2 de julio de 2016

Domingo 14 del Tiempo Ordinario - Ciclo C-

          
  
        “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Jesús, durante su ministerio, sentía la urgencia de suscitar personas idóneas para que el anuncio del mensaje de salvación fuera proclamado. En el primer envío de discípulos aparece ya esbozada la tarea que después será confiada a la Iglesia. Los años de evangelización transcurridos hasta hoy no han resuelto la preocupación de Jesús.

Pequeña grey llamaba Jesús al reducido grupo de sus discípulos, y aunque la Iglesia de hoy cuente millones de fieles, de hecho no es sino una minoria en el conjunto de la  humanidad, que en buena parte vive de espaldas al mensaje cristiano. Y además, por si no bastase, los creyentes en Jesús aparecemos desunidos, divididos, haciéndonos guerra unos a otros, pretendiendo tener el monopolio de la verdad. 

Por esta razón, el discurso del evangelio de este domingo, propuesto a los primeros setenta y dos discípulos enviados en misión, continua teniendo vigencia y, en cuanto cristianos, deberíamos hacerlo nuestro y convertirlo en regla de vida. Jesús invita a ponerse en camino y esta invitación puede estimular a quienes viven confiados por saberse herederos de una antigua y sólida tradición, pero que de hecho se va esfumando ante el agnosticismo y la indolencia generadas por la sociedad de consumo en que vivimos.

            Si se acepta superar la inercia que impide seguir a Jesús, aparece otra dificultad: “Os mando como corderos en medio de lobos”. No  nos invita a una marcha triunfal sino a enfrentarnoscon una enorme indiferencia capaz de desanimar al más dispuesto. Para el que está convencido de la llamada de Jesús, la dificultad no lo detiene, más bien lo estimulan.

            También pueden enfriar nuestro entusiasmo las exigencias que Jesús considera necesarias para hacer creible la misió, como son no llevar talega, ni alforja, ni sandalias. El testigo del evangelio debe imitar a su Maestro en el desprendimiento, en no atesorar bienes materiales. Esta condición para el anuncio del evangelio a menudo ha sido olvidada o, incluso, se ha tratado de interpretar y acomodar para quitar dureza a la palabra de Jesús y hacer más llevadero el yugo de Jesús. Y así se ha generado Indiferencia o desprecio hacia la Palabra de Dios.

            El discípulo que se esfuerza en anunciar el evangelio ha de ser  portador de paz, no de confrontación. Ha de esforzarse para entrar en diálogo, para compartir con los hermanos, para ofrecerles gestos de amor y comprensión, a fin de que entiendan a través de las palabras y de los gestos que el Reino de Dios está cerca, que el Señor está a la puerta y llama y que urge abrirle para dejarle entrar.

            Este discurso de Jesús se refiere ante todo a aquellos discípulos que fueron enviados por él mismo para prepararle el camino. Pero todos los que hemos sido bautizados y confirmados estamos llamados a ser sus testigos, a ser evangelizadores en vista del Reino, cada uno en su propia situación concreta, según sus posibilidades. La razón última de esta exigencia la encontramos en la cruz de Jesús, como recordaba hoy el apóstol san Pablo. Jesús se ha entregado a la muerte y a la muerte de cruz para librarnos del pecado y de la muerte, para hacernos hijos de Dios y así poder tener parte en su vida. Esta es la buena nueva que Jesús ha venido a ofrecer a todos los hombres, sin distinción de raza, lengua o cultura y espera de nosotros que la creamos, que la traduzcamos en nuestra vida cotidiana, que la comuniquemos a toda la humanidad.


            Que el Espíritu que nos ha reunido aquí esta mañana nos sensibi-lice para recibir el mensaje de Cristo y nos disponga a ser portadores del mensaje, de modo que los que no creen, a través nuestro puedan también acercarse a Cristo.

25 de junio de 2016

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


               Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. 

Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor”. Con estas palabras el apóstol San Pablo recomienda a los hombres y mujeres de todos los tiempos el gran don de la libertad, tema de gran actualidad, deseo por el que han luchado y luchan los hombres, deseosos de acabar con cualquier tipo de esclavitud. Pero San Pablo no habla de una libertad genérica, que fácilmente puede transformarse en libertinaje y confusión, sino de una libertad muy concreta cuyas características están bien definidas.

En efecto, Jesús no nos ha liberado para que hagamos nuestro capricho, para dar rienda suelta a nuestro egoísmo, para imponer a los demás nuestro punto de vista al precio que sea, sino una libertad cuyo principio fundamental es el amor, que exige el respeto del otro, de sus derechos, de sus necesidades. El que quiere ser libre ha de imitar a Jesús, que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo y no dudó en asumir libremente su misma muerte por nosotros. Esta libertad cristiana se realiza en el Espíritu de Dios que hemos recibido y que nos lleva a seguir la voluntad de Dios antes que los deseos de la carne o la voluntad de nuestros instintos.

Según el apóstol, Jesús, al perdonar nuestro pecado e invitarnos a vivir como hijos de Dios en el amor, nos ha liberado del peso de la ley,  que denuncia el pecado y condena al pecador. El amor, a la vez que nos hace libres del pecado, nos hace siervos de nuestros hermanos. Por esto Pablo recordaba que la ley encuentra su plenitud en esta afirmación: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Pablo no es un idealista que ignora la realidad de la vida. Cuando afirma que hemos sido librados de la carne y del pecado, no quiere decir que no tengamos que luchar contra ellos, sino que por la fuerza del Espíritu de Jesús, podemos vencerlos y, aunque sea con esfuerzo, podemos vivir según el amor.

