2 de diciembre de 2016

II DOMINGO DE ADVIENTO -Ciclo A

       
           “Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. Hoy, el evangelio evoca la figura de Juan, el Bautista, el Precursor del Señor, que inició su ministerio profético, en el desierto de Judea, poco antes de que comenzara su actividad el mismo Jesús. La tradición bíblica ha visto en Juan el cumplimiento de un antiguo oráculo del libro del profeta Isaías, que rezaba: “Una voz grita en el desierto, preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. La misión de Juan es invitar a todos a desbloquear caminos, a eliminar obstáculos para que sea posible acercarse al Señor que viene para salvar.

Los que acogen la palabra de Juan, confiesan sus pecados, es decir reconocen que su modo de actuar se opone al Dios que les había llamado a vivir en la Alianza y aceptan iniciar un cambio. En signo de esta conciencia reencontrada, reciben el bautismo de agua en el Jordán. Este humilde signo de conversión, tal como lo presenta Mateo, no perdona los pecados. El perdón queda reservado a Aquél que vendrá después del Bautista, que traerá un bautismo en Espíritu Santo y fuego, que comportará a la vez juicio y purificación, signo característico de los tiempos mesiánicos. La inminencia de este juicio ayuda a entender las invectivas de Juan contra fariseos y saduceos que se acercaban a recibir el bautismo sin una sincera voluntad de conversión. Ante el juicio divino pierden valor todas las formas de formalismo religioso. Más aún, ni tan solo la pertenencia al pueblo de Dios, ya sea al antiguo pueblo de Abrahán ya sea a la Iglesia, puede tener peso ante el juicio divino, si no va acompañada de frutos dignos de conversión.

El mensaje de Juan chocó con resistencias en aquel momento, e incluso hoy, cuando se repite en la liturgia del adviento, tampoco es acogido con la alegría y buena voluntad que serían de desear. Como entonces, también hoy, el hombre es casi insensible a la conversión y difícilmente cree en ella. Los que queremos creer en Jesús no podemos perder el sentido de la conversión, porque el Reino de los cielos que, según Juan está llegando, supone la intervención de la autoridad soberana de Dios, que quiere entrar de modo decisivo en la historia de los hombres y necesita corazones bien dispuestos para acogerlo. Por esto se nos reclama una verdadera y total renovación del espíritu que abarque todos los niveles de la vida humana, que allane senderos, rompa vínculos de cualquier esclavitud, revise actitudes y reavive en el corazón la sed de Dios.

Aquél que Juan anuncia y que bautizará en Espíritu Santo y fuego, lo ha descrito el vaticinio de Isaías de la primera lectura. El profeta presenta al Mesías futuro bajo los rasgos de un descendiente de David, el rey por excelencia, elegido por Dios, que poseerá la plenitud de los carismas del Espíritu de Dios, en cuanto verdadero Ungido del Señor. Llevará a cabo la tarea de hacer predominar la justicia, la equidad y la fidelidad, restableciendo el orden quebrantado por el pecado y los primeros en beneficiarse de este nuevo modo de actuar serán los pobres y los oprimidos. Esta actividad del Jesús debería conducir a un mundo renovado, en el que hombres y animales podrán convivir en paz y concordia.

San Pablo, en su carta a los Romanos, habla también de esta salvación que Jesús, el enviado de Dios, ha realizado en bien de todos los hombres, salvación iniciada pero que aún no ha llegado a su plenitud. Por esto el apóstol subraya el valor de la Escritura para los creyentes: estas páginas han sido escritas para enseñanza nuestra, dice, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que nos dan las escrituras, mantengamos la esperanza. Mantener la esperanza. La vida lleva consigo un no conformarse con los límites del presente y por esto se tiende a un mañana que deseamos mejor, capaz de satisfacer todos los anhelos. El futuro ha de ser construido con paciencia y tesón, partiendo de la realidad presente. Conscientes de lo que somos y tenemos entre manos, hagamos un esfuerzo para convertirnos, para corregir lo defectuoso y mejorar lo positivo, para establecer con precisión el camino para llegar a la meta deseada, la salvación que Dios nos ofrece a manos llenas.


