“Juan Bautista se presentó en el
desierto de Judea, predicando: Convertíos, porque está cerca el reino de los
cielos”. Hoy, el evangelio evoca la figura de
Juan, el Bautista, el Precursor del Señor, que inició su ministerio profético,
en el desierto de Judea, poco antes de que comenzara su actividad el mismo
Jesús. La tradición bíblica ha visto en Juan el cumplimiento de un antiguo
oráculo del libro del profeta Isaías, que rezaba: “Una voz grita en el
desierto, preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. La misión de
Juan es invitar a todos a desbloquear caminos, a eliminar obstáculos para que
sea posible acercarse al Señor que viene para salvar.
Los que acogen la palabra de Juan, confiesan sus pecados, es decir
reconocen que su modo de actuar se opone al Dios que les había llamado a vivir
en la Alianza y aceptan iniciar un cambio. En signo de esta conciencia
reencontrada, reciben el bautismo de agua en el Jordán. Este humilde signo de
conversión, tal como lo presenta Mateo, no perdona los pecados. El perdón queda
reservado a Aquél que vendrá después del Bautista, que traerá un bautismo en
Espíritu Santo y fuego, que comportará a la vez juicio y purificación, signo
característico de los tiempos mesiánicos. La inminencia de este juicio ayuda a
entender las invectivas de Juan contra fariseos y saduceos que se acercaban a
recibir el bautismo sin una sincera voluntad de conversión. Ante el juicio
divino pierden valor todas las formas de formalismo religioso. Más aún, ni tan
solo la pertenencia al pueblo de Dios, ya sea al antiguo pueblo de Abrahán ya
sea a la Iglesia, puede tener peso ante el juicio divino, si no va acompañada
de frutos dignos de conversión.
El mensaje de Juan chocó con resistencias en aquel momento, e incluso hoy,
cuando se repite en la liturgia del adviento, tampoco es acogido con la alegría
y buena voluntad que serían de desear. Como entonces, también hoy, el hombre es
casi insensible a la conversión y difícilmente cree en ella. Los que queremos
creer en Jesús no podemos perder el sentido de la conversión, porque el Reino
de los cielos que, según Juan está llegando, supone la intervención de la
autoridad soberana de Dios, que quiere entrar de modo decisivo en la historia
de los hombres y necesita corazones bien dispuestos para acogerlo. Por esto se
nos reclama una verdadera y total renovación del espíritu que abarque todos los
niveles de la vida humana, que allane senderos, rompa vínculos de cualquier
esclavitud, revise actitudes y reavive en el corazón la sed de Dios.
Aquél que Juan anuncia y que bautizará en Espíritu Santo y fuego, lo ha
descrito el vaticinio de Isaías de la primera lectura. El profeta presenta al
Mesías futuro bajo los rasgos de un descendiente de David, el rey por
excelencia, elegido por Dios, que poseerá la plenitud de los carismas del
Espíritu de Dios, en cuanto verdadero Ungido del Señor. Llevará a cabo la tarea
de hacer predominar la justicia, la equidad y la fidelidad, restableciendo el
orden quebrantado por el pecado y los primeros en beneficiarse de este nuevo
modo de actuar serán los pobres y los oprimidos. Esta actividad del Jesús
debería conducir a un mundo renovado, en el que hombres y animales podrán
convivir en paz y concordia.
San Pablo, en su carta a los Romanos, habla también de esta salvación que Jesús,
el enviado de Dios, ha realizado en bien de todos los hombres, salvación
iniciada pero que aún no ha llegado a su plenitud. Por esto el apóstol subraya
el valor de la Escritura para los creyentes: estas páginas han sido escritas
para enseñanza nuestra, dice, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo
que nos dan las escrituras, mantengamos la esperanza. Mantener la esperanza. La
vida lleva consigo un no conformarse con los límites del presente y por esto se
tiende a un mañana que deseamos mejor, capaz de satisfacer todos los anhelos.
El futuro ha de ser construido con paciencia y tesón, partiendo de la realidad
presente. Conscientes de lo que somos y tenemos entre manos, hagamos un
esfuerzo para convertirnos, para corregir lo defectuoso y mejorar lo positivo,
para establecer con precisión el camino para llegar a la meta deseada, la
salvación que Dios nos ofrece a manos llenas.
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