“¿Por qué
has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal?
Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer”. La Biblia no
esconde que el mismo rey David, el amado y elegido de Dios, sucumbió a sus
pasiones como muestra el episodio de la mujer de Urías que recuerda hoy la
liturgia. Son constantes las
transgresiones que los humanos cometemos constantemente: en el desprecio de la
vida humana, en la conculcación de la propiedad material e intelectual, en los
ataques a la verdad y al prestigio, en el ámbito de la sexualidad e incluso en la falta de
respeto al mundo en que vivimos.
Pero
junto a la realidad del pecado, para nosotros creyentes, brilla con toda su fuerza
la voluntad de Dios de salvar al hombre, de reconducirlo al perdón, a la
esperanza, a la vida. Cuando el profeta reprocha a David su pecado y el rey no
duda en reconocer: “He pecado contra el Señor”, Natán añade inmediatamente: “El
Señor ha perdonado tu pecado”. Y este consolador mensaje se repite sin cesar,
de modo que si el perdón no nos llega no es por culpa de Dios, sino por culpa
nuestra, por no querer reconocer que nos hemos equivocado.
Hoy Jesús propone de nuevo este
mensaje de esperanza en el episodio de la cena en casa del fariseo Simón. Aquel
hombre de moral severa y rígidas convicciones, ve con estupor como una mujer irrumpe de pronto en la sala del banquete y
se dirige directamente a Jesús. No dice nada, pero rompe a llorar. Sus lágrimas
riegan los pies de Jesús. Olvidándose de los presentes, se suelta la cabellera
y se los seca. Besa una y otra vez aquellos pies y, abriendo un pequeño frasco
que lleva, se los unge con perfume. Simón contempla horrorizado
los gestos de la mujer que sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y ungir
con perfumes. Pero sobre todo le desconcierta la actitud serena de Jesús, su
acogida y su ternura hacia esa desconocida. Y llega a la conclusión de que
Jesús no puede ser un profeta de Dios.
La perspectiva de Jesús es
diferente. En el comportamiento que tanto escandaliza al moralista Simón, él
sólo ve el amor y el agradecimiento enorme de una mujer que se sabe muy querida
y perdonada por Dios. Por eso se deja tocar y querer por ella. Le ofrece el
perdón de Dios. Le ayuda a descubrir dentro de sí misma una fe que la está
salvando y le anima a vivir en paz. Jesús no es el representante de las normas
sino el profeta de la compasión de Dios, que ha venido a buscar al descarriado,
al enfermo.
En nuestro mundo inquieto y
angustiado, y sobre todo entre los que tratamos de seguir a Jesús, lo que hace
falta no son maestros preparados que desprecien a los pecadores y descalifiquen
a los profetas de la compasión de Dios. Necesitamos hombres y mujeres que sepan
mirar a los marginados morales y materiales, a los desviados e indeseables, con
ojos semejantes a los de Jesús cuando miraba a aquella mujer, que lloraba a sus
pies. Dichosos los que están junto a ellos y ellas, sosteniendo su dignidad
humana y despertando su fe en ese Dios que ama, entiende y perdona como
nosotros no sabemos hacerlo.
San Pablo recuerda hoy: “Estoy crucificado con
Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe
en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Sólo desde una
auténtica actitud de fe se puede aceptar a la vez la triste realidad del
pecado, que abunda en nuestra existencia, y la consoladora seguridad de que
siempre encontraremos en nuestro Dios el amor que perdona y salva sin cesar. Por
esto debería ser objeto de una sincera reflexión la afirmación de Jesús en
relación con la mujer que tiene a sus pies: “Sus muchos pecados están
perdonados porque tiene mucho amor”. Y en consecuencia preguntarnos: ¿Como es
mi forma de amar? ¿Amo a la manera del seguro y satisfecho fariseo, que se había
dignado invitar a Jesús a su mesa pero despreciaba a aquella mujer, o más bien amamos
como aquella que lloraba a los pies de Jesús? Cada uno de nosotros debería
responder sinceramente desde lo más hondo del corazón.
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