“La mies es abundante y los obreros
pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Jesús,
durante su ministerio, sentía la urgencia de suscitar personas idóneas para que
el anuncio del mensaje de salvación fuera proclamado. En el primer envío de
discípulos aparece ya esbozada la tarea que después será confiada a la Iglesia.
Los años de evangelización transcurridos hasta hoy no han resuelto la
preocupación de Jesús.
Pequeña grey llamaba Jesús al reducido grupo de sus discípulos, y aunque la
Iglesia de hoy cuente millones de fieles, de hecho no es sino una minoria en el
conjunto de la humanidad, que en buena
parte vive de espaldas al mensaje cristiano. Y además, por si no bastase, los
creyentes en Jesús aparecemos desunidos, divididos, haciéndonos guerra unos a
otros, pretendiendo tener el monopolio de la verdad.
Por esta razón, el discurso del evangelio de este domingo, propuesto a los
primeros setenta y dos discípulos enviados en misión, continua teniendo
vigencia y, en cuanto cristianos, deberíamos hacerlo nuestro y convertirlo en
regla de vida. Jesús invita a ponerse en camino y esta invitación puede
estimular a quienes viven confiados por saberse herederos de una antigua y
sólida tradición, pero que de hecho se va esfumando ante el agnosticismo y la
indolencia generadas por la sociedad de consumo en que vivimos.
Si se acepta superar la inercia que
impide seguir a Jesús, aparece otra dificultad: “Os mando como corderos en
medio de lobos”. No nos invita a una
marcha triunfal sino a enfrentarnoscon una enorme indiferencia capaz de
desanimar al más dispuesto. Para el que está convencido de la llamada de Jesús,
la dificultad no lo detiene, más bien lo estimulan.
También pueden enfriar nuestro
entusiasmo las exigencias que Jesús considera necesarias para hacer creible la
misió, como son no llevar talega, ni alforja, ni sandalias. El testigo del
evangelio debe imitar a su Maestro en el desprendimiento, en no atesorar bienes
materiales. Esta condición para el anuncio del evangelio a menudo ha sido
olvidada o, incluso, se ha tratado de interpretar y acomodar para quitar dureza
a la palabra de Jesús y hacer más llevadero el yugo de Jesús. Y así se ha
generado Indiferencia o desprecio hacia la Palabra de Dios.
El discípulo que se esfuerza en
anunciar el evangelio ha de ser portador
de paz, no de confrontación. Ha de esforzarse para entrar en diálogo, para
compartir con los hermanos, para ofrecerles gestos de amor y comprensión, a fin
de que entiendan a través de las palabras y de los gestos que el Reino de Dios
está cerca, que el Señor está a la puerta y llama y que urge abrirle para
dejarle entrar.
Este discurso de Jesús se refiere
ante todo a aquellos discípulos que fueron enviados por él mismo para
prepararle el camino. Pero todos los que hemos sido bautizados y confirmados
estamos llamados a ser sus testigos, a ser evangelizadores en vista del Reino,
cada uno en su propia situación concreta, según sus posibilidades. La razón
última de esta exigencia la encontramos en la cruz de Jesús, como recordaba hoy
el apóstol san Pablo. Jesús se ha entregado a la muerte y a la muerte de cruz
para librarnos del pecado y de la muerte, para hacernos hijos de Dios y así
poder tener parte en su vida. Esta es la buena nueva que Jesús ha venido a
ofrecer a todos los hombres, sin distinción de raza, lengua o cultura y espera
de nosotros que la creamos, que la traduzcamos en nuestra vida cotidiana, que
la comuniquemos a toda la humanidad.
Que el Espíritu que nos ha reunido
aquí esta mañana nos sensibi-lice para recibir el mensaje de Cristo y nos
disponga a ser portadores del mensaje, de modo que los que no creen, a través
nuestro puedan también acercarse a Cristo.
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