaso de Jesús puede parecer una exageración, y, sin embargo, una lectura atenta del evan­gelio permite constatar cómo Jesús, en va­rios momentos de su existencia, tuvo conciencia de que su  obra no era aceptada por aquellos a quienes se dirigía, y que muchos de los llamados se hacían sordos a su pala­bra y oponían una resisten­cia real y deci­dida al mensaje que se les ofrecía. Las autoridades religiosas de Israel, que eran conocedores, al menos teóricamente, de la Ley y de los profetas, habrían debido interpretar el mensaje que suponía el ministerio del Maestro de Nazaret en el conjunto, pero no lo hicieron, y así quedaron fuera del camino proclamado por Jesús, que pasaba a ser herencia de la gente sencilla.
         En la primera lectura de hoy, el profeta Zacarías hablaba del rey que estaba por venir y que sería un rey justo y victorioso, pero al mismo tiempo modesto, montando un pollino, no un caballo  arrollador. Porque en los planes de Dios, la venida de Jesús, la Palabra hecha carne, no había de ser como una marcha triunfal, acompañada de victorias sobre sus contrarios, sino un pasar sencillo pero firme, lento pero eficaz, silencioso pero capaz de transformar el mundo y los hombres. Si nos fijamos bien Jesús mismo lo indicó en la escena de las tentaciones en el desierto: Jesús quiere seguir los senderos señalados por el Padre, no los que propone el tentador: y así rechaza convertir las piedras en pan, dominar por la fuerza el mundo o maravillar a las multitudes con gestos extraordinarios.
         Desde esta perspectiva, no puede sorprender la afirmación que Jesús hace hoy en el evangelio: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Salta a la vista la diferencia entre Jesús y el modo como se comporta con nuestro mundo. Los hombres buscan ser potentes dominadores de sus hermanos, se busca la influencia y la sujección sobre todos, y para ello no se duda en jugar con los bienes naturales, especulando sobre el hambre, la miseria y la misma dignidad de millones de hombres y mujeres. Cuando Dios creó el mundo, dice el libro de Génesis que Dios consideróa muy bueno todo lo que había hecho. Pero intervino el hombre y desbarató la obra de Dios de tal manera que Dios, para rehacerla, tuvo que enviar a su propio Hijo, y lo dejó en manos de estos mismos hombres que intentaron aniquilarlo, obteniendo en cambio la salvación del mundo. Jesús se ofrece a todos y en especial a los que sufren: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Mi yugo es llevadero y carga ligera”.
         Jesús, al expresarse de este modo, no pretende suprimir cualquier obliga­ción moral. Jesús no ha venido a predicar un anarquismo de costumbres éticas, una permisividad ilimitada, a declarar lícito lo que es intrinsecamente contrario a la ley de Dios. Así Jesús insiste con especial firmeza en re­cordar los mandamientos de Dios, que no son caprichos de la divinidad para fastidiar a los humanos, sino son normas básicas para la convi­vencia de los hombres. En efecto, los mandamientos no son  un intento de esclavizar al hombre conculcando su dignidad y su libertad. Los mandamientos son una ayuda para evitar que la sociedad se convierta en una selva cruel y despiadada en la que prevalezca la ley del más fuerte. El yugo de la ley de Jesús, que ha de aceptarse y vivir en el amor, no es un yugo pesado y agobiante. Se trata de un yugo lleva­dero, de una carga ligera, en cuanto invita de hecho a imi­tarle, a seguirle, a amarle a él y por él al Padre, y por él a los hermanos. Es importante recordar ésto en el momento en que vivimos, en el que parece que el aprecio de la dignidad del hombre requiera suprimir cualquier esfuerzo moral, y en cambio dar rienda suelta a los instintos naturales, como si eso fuera muestra de respeto por la libertad de cada ser humano. Abrámonos al Espíritu de Dios, para que nos haga aceptar el yugo ligero que Jesús propone y de esta manera poder partici­par en la redención que ha venido a ofrecer a todos los hombres.
J.G.





