14 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS


“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros”. El evangelio evoca de nuevo el atardecer del día de Pascua, cuando Jesús se presentó en el cenaculo donde se hallaban reunidos por miedo de los judíos sus discípulos. El desánimo y la frustración que les había causado la pasión y muerte de Jesús, se transformó en alegría y gozo inenarrables al constatar que el Maestro vivía, que estaba de nuevo entre ellos. Jesús ha cumplido su misión y regresa al Padre, y, después de comunicar a los suyos su paz, la paz que sólo Dios puede dar y que es muy distinta de la que acostumbra a dar el mundo, encarga a quienes le han seguido la misma misión que el Padre le había encomendado, la de anunciar a los hombres que Dios ofrece el perdón de los pecados y que los perdona realmente.

            Hablar de perdón de los pecados no solamente no suscita excesivo interés, sino que puede parecer fuera de tono en una solemnidad como la de Pentecostés. Pero los evangelios insisten en que Jesús ha venido a buscar a los pecadores, no a los justos; que ha venido a reconciliar al hombre con Dios, a introducirlo en la amistad e intimidad con el Padre. La Escritura enseña que el hombre, desde el principio, no aceptó obedecer a Dios y quedó separado de su amistad. Para reparar esta situación, Dios ha mandado a su Hijo, a Jesús, para establecer el contacto y reanudar la amistad entre Dios y los hombres, y también para crear un nuevo tipo de relación entre los mismos hombres, al servicio de la verdad, de la justicia y del amor.

            Y como remedio para vencer al pecado, Jesús ofrece el don del Espíritu Santo, del mismo Espíritu de Dios, de aquel Espíritu que en la creación planeaba sobre las aguas para suscitar la vida en el universo; el Espíritu que, al llegar la plenitud de los tiempos, llevó a cabo en el seno de María la encarnación del Hijo de Dios, el hombre Jesús. Este mismo Espíritu de Dios transforma al hombre, lo purifica de sus pecados, lo hace hijo de Dios, lo convierte en templo viviente, y por el Espíritu, el mismo Dios gusta habitar en el hombre.

            Este don del Espíritu, que los discípulos recibieron en la tarde de Pascua, fue comunicado pública y solemnemente cincuenta días después, precisamente en la mañana del domingo de Pentecostés. Lucas recordaba en la primera lectura como la fuerza del Espíritu, en forma de lenguas de fuego, llenó a los discípulos de Jesús. Aquellos hombres débiles y temerosos que demostraron su pusilanimidad en el momento de la pasión, ahora, vigorizados por el Espíritu y superado todo temor humano, no dudan en lanzarse a predicar la buena nueva. El portento que Lucas insinúa como acaecido en la mañana de Pentecostés por obra del Espíritu, se ha hecho palpable en la construcción de la Iglesia, que hoy se extiende por todo el mundo, prueba indiscutible de la acción del Espíritu.


            Pero esta estructura que llamamos Iglesia y que detenta una real influencia en el mundo de los hombres sólo tiene sentido en la medida en que está animada por el Espíritu de Dios. San Pablo, en la segunda lectura, describía la Iglesia como el cuerpo de Cristo, es decir, la asamblea de los que creen en Jesús, de aquellos que han sabido abrir su corazón para acoger al Espíritu y se dejan guiar por él. En esta iglesia, en esta asamblea, reconocía el apóstol, hay diversidad de dones, de ministerios, de funciones. Toda esta variedad ha de servir para bien de todos, pero la razón última, el motor que mantiene viva esta realidad es el Espíritu de Dios. Y Pablo nos da como señal para que podamos reconocer la presencia del Espíritu precisamente el hecho de confesar que Jesús es el Señor, que es el Mesías enviado por el Padre para la salvación del mundo.


7 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO


¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”. San Lucas, al recordar la Ascensión de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles recuerda que los discípulos, cuando perdieron de vista a Jesús, se quedaron mirando al cielo, pero recibieron la amonestación de no quedarse en el pasado, sino abrirse a la realidad nueva que comienza. En efecto, la Ascensión de Jesús invita a vencer tanto la tentación de una nostalgia del pasado y la de una  idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de mantenerla. Desde ahora no podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. Por otra parte, la manifestación futura del reino y las características de su realización son un secreto que el Padre se ha reservado. A nosotros nos queda la tarea del presente, la de continuar anunciando con la vida y las palabras el misterio de  Jesús, ascendido al cielo y sentado a la derecha del Padre, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios nos ofrece.

            Cuando se trata de describir la realidad de la Ascensión de Jesús, san Lucas se muestra sobrio, ahorrando detalles que quizás podríamos desear. “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”, decía el texto de los Hechos de los Apóstoles. “Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo al cielo”, indicaba el evangelio. En realidad, lo que interesa al evangelista es lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, Lucas recuerda como Jesús se entretiene con sus discípulos, dándoles pruebas de que, a pesar de su muerte en cruz, está vivo. Les habla del reino de Dios, y les explica cómo las Escrituras anunciaban el misterio de su muerte y re-surrección y les prepara para la misión que les había encomendado. Su retorno al Padre comporta el término de su presencia tangible en medio de sus discípulos, pero la tristeza que causará la separación será compensada por la fuerza de lo alto con que han de ser revestidos, el don del Espíritu, el bautismo de fuego que han de recibir, para ser sus testigos y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a todos los hombres.

