25 de junio de 2016

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


               Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. 

Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor”. Con estas palabras el apóstol San Pablo recomienda a los hombres y mujeres de todos los tiempos el gran don de la libertad, tema de gran actualidad, deseo por el que han luchado y luchan los hombres, deseosos de acabar con cualquier tipo de esclavitud. Pero San Pablo no habla de una libertad genérica, que fácilmente puede transformarse en libertinaje y confusión, sino de una libertad muy concreta cuyas características están bien definidas.

En efecto, Jesús no nos ha liberado para que hagamos nuestro capricho, para dar rienda suelta a nuestro egoísmo, para imponer a los demás nuestro punto de vista al precio que sea, sino una libertad cuyo principio fundamental es el amor, que exige el respeto del otro, de sus derechos, de sus necesidades. El que quiere ser libre ha de imitar a Jesús, que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo y no dudó en asumir libremente su misma muerte por nosotros. Esta libertad cristiana se realiza en el Espíritu de Dios que hemos recibido y que nos lleva a seguir la voluntad de Dios antes que los deseos de la carne o la voluntad de nuestros instintos.

Según el apóstol, Jesús, al perdonar nuestro pecado e invitarnos a vivir como hijos de Dios en el amor, nos ha liberado del peso de la ley,  que denuncia el pecado y condena al pecador. El amor, a la vez que nos hace libres del pecado, nos hace siervos de nuestros hermanos. Por esto Pablo recordaba que la ley encuentra su plenitud en esta afirmación: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Pablo no es un idealista que ignora la realidad de la vida. Cuando afirma que hemos sido librados de la carne y del pecado, no quiere decir que no tengamos que luchar contra ellos, sino que por la fuerza del Espíritu de Jesús, podemos vencerlos y, aunque sea con esfuerzo, podemos vivir según el amor.

            En la misma linea del discurso de Pablo conviene entender las palabras de Jesús que propone hoy el evangelio. Lucas ha recogido cuatro breves escenas que definen la actitud que corresponde a quienes aceptan comprometerse con Jesús y con su Evangelio. En la primera escena, Jesús reprende a Santiago y Juan, que, indignados porque en una aldea de Samaría no les quisieron dar alojamiento, pretendían hacer bajar fuego del cielo. Jesús ha venido a ofrecer a los hombres la gracia y la paz, y no entran en sus métodos la violencia o la constricción. No es Jesús quien ha de juzgar a los hombres: el juicio corresponde a Dios, y tendrá lugar al final, dejando suficiente espacio para la conversión.

Esta actitud hecha de paciencia y mansedumbre, contrasta con la respuesta dada a quienes manifiestan su deseo de ponerse a disposición de Jesús. Al primero, que proclama su voluntad de seguir al Maestro donde vaya, Jesús le recuerda que el Hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza. Su misión no es establecer un refugio seguro y cómodo, sino un darse sin medida para el bien de los demás. Ser discípulo de Jesús exige renunciar a la seguridad material, pues somos extranjeros y peregrinos, que no tenemos aquí ciudad permanente. El segundo personaje, llamado por Jesús: “Sígueme”, solicita que se le permita enterrar a su padre, una de las típicas manifestaciones de la piedad filial recomendada por la Ley. El tercero pide, antes de seguir al Señor, poder despedirse de sus familiares. Pero Jesús, en los dos casos es tajante: “Deja que los muertos entierren a los muertos”, dice a uno: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no sirve”, dice al otro.

            La libertad de hijos de Dios que Jesús nos ha alcanzado exige de nuestra parte una actitud decidida y generosa. Dejemos pues atrás el pasado sin nostalgias, y sigamos a Jesús, sin detenernos en cálculos mezquinos, en el camino que lleva al Reino.

          

18 de junio de 2016

Domingo XII - Tiempo Ordinario (Ciclo C)


             “¿Quien dice la gente que soy yo?”. La figura de Jesús de Nazaret, a lo largo de la historia, ha suscitado curiosidad y sorpresa, preocupación y escándalo, para bien y para mal. Sus contemporaneos, incluidos sus mismos discípulos, desconcertados por su doctrina y admirados por los signos que confirmaban sus palabras, una y otra vez se preguntaban: ¿Quién es este hombre?. A quienes no interesa enfrentarse con la realidad y aceptar sus consecuencias, queda la salida superficial y expeditiva de afirmar que era un personaje raro, que es mejor dejarlo tranquilamente de lado para seguir el propio camino. No ha de extrañar pues que, desde afirmar que era un impostor hasta confesarlo Hijo de Dios, Señor y Mesías, se ha podido decir de todo acerca de Jesús. Pero Jesús, abriéndose paso entre quienes se le oponen o lo ignoran, sigue su camino, atrayendo a los que creen.

            El Evangelio nos ha recordado que Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. De hecho, esta pregunta es un modo de plantear la verdadera cuestión, expresada en la siguiente pregunta: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Jesús invita a los apóstoles a expresar lo que sienten, a definir la relación que les une a él, a manifestar su fe y su decisión de seguirle; en una palabra: a provocar su confesión, resumida en las palabras de Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”. La afirmación del apóstol Pedro resume cuanto Lucas dice desde el comienzo de su evangelio: Jesús es el Mesías, el Ungido del Señor, anunciado por los profetas, que viene a llevar a término la esperanza de Israel. Entender la misión de Jesús supera la posibilidad normal de los hombres, pues no es desde perspectivas humanas que se puede entender a Jesús, sino solamente desde una actitud de fe humilde para acoger el don de Dios.