30 de junio de 2017

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS D.13 - c.a.


“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí; el que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Estas afirmaciones que Jesús hace ante sus discípulos  provocaron que más de uno se hiciera atrás y dejara de seguirle. Al recordarlas hoy de nuevo pueden provocar reacciones en aquellos que quieren adaptar el evangelio a la mentalidad moderna, hacerlo más fácil y asequible, para que puedan ser más lo que lo abracen. Jesús ofrece a los hombres un camino, un camino que conduce a la vida, un camino que excluye atajos, que rechaza mitigaciones, que prefiere, aunque cueste aceptarlo, ser pocos pero convencidos, que muchos titubeantes.
Estas palabras de Jesús iban dirigidas en primer lugar a los apóstoles, pero que valían también para todos los que pretendían ser discípulos suyos. En primer lugar Jesús se refiere al deber ya inculcado por el Decálogo del Antiguo Testamente de amar a los padres. Amar al padre y a la madre no quiere decir simplemente querer a quienes nos han dado la vida, sino que lleva consigo reconocer la realidad de nuestra existencia según todas sus dimensiones sociales, ambientales y culturales, sentirnos solidarios con el mundo que nos ha visto nacer, en el que vivimos y nos movemos. Jesús no pide renunciar a esta realidad, porque no ha venido a abolir la ley, sino llevarla a término. Jesús pide actuar en la vida de tal manera que estas obligaciones hacia los padres no se antepongan a la exigencia esencial con Dios, contraída por el bautismo. Tener hijos, dar la vida a nuevos seres humanos es un modo estupendo de colaborar con el Creador del universo. Ser reconocido y amado como engendrador de vida es sin duda una experiencia noble e impresionante. Pero a los discípulos de Jesús se les pide llevar a cabo esta digna función, no de cualquier manera, sino según la voluntad de Dios, según las exigencias del Evangelio.
Renunciar a sí mismo hasta perder su propia vida es algo que escandaliza, sobre todo en este momento en que se considera un valor supremo realizar el propio proyecto de vida. Lo que nos pide Jesús, si queremos seguirle, no es destruir estos ideales, ignorando su valor, sino vivirlos de tal manera que no pongan obstáculos al servicio de Dios y de su evangelio. Jesús no invita a una destrucción absurda de la propia personalidad, a una renuncia por la renuncia de todo lo bueno. Una exigencia de este tipo significaría invitarnos a sacrificar nuestra personalidad e impedirnos entrar en el juego de la libertad con las continuas cuestiones que ésta propone y que ayudan a nuestro crecimiento como personas. Lo que Jesús propone es amarle y seguirle de verdad, es disponerse a recibir de él el sentido de nuestra existencia y de nuestras relaciones, es aceptar el conquistar nues­tra vida con él, por él y gracias a él.
San Pablo, en la segunda lectura, exhortaba a vivir con plenitud el bautismo que hemos recibido, por el cual participamos realmente en la muerte y en la resurrección de Jesús. Por el baño del agua del bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para resucitar a una vida nueva; así como Jesús resucitó por la gloria del Padre, así también nosotros hemos de andar en una vida nueva. Es todo un programa de vida, es una invitación a renovar nuestra vida cristiana a fin de que vivamos lo que creemos sobre todo cuando dejamos la iglesia y volvemos a nuestros hogares.
El proyecto de seguir ante todo y sobre todo a Jesús, no  conduce a un egoísmo cerrado y estéril. Seguir a Jesús y sentirse enviado por él, exige acoger al hermano, sea quien sea, apóstol o profeta, grande o pequeño, importante o insignificante, justo o injusto, rico o pobre, como a él mismo. Hoy, la primera lectura ilustraba estas palabras al recordar el modo como la mujer de Sunem reverenció y acogió al profeta Eliseo. Entender esta recomendación del Señor viene a ser como una llave que puede abrir muchas puertas, que puede derribar muchos muros de incomprensión y división, que no facilitan la convivencia entre los humanos. Ver a Jesús en el otro, sea quien sea, no es un misticismo cursi y tras-nochado, sino un modo muy concreto de encarnar el evangelio en nuestro mundo actual.
J.G