25 de noviembre de 2016


           “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. Hoy Jesús invita a velar, a esperar su última venida, porque esta espera forma parte de la fe que profesamos como cristianos. En efecto, nosotros creemos que Jesús, el Hijo de Dios se hizo hombre, habitó entre nosotros, y para la salvación de todos, aceptó morir en la cruz, ser sepultado y resucitar de entre los muertos, y, al final de los tiempos, volverá para llevar a su plenitud el universo entero.

Este encuentro final con Jesús al final de los tiempos para muchos aparece hoy como un mito rayano a la leyenda. Pero, en los primeros tiempos del cristianismo, la espera de este retorno de Jesús era una fuerza que hacía vivir en tensión vibrante, como deja entrever San Pablo en la segunda lectura. Después de recordar que nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer, el apóstol urge a dejar las obras de las tinieblas y pertrecharse con las armas de la luz, a comportarse con dignidad, como quien vive el día del Señor y no la tinieblas del error. Es precisamente esta esperanza viva que, actuando como acicate, explica el rápido crecimiento de la fe cristiana en el mundo pagano de entonces.

Un cristiano no puede vivir mirando únicamente hacia atrás, lleno de nostalgia por tiempos pasados, que de hecho no fueron mejores que los actuales; tampoco puede vivir preocupado únicamente  por los problemas del momento, pues no sería un auténtico discípulo de Jesús. Hay que saber vivir a la vez el pasado y el presente pero con una proyección hacia el futuro. Por esta razón, la Iglesia ofrece cada año, como preparación a la Navidad del Señor, el llamado tiempo de Adviento, con el que nos invita a reavivar nuestra esperanza, a dirigir nuestra mirada hacia el Señor que es el principio y el fin de toda la historia.

            Pero cabe preguntarse: ¿Qué interés concreto puede tener esperar la venida del Señor, un acontecimiento que sin duda queda fuera de nuestra experiencia personal? ¿En que puede transformar nuestra vida cotidiana la espera del Señor? Precisamente porque un día el Señor se manifestará para transformar este mundo caduco, hemos de vivir los días grises de nuestra existencia con la conciencia de que nada deja de tener valor para el Señor. Si esperamos la venida del Señor no olvidaremos que con nuestros acciones u omisiones podemos hacernos cómplices de las injusticias, de las violencias, de las arbitrariedades, de la falta de amor que oprime al mundo. Estar en vela quiere decir mantenerse en contacto con la realidad en la que vivimos, tratando de dar testimonio de la fe en Jesús que hemos recibido y profesamos. Velar quiere decir alimentarnos de la Palabra de Dios para rechazar cualquier forma de engaño o de injusticia que trate de asomarse en nosotros.

            Jesús, en el evangelio de hoy, nos explica como ha de ser esta esperanza. En primer lugar recordaba lo que sucedió en tiempos del diluvio: la vida de los hombres se desarrollaba normalmente, pero cuando menos se esperaba sucedió la catástrofe. Los que se habían preparado, Noé y los suyos, se salvaron. Los demás perecieron. A este recuerdo sacado de la Biblia, Jesús añade la parábola del dueño de la casa que si supiera a qué hora de la noche había de venir el ladrón, podría impedir que le desvalijaran la casa. De ahí saca Jesús la conclusión de que conviene estar en vela y estar alerta, para no ser sorprendidos. No importa saber cuando ocurrirá esta manifestación; basta saber que tendrá lugar y que lo importante es prepararse y esperar contra toda esperanza.


            Estas invitaciones no son una llamada a la evasión de la realidad de cada día, sino todo lo contrario. Se trata de darnos de lleno a nuestra actividad específica pero con el espíritu lleno de esperanza. Vivimos en un momento de la historia en que los problemas planteados, tanto a nivel personal como social, a menudo oprimen el espíritu y angustian. El tiempo de Adviento invita a despertar la esperanza, para iluminar nuestro peregrinar por la vida, de modo que nuestro quehacer diarioa muestre que creemos en el Señor viene.