            Con la exaltación de Jesús a la derecha del Padre, terminado el tiempo de la visión, inicia el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la fe. Ahora, en efecto ya no vemos al Señor de forma visible, pero sabemos que Jesús continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo. Su anterior presencia, visible y familiar, se transforma en invisible y santificadora. Jesús está presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre, donde se proclama su Palabra, donde se celebran sus sacramentos, donde se ora al Padre en espíritu y verdad, donde se ejerce la caridad, donde hay fe y esperanza, donde se trabaje para construir un mundo más humano y justo. Cambia la modalidad de la presencia, pero no la realidad que es la misma, si bien sólo se percibe con los ojos de la fe.

            El mundo en el que vivimos, con sus alegrías y con sus dramas, con sus exigencias y sus problemas, focaliza la atención de todos, y parece que no queda margen para hablar del cielo. Decir que Jesús sube al cielo, no es una evasión, no es un alejarse de las preocupaciones reales de cada día, sino que es una forma de profesar nuestra fe, de afirmar que Él es Dios y está junto al Padre, y que nos aguarda para compartir con nosotros su vida y su gloria, en la medida en que nos comprometamos a trabajar, viviendo en la fidelidad al Evangelio, en la construcción de un mundo más humano y más justo.


30 de abril de 2016

DOMINGO VI DE PASCUA -Ciclo C-



    "Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”. Con estas palabras los responsables de la naciente Iglesia ponían término a un un problema serio que se había planteado con la evangelización de los no judíos y que encerraba serias consecuencias para el futuro del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre para salvar a la humanidad, había nacido en Israel, y había asumido las características de aquel pueblo. Jesús nació y vivió como judío y los valores culturales y religiosos de Israel jugaron un papel importante en su vida y  también en la actividad de sus primeros discípulos.

            Pero la fuerza del Evangelio empezó a propagarse entre los paganos, hubo quien pretendió imponer a los que se convertían del paganismo la práctica de la ley mosaica. De haber prevalecido esta pretensión el futuro de la Iglesia hubiera quedado hipotecado. La reunión de Jerusalén ratificó el abandono de costumbres y leyes judías, garantizando así la libertad cristiana. Así la Iglesia pudo cumplir la misión propia que se le había asignado para ofrecer a todos el don de la salvación.

            Este episodio de la historia cristiana debería initarnos a revisar nuestra mentalidad, para salvaguardar la verdadera libertad cristiana y saber dejar sin nostalgias cuanto pueda ser caduco por no ser esencial. No siempre se ha hecho así y la Iglesia ha sufrido por ello, al dar importancia a elementos accidentales, descuidando la esencia del mensaje de Jesús. Ésto puede ayudar a entender mejor lo que Jesús proclama con énfasis en el evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Estas palabras de Jesús son una magnífica aunque exigente definición del discípulo de Jesús. Los cristianos hemos sido escogidos para amar y para dar testimonio del mandamiento del amor en medio del mundo.

            Vivimos en un mundo en el cual reina el egoismo, el odio entre hermanos, las guerras que matan, las violencias que desgarran, el hambre que destroza tantas vidas, las enfermedades que desfiguran cuerpos y almas, y tantas y tantas injusticias que provocan lágrimas y sufrimientos innecesarios. A lo largo de la historia, los cristianos a menudo hemos olvidado la misión que nos ha sido confiada de ser heraldos del amor. Muchas veces, por defender ciertos modos de opinar, por querer que los demás sigan nuestra propia interpretación del evangelio, hemos conculcado el precepto del amor, hemos elevado murallas que separan en lugar de remover obstáculos y crear espacios abiertos, en los que, fundamentados en la verdad y el amor, podamos trabajar todos juntos para llegar a la unidad del espíritu en el vínculo de la paz.

            Ser heraldos del amor de Jesús es un ideal exigente pero no imposible, en cuanto contamos con el Espíritu de Jesús que se nos da como don. “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”, dice Jesús. Encontramos a veces personas quemadas por las dificultades de la vida, que se sienten incapaces de esperar, que se resisten a creer que quede aún la posibilidad de algo nuevo, positivo. Hemos de vencer nuestra desconfianza y apostar por ser cristianos y por lo tanto de seguir el camino que Jesús nos ha señalado, de asumir las exigencias del bautismo que hemos recibido, de dejarnos guiar por el Espíritu que puede enseñárnoslo todo y recordarnos todo lo que Jesús predicó y prometió. La paz que Jesús nos ofrece nos asegura la fuerza para ser testigos del verdadero amor entre los hombres nuestros hermanos, para vivir en toda su plenitud y significado la libertad con que Jesús nos ha libertado con su muerte y su ressurrección.