            La pregunta de Jesús a los suyos podemos entenderla dirigida también a cada uno de nosotros. ¿Quién es Jesús para mi? Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre la figura del Mestro y del movimiento que su vida y sus enseñanzas han provocado en la historia humana. Es una tentación fácil hacerse una idea de Jesús a nuestra imagen y semejanza, contruir el perfil de un Maestro que responda a nuestras conveniencias, que bendiga y justifique nuestras preferencias. La respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”, en aquella situación concreta podía ser interpretada con matices de carácter político, completamente ajenos a la intención de Jesús. Para disipar toda duda Jesús inmediatamente anuncia su pasión, su muerte y su resurrección, indicando así que su reino no es de este mundo, porque Jesús ha venido para alcanzar la salvación de todo el género humano. Pero la verdadera fidelidad a Dios suscita siempre oposición y rechazo, y esto explica por qué Jesús no fue comprendido y aceptado por sus discípulos, sugestionados por una espera mesiánica en la que el elemento espiritual quedaba si no suprimido, al menos mediatizado por reivindicaciones políticas. Como Mesías de Dios, Jesús reclama de nosotros una fidelidad al Padre y a su voluntad, como él mismo demostró con su vida y su muerte.


            No dejemos pasar sin más las palabras que Jesús ha utilizado hoy en el evangelio. Anuncia para sí la pasión y la cruz, sin buscar éxitos a nivel humano, a fin de que los hombres acepten la voluntad del Padre y vivan, como hijos de Dios, las exigencia del amor, de la verdad y de la justicia. Y a quienes quieren seguirle propone algo parecido: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. En nuestra sociedad secularizada, la pregunta de Jesús reclama más que nunca una respuesta personal para demostrar con la vida que aceptamos el Evangelio y que queremos vivirlo sin limitaciones. Por el bautismo hemos sido incorporados a Jesús. Esta realidad exige algo más que nuestra participación a determinados gestos religiosos. Reclama todo un modo de vivir y actuar. Preguntémonos pues sinceramente: ¿Quién es Jesús para mi? y tratemos de dar la respuesta precisa, aunque ello cueste. “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”.

11 de junio de 2016

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


       “¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer”. La Biblia no esconde que el mismo rey David, el amado y elegido de Dios, sucumbió a sus pasiones como muestra el episodio de la mujer de Urías que recuerda hoy la liturgia.  Son constantes las transgresiones que los humanos cometemos constantemente: en el desprecio de la vida humana, en la conculcación de la propiedad material e intelectual, en los ataques a la verdad y al prestigio, en el ámbito  de la sexualidad e incluso en la falta de respeto al mundo en que vivimos.           

Pero junto a la realidad del pecado, para nosotros creyentes, brilla con toda su fuerza la voluntad de Dios de salvar al hombre, de reconducirlo al perdón, a la esperanza, a la vida. Cuando el profeta reprocha a David su pecado y el rey no duda en reconocer: “He pecado contra el Señor”, Natán añade inmediatamente: “El Señor ha perdonado tu pecado”. Y este consolador mensaje se repite sin cesar, de modo que si el perdón no nos llega no es por culpa de Dios, sino por culpa nuestra, por no querer reconocer que nos hemos equivocado.

            Hoy Jesús propone de nuevo este mensaje de esperanza en el episodio de la cena en casa del fariseo Simón. Aquel hombre de moral severa y rígidas convicciones, ve con estupor como una mujer  irrumpe de pronto en la sala del banquete y se dirige directamente a Jesús. No dice nada, pero rompe a llorar. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús. Olvidándose de los presentes, se suelta la cabellera y se los seca. Besa una y otra vez aquellos pies y, abriendo un pequeño frasco que lleva, se los unge con perfume.        Simón contempla horrorizado los gestos de la mujer que sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y ungir con perfumes. Pero sobre todo le desconcierta la actitud serena de Jesús, su acogida y su ternura hacia esa desconocida. Y llega a la conclusión de que Jesús no puede ser un profeta de Dios.

            La perspectiva de Jesús es diferente. En el comportamiento que tanto escandaliza al moralista Simón, él sólo ve el amor y el agradecimiento enorme de una mujer que se sabe muy querida y perdonada por Dios. Por eso se deja tocar y querer por ella. Le ofrece el perdón de Dios. Le ayuda a descubrir dentro de sí misma una fe que la está salvando y le anima a vivir en paz. Jesús no es el representante de las normas sino el profeta de la compasión de Dios, que ha venido a buscar al descarriado, al enfermo.

            En nuestro mundo inquieto y angustiado, y sobre todo entre los que tratamos de seguir a Jesús, lo que hace falta no son maestros preparados que desprecien a los pecadores y descalifiquen a los profetas de la compasión de Dios. Necesitamos hombres y mujeres que sepan mirar a los marginados morales y materiales, a los desviados e indeseables, con ojos semejantes a los de Jesús cuando miraba a aquella mujer, que lloraba a sus pies. Dichosos los que están junto a ellos y ellas, sosteniendo su dignidad humana y despertando su fe en ese Dios que ama, entiende y perdona como nosotros no sabemos hacerlo.

San Pablo recuerda hoy: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.  Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Sólo desde una auténtica actitud de fe se puede aceptar a la vez la triste realidad del pecado, que abunda en nuestra existencia, y la consoladora seguridad de que siempre encontraremos en nuestro Dios el amor que perdona y salva sin cesar. Por esto debería ser objeto de una sincera reflexión la afirmación de Jesús en relación con la mujer que tiene a sus pies: “Sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor”. Y en consecuencia preguntarnos: ¿Como es mi forma de amar? ¿Amo a la manera del seguro y satisfecho fariseo, que se había dignado invitar a Jesús a su mesa pero despreciaba a aquella mujer, o más bien amamos como aquella que lloraba a los pies de Jesús? Cada uno de nosotros debería responder sinceramente desde lo más hondo del corazón.