18 de noviembre de 2016

FIESTA DE CRISTO REY -Ciclo C


             “Damos gracias a Dios Padre, que nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”. San Pablo recuerda hoy que Jesús, el primogénito de entre los muertos, ha obtenido el perdón de los pecados y ha instaurado la paz y la reconciliación por la sangre de su cruz, y así, hemos pasado de las tinieblas del pecado y de la muerte al reino de la luz, al reino de Dios. Esta es la perspectiva desde la que conviene entender la solemnidad de Cristo Rey, con la que cerramos el año litúrgico.

            En efecto, el título de Rey del universo, aplicado a Jesús de Nazaret, no debe ser interpretado como intento de reivindicar, por parte de la Iglesia, el poder y el dominio que en algunas épocas de la historia ejerció efectivamente, y que no siempre ha dejado buen recuerdo. En este sentido, la lectura de la página del evangelio de Lucas que presenta hoy la liturgia es una crítica radical de cualquier veleidad triunfalista en la presentación de la realeza de Jesús. La esperanza mesiánica de Israel no se realiza con la entronización de un rey terreno sino con la exaltación de un pobre hombre, humillado y reducido a la impotencia, que por haber amado a los suyos hasta el extremo, fue clavado en un patíbulo, como un vulgar malhechor. El fracaso se convierte en victoria por la intervención de Dios y el Crucificado es proclamado Señor y Mesías al que corresponde la plenitud de autoridad.

            Lucas, en su narración de la Pasión, conduce al Calvario para contemplar a Jesús crucificado entre malhechores, con la secuencia impresionante de los últimos ataques a Aquél que humanamente no puede ya hacer nada. Primero son las autoridades de Israel. Después los soldados. Sigue la descripción del título oficial que justifica la ejecución. Por fin intervienen los dos condenados con Jesús. Es interesante ver los títulos que sus opositores le atribuyen sin piedad y sin convencimiento: “Mesías de Dios”; “Elegido”; “Rey de los judíos”. Hasta cuatro veces el texto repite el verbo “salvar”: “Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo”, “que nos salve a nosotros”.

            Estas personas que se ensañan en el Crucificado no se dan cuenta de que, a pesar del odio y del desprecio que les impulsan, están anunciando una realidad indiscutible. En efecto, Jesús no puede salvarse a sí mismo en el sentido que le proponen. Su vida está en manos del Padre, pues salió del Padre y ahora vuelve a él. Dentro de poco el evangelista pondrá en labios del Crucificado la cita del salmo 30: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. De hecho, Jesús se salva a sí mismo, salva a todos los hombres, poniéndose y poniéndonos en manos del Padre. Es sólo aceptando el fracaso a nivel humano pero manteniendo su confianza en el Padre que Jesús salva lo que se había perdido: da vida a los muertos, perdona los pecados y renueva la amistad del hombre con Dios.

            Uno de los malhechores sin embargo conserva su lucidez y comprende que en la hora suprema de la muerte no hay espacio para la maldición y el ultraje. El ejemplo de Jesús le hace reconocer que el suplicio de ellos es justo, porque han pecado. En cambio, el de Jesús, que es inocente, es un misterio. Y llega la plegaria decisiva: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Y la respuesta de Jesús no deja lugar a dudas: “Hoy estarás conmigo en el Paraiso”. No en determinadas circunstancias, no al final de los tiempos, no cuando hayas expiado tus pecamos. Hoy - conmigo - en el Paraiso. Jesús es Rey, un Rey que salva a su pueblo, pero no con victorias terrenas, con ejércitos y poder, sino con la humildad de su fracaso, con la aceptación de la muerte, poniéndose en manos de Dios.


            Para concluir vale la pena reflexionar sobre lo que el teólogo protestante Jurgen Moltmann escribe: “Que una Iglesia que se olvide de que su misión es proclamar a Cristo, crucificado y resucitado, que se olvide que es ante todo una comunión de pecadores, que, a través de la Cruz de Cristo está llamada a ser una comunión de santos, podría hacer quizá maravillas a nivel humano, pero no sería fiel a la misión que Dios le ha encomendado”.