17 de junio de 2017

CORPUS CRISTI


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”. El mundo entero en general y nuestra país en particular están viviendo un momento delicado: en nombre del progreso y de la libertad y bajo el imperativo del agnosticismo y la indiferencia religiosa, se intenta prescindir cada vez más de Dios y de su mensaje, poniendo en peligro incluso valores fundamentales de la misma esencia de la sociedad humana. Para los que creemos resulta doloroso ver como se margina a Dios, el Dios de nuestros padres, el Dios que nos ha creado, que nos lleva de la mano día tras día, a través de lo bueno y de lo malo, y que quiere llevarnos hasta hacernos participar de su vida y de su felicidad para siempre.
         El evangelio recuerda hoy que Dios ha amado a los hombres hasta lo indecible, hasta el punto de que  no ha dudado en darles lo que más quería, es decir su propio Hijo. Y este Hijo que Dios ha entregado a los hombres ha querido hacerse uno de nosotros, ha escogido pasar por todo como nosotros, incluso por la muerte. Y lo ha hecho para mostrar con toda claridad que ha venido al mundo para salvar, no para condenar. Nuestro Dios ha dado a conocer este designio de amor y de salvación, y espera nuestra respuesta en un diálogo de vida y de amor. La experiencia constata que existen en el mundo el pecado y la maldad, pero también muestra que entre los hombres se da la bondad, que en ellos hay posibilidad de cambio, de superación, y es por esta razón que Jesús ha venido a estar entre los hombres para salvarlos. Dios no falta nunca a sus citas con el hombre y podemos afirmar que el hambre y la sed de Dios que el hombre  puede experimentar no son nada comparadas con el hambre y la sed del hombre que siente Dios
         Pero es necesario reconocer también que esta buena nueva, este anuncio acerca del amor de nuestro Dios a veces, por culpa nuestra, ha sido desvirtuado, como consecuencia de un celo que no siempre ha sabido unir ciencia teológica con devoción,  Para convencer que conviene evitar el pecado, a menudo se ha presentado a Dios como juez inapelable, celoso de sus derechos, capaz de suscitar temor pero no amor. Esta reflexión puede ayudar a entender el alejamiento de muchos, el rechazo de tantos hacia Dios y  su amor.        .       
          No es solo el evangelio que nos habla del amor de Dios para con los hombres. Hoy, la primera lectura recordaba como Moisés, el caudillo de Israel, después de hacer salir de Egipto a su pueblo, lo conducía a través del árido desierto, hacia la tierra prometida. Pero aquel pueblo, inconstante y débil, olvidando los beneficios  recibidos, en un momento de crisis de confianza, erigen un becesrro de oro, al que rinden homenaje. Y cuando se podía esperar un castigo justo a tal desliz del pueblo, el Señor se complace en repetir a Moisés que Dios es  compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Se podían esperar palabras de reproche o de castigo; en cambio se anuncia un mensaje de amor y misericordia. Dios quiere que su pueblo entienda una vez por todas que, a pesar de la debilidad del pecado, se mantiene siempre su disponibilidad a perdonar y a proteger a quienes considera sus hijos amados.
         Hoy Pablo, en la segunda lectura decía a los corintios: “Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz”. El ambiente de la comunidad de Corinto respiraba un pesimismo desesperado, parecido al de nuestro tiempo. Por esto el Apóstol invita a abrirse a una alegría vivificante y optimista, tal como brota de la fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos. Abramos nuestro espíritu para que el Dios del amor y de la paz esté con nosotros  y nos acompañe en nuestro caminar hacia la casa del Padre.