11 de junio de 2016

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


       “¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer”. La Biblia no esconde que el mismo rey David, el amado y elegido de Dios, sucumbió a sus pasiones como muestra el episodio de la mujer de Urías que recuerda hoy la liturgia.  Son constantes las transgresiones que los humanos cometemos constantemente: en el desprecio de la vida humana, en la conculcación de la propiedad material e intelectual, en los ataques a la verdad y al prestigio, en el ámbito  de la sexualidad e incluso en la falta de respeto al mundo en que vivimos.           

Pero junto a la realidad del pecado, para nosotros creyentes, brilla con toda su fuerza la voluntad de Dios de salvar al hombre, de reconducirlo al perdón, a la esperanza, a la vida. Cuando el profeta reprocha a David su pecado y el rey no duda en reconocer: “He pecado contra el Señor”, Natán añade inmediatamente: “El Señor ha perdonado tu pecado”. Y este consolador mensaje se repite sin cesar, de modo que si el perdón no nos llega no es por culpa de Dios, sino por culpa nuestra, por no querer reconocer que nos hemos equivocado.

            Hoy Jesús propone de nuevo este mensaje de esperanza en el episodio de la cena en casa del fariseo Simón. Aquel hombre de moral severa y rígidas convicciones, ve con estupor como una mujer  irrumpe de pronto en la sala del banquete y se dirige directamente a Jesús. No dice nada, pero rompe a llorar. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús. Olvidándose de los presentes, se suelta la cabellera y se los seca. Besa una y otra vez aquellos pies y, abriendo un pequeño frasco que lleva, se los unge con perfume.        Simón contempla horrorizado los gestos de la mujer que sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y ungir con perfumes. Pero sobre todo le desconcierta la actitud serena de Jesús, su acogida y su ternura hacia esa desconocida. Y llega a la conclusión de que Jesús no puede ser un profeta de Dios.

            La perspectiva de Jesús es diferente. En el comportamiento que tanto escandaliza al moralista Simón, él sólo ve el amor y el agradecimiento enorme de una mujer que se sabe muy querida y perdonada por Dios. Por eso se deja tocar y querer por ella. Le ofrece el perdón de Dios. Le ayuda a descubrir dentro de sí misma una fe que la está salvando y le anima a vivir en paz. Jesús no es el representante de las normas sino el profeta de la compasión de Dios, que ha venido a buscar al descarriado, al enfermo.

            En nuestro mundo inquieto y angustiado, y sobre todo entre los que tratamos de seguir a Jesús, lo que hace falta no son maestros preparados que desprecien a los pecadores y descalifiquen a los profetas de la compasión de Dios. Necesitamos hombres y mujeres que sepan mirar a los marginados morales y materiales, a los desviados e indeseables, con ojos semejantes a los de Jesús cuando miraba a aquella mujer, que lloraba a sus pies. Dichosos los que están junto a ellos y ellas, sosteniendo su dignidad humana y despertando su fe en ese Dios que ama, entiende y perdona como nosotros no sabemos hacerlo.

San Pablo recuerda hoy: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.  Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Sólo desde una auténtica actitud de fe se puede aceptar a la vez la triste realidad del pecado, que abunda en nuestra existencia, y la consoladora seguridad de que siempre encontraremos en nuestro Dios el amor que perdona y salva sin cesar. Por esto debería ser objeto de una sincera reflexión la afirmación de Jesús en relación con la mujer que tiene a sus pies: “Sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor”. Y en consecuencia preguntarnos: ¿Como es mi forma de amar? ¿Amo a la manera del seguro y satisfecho fariseo, que se había dignado invitar a Jesús a su mesa pero despreciaba a aquella mujer, o más bien amamos como aquella que lloraba a los pies de Jesús? Cada uno de nosotros debería responder sinceramente desde lo más hondo del corazón.


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