17 de junio de 2017

CORPUS CRISTI


“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”. El mundo entero en general y nuestra país en particular están viviendo un momento delicado: en nombre del progreso y de la libertad y bajo el imperativo del agnosticismo y la indiferencia religiosa, se intenta prescindir cada vez más de Dios y de su mensaje, poniendo en peligro incluso valores fundamentales de la misma esencia de la sociedad humana. Para los que creemos resulta doloroso ver como se margina a Dios, el Dios de nuestros padres, el Dios que nos ha creado, que nos lleva de la mano día tras día, a través de lo bueno y de lo malo, y que quiere llevarnos hasta hacernos participar de su vida y de su felicidad para siempre.
         El evangelio recuerda hoy que Dios ha amado a los hombres hasta lo indecible, hasta el punto de que  no ha dudado en darles lo que más quería, es decir su propio Hijo. Y este Hijo que Dios ha entregado a los hombres ha querido hacerse uno de nosotros, ha escogido pasar por todo como nosotros, incluso por la muerte. Y lo ha hecho para mostrar con toda claridad que ha venido al mundo para salvar, no para condenar. Nuestro Dios ha dado a conocer este designio de amor y de salvación, y espera nuestra respuesta en un diálogo de vida y de amor. La experiencia constata que existen en el mundo el pecado y la maldad, pero también muestra que entre los hombres se da la bondad, que en ellos hay posibilidad de cambio, de superación, y es por esta razón que Jesús ha venido a estar entre los hombres para salvarlos. Dios no falta nunca a sus citas con el hombre y podemos afirmar que el hambre y la sed de Dios que el hombre  puede experimentar no son nada comparadas con el hambre y la sed del hombre que siente Dios
         Pero es necesario reconocer también que esta buena nueva, este anuncio acerca del amor de nuestro Dios a veces, por culpa nuestra, ha sido desvirtuado, como consecuencia de un celo que no siempre ha sabido unir ciencia teológica con devoción,  Para convencer que conviene evitar el pecado, a menudo se ha presentado a Dios como juez inapelable, celoso de sus derechos, capaz de suscitar temor pero no amor. Esta reflexión puede ayudar a entender el alejamiento de muchos, el rechazo de tantos hacia Dios y  su amor.        .       
          No es solo el evangelio que nos habla del amor de Dios para con los hombres. Hoy, la primera lectura recordaba como Moisés, el caudillo de Israel, después de hacer salir de Egipto a su pueblo, lo conducía a través del árido desierto, hacia la tierra prometida. Pero aquel pueblo, inconstante y débil, olvidando los beneficios  recibidos, en un momento de crisis de confianza, erigen un becesrro de oro, al que rinden homenaje. Y cuando se podía esperar un castigo justo a tal desliz del pueblo, el Señor se complace en repetir a Moisés que Dios es  compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Se podían esperar palabras de reproche o de castigo; en cambio se anuncia un mensaje de amor y misericordia. Dios quiere que su pueblo entienda una vez por todas que, a pesar de la debilidad del pecado, se mantiene siempre su disponibilidad a perdonar y a proteger a quienes considera sus hijos amados.
         Hoy Pablo, en la segunda lectura decía a los corintios: “Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz”. El ambiente de la comunidad de Corinto respiraba un pesimismo desesperado, parecido al de nuestro tiempo. Por esto el Apóstol invita a abrirse a una alegría vivificante y optimista, tal como brota de la fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos. Abramos nuestro espíritu para que el Dios del amor y de la paz esté con nosotros  y nos acompañe en nuestro caminar hacia la casa del Padre.




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