            En la misma linea del discurso de Pablo conviene entender las palabras de Jesús que propone hoy el evangelio. Lucas ha recogido cuatro breves escenas que definen la actitud que corresponde a quienes aceptan comprometerse con Jesús y con su Evangelio. En la primera escena, Jesús reprende a Santiago y Juan, que, indignados porque en una aldea de Samaría no les quisieron dar alojamiento, pretendían hacer bajar fuego del cielo. Jesús ha venido a ofrecer a los hombres la gracia y la paz, y no entran en sus métodos la violencia o la constricción. No es Jesús quien ha de juzgar a los hombres: el juicio corresponde a Dios, y tendrá lugar al final, dejando suficiente espacio para la conversión.

Esta actitud hecha de paciencia y mansedumbre, contrasta con la respuesta dada a quienes manifiestan su deseo de ponerse a disposición de Jesús. Al primero, que proclama su voluntad de seguir al Maestro donde vaya, Jesús le recuerda que el Hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza. Su misión no es establecer un refugio seguro y cómodo, sino un darse sin medida para el bien de los demás. Ser discípulo de Jesús exige renunciar a la seguridad material, pues somos extranjeros y peregrinos, que no tenemos aquí ciudad permanente. El segundo personaje, llamado por Jesús: “Sígueme”, solicita que se le permita enterrar a su padre, una de las típicas manifestaciones de la piedad filial recomendada por la Ley. El tercero pide, antes de seguir al Señor, poder despedirse de sus familiares. Pero Jesús, en los dos casos es tajante: “Deja que los muertos entierren a los muertos”, dice a uno: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no sirve”, dice al otro.

            La libertad de hijos de Dios que Jesús nos ha alcanzado exige de nuestra parte una actitud decidida y generosa. Dejemos pues atrás el pasado sin nostalgias, y sigamos a Jesús, sin detenernos en cálculos mezquinos, en el camino que lleva al Reino.

          

18 de junio de 2016

Domingo XII - Tiempo Ordinario (Ciclo C)


             “¿Quien dice la gente que soy yo?”. La figura de Jesús de Nazaret, a lo largo de la historia, ha suscitado curiosidad y sorpresa, preocupación y escándalo, para bien y para mal. Sus contemporaneos, incluidos sus mismos discípulos, desconcertados por su doctrina y admirados por los signos que confirmaban sus palabras, una y otra vez se preguntaban: ¿Quién es este hombre?. A quienes no interesa enfrentarse con la realidad y aceptar sus consecuencias, queda la salida superficial y expeditiva de afirmar que era un personaje raro, que es mejor dejarlo tranquilamente de lado para seguir el propio camino. No ha de extrañar pues que, desde afirmar que era un impostor hasta confesarlo Hijo de Dios, Señor y Mesías, se ha podido decir de todo acerca de Jesús. Pero Jesús, abriéndose paso entre quienes se le oponen o lo ignoran, sigue su camino, atrayendo a los que creen.

            El Evangelio nos ha recordado que Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. De hecho, esta pregunta es un modo de plantear la verdadera cuestión, expresada en la siguiente pregunta: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Jesús invita a los apóstoles a expresar lo que sienten, a definir la relación que les une a él, a manifestar su fe y su decisión de seguirle; en una palabra: a provocar su confesión, resumida en las palabras de Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”. La afirmación del apóstol Pedro resume cuanto Lucas dice desde el comienzo de su evangelio: Jesús es el Mesías, el Ungido del Señor, anunciado por los profetas, que viene a llevar a término la esperanza de Israel. Entender la misión de Jesús supera la posibilidad normal de los hombres, pues no es desde perspectivas humanas que se puede entender a Jesús, sino solamente desde una actitud de fe humilde para acoger el don de Dios.

            La pregunta de Jesús a los suyos podemos entenderla dirigida también a cada uno de nosotros. ¿Quién es Jesús para mi? Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre la figura del Mestro y del movimiento que su vida y sus enseñanzas han provocado en la historia humana. Es una tentación fácil hacerse una idea de Jesús a nuestra imagen y semejanza, contruir el perfil de un Maestro que responda a nuestras conveniencias, que bendiga y justifique nuestras preferencias. La respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”, en aquella situación concreta podía ser interpretada con matices de carácter político, completamente ajenos a la intención de Jesús. Para disipar toda duda Jesús inmediatamente anuncia su pasión, su muerte y su resurrección, indicando así que su reino no es de este mundo, porque Jesús ha venido para alcanzar la salvación de todo el género humano. Pero la verdadera fidelidad a Dios suscita siempre oposición y rechazo, y esto explica por qué Jesús no fue comprendido y aceptado por sus discípulos, sugestionados por una espera mesiánica en la que el elemento espiritual quedaba si no suprimido, al menos mediatizado por reivindicaciones políticas. Como Mesías de Dios, Jesús reclama de nosotros una fidelidad al Padre y a su voluntad, como él mismo demostró con su vida y su muerte.


            No dejemos pasar sin más las palabras que Jesús ha utilizado hoy en el evangelio. Anuncia para sí la pasión y la cruz, sin buscar éxitos a nivel humano, a fin de que los hombres acepten la voluntad del Padre y vivan, como hijos de Dios, las exigencia del amor, de la verdad y de la justicia. Y a quienes quieren seguirle propone algo parecido: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. En nuestra sociedad secularizada, la pregunta de Jesús reclama más que nunca una respuesta personal para demostrar con la vida que aceptamos el Evangelio y que queremos vivirlo sin limitaciones. Por el bautismo hemos sido incorporados a Jesús. Esta realidad exige algo más que nuestra participación a determinados gestos religiosos. Reclama todo un modo de vivir y actuar. Preguntémonos pues sinceramente: ¿Quién es Jesús para mi? y tratemos de dar la respuesta precisa, aunque ello cueste. “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”.