“El que quiere a su padre o a su madre más que
a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no
es digno de mí; el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí; el que
encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Estas
afirmaciones que Jesús hace ante sus discípulos
provocaron que más de uno se hiciera atrás y dejara de seguirle. Al recordarlas
hoy de nuevo pueden provocar reacciones en aquellos que quieren adaptar el
evangelio a la mentalidad moderna, hacerlo más fácil y asequible, para que
puedan ser más lo que lo abracen. Jesús ofrece a los hombres un camino, un
camino que conduce a la vida, un camino que excluye atajos, que rechaza
mitigaciones, que prefiere, aunque cueste aceptarlo, ser pocos pero
convencidos, que muchos titubeantes.
Estas palabras de Jesús iban dirigidas en
primer lugar a los apóstoles, pero que valían también para todos los que
pretendían ser discípulos suyos. En primer lugar Jesús se refiere al deber ya
inculcado por el Decálogo del Antiguo Testamente de amar a los padres. Amar al
padre y a la madre no quiere decir simplemente querer a quienes nos han dado la
vida, sino que lleva consigo reconocer la realidad de nuestra existencia según
todas sus dimensiones sociales, ambientales y culturales, sentirnos solidarios
con el mundo que nos ha visto nacer, en el que vivimos y nos movemos. Jesús no
pide renunciar a esta realidad, porque no ha venido a abolir la ley, sino
llevarla a término. Jesús pide actuar en la vida de tal manera que estas
obligaciones hacia los padres no se antepongan a la exigencia esencial con
Dios, contraída por el bautismo. Tener hijos, dar la vida a nuevos seres
humanos es un modo estupendo de colaborar con el Creador del universo. Ser
reconocido y amado como engendrador de vida es sin duda una experiencia noble e
impresionante. Pero a los discípulos de Jesús se les pide llevar a cabo esta
digna función, no de cualquier manera, sino según la voluntad de Dios, según
las exigencias del Evangelio.
Renunciar a sí mismo hasta perder su propia
vida es algo que escandaliza, sobre todo en este momento en que se considera un
valor supremo realizar el propio proyecto de vida. Lo que nos pide Jesús, si
queremos seguirle, no es destruir estos ideales, ignorando su valor, sino
vivirlos de tal manera que no pongan obstáculos al servicio de Dios y de su
evangelio. Jesús no invita a una destrucción absurda de la propia personalidad,
a una renuncia por la renuncia de todo lo bueno. Una exigencia de este tipo
significaría invitarnos a sacrificar nuestra personalidad e impedirnos entrar
en el juego de la libertad con las continuas cuestiones que ésta propone y que
ayudan a nuestro crecimiento como personas. Lo que Jesús propone es amarle y
seguirle de verdad, es disponerse a recibir de él el sentido de nuestra
existencia y de nuestras relaciones, es aceptar el conquistar nuestra vida con
él, por él y gracias a él.
San Pablo, en la segunda lectura, exhortaba a
vivir con plenitud el bautismo que hemos recibido, por el cual participamos
realmente en la muerte y en la resurrección de Jesús. Por el baño del agua del
bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para resucitar a una vida
nueva; así como Jesús resucitó por la gloria del Padre, así también nosotros
hemos de andar en una vida nueva. Es todo un programa de vida, es una
invitación a renovar nuestra vida cristiana a fin de que vivamos lo que creemos
sobre todo cuando dejamos la iglesia y volvemos a nuestros hogares.
El proyecto de seguir ante todo y sobre todo a
Jesús, no conduce a un egoísmo cerrado y
estéril. Seguir a Jesús y sentirse enviado por él, exige acoger al hermano, sea
quien sea, apóstol o profeta, grande o pequeño, importante o insignificante,
justo o injusto, rico o pobre, como a él mismo. Hoy, la primera lectura
ilustraba estas palabras al recordar el modo como la mujer de Sunem reverenció
y acogió al profeta Eliseo. Entender esta recomendación del Señor viene a ser
como una llave que puede abrir muchas puertas, que puede derribar muchos muros de
incomprensión y división, que no facilitan la convivencia entre los humanos.
Ver a Jesús en el otro, sea quien sea, no es un misticismo cursi y
tras-nochado, sino un modo muy concreto de encarnar el evangelio en nuestro
mundo actual.
J.G
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