24 de diciembre de 2015

SANTA NAVIDAD DEL SEÑOR

       

            “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre”. Para explicar de alguna manera el objeto de la celebración de la Navidad de Jesús, hemos escuchado la página que Juan, el discípulo amado, compuso como prólogo de su evangelio. Empieza remontándose a antes del comienzo de los tiempos, para afirmar que  la Palabra existía desde el principio, que esta Palabra ha existido siempre, que Palabra está junto a Dios, porqué es Dios. A continuación, Juan dice que aquella Palabra ha descendido hasta hacerse carne, o mejor para entenderlo más claramente, se hizo hombre como nosotros. Y utiliza una imagen muy gráfica para gente que vivía en el desierto o en la estepa, que acompañaba a sus ganados en la búsqueda de pastos, pero que dice bien poco a los hombres de la era espacial: “acampó entre nosotros, plantó su tienda entre nosotros”.

            Indudablemente estamos en el ámbito de la fe. Creer es asumir lo que se nos propone aunque no se acabe de ver claro, pues si se viese claro ya no sería fe. Hemos de creer pues lo que nos dice Juan y entender que sus palabras intentan darnos unas coordenadas para entender mejor nuestra existencia. Porque la aventura de esa Palabra no es algo que interese sólo a ella, pues estaba junto a Dios, y por medio de ella se hizo todo lo que existe, porque en ella había vida y la vida era luz para los hombres. Con otras palabras, la realidad que llamamos universo depende de esa Palabra, pues ella fue que la creó, la iluminó, le dio vida.

            Per Juan sigue con su exposición que adquiere un tinte dramático al afirmar que ha existido, existe y existirá una de confrontación entre esta Palabra y los hombres a los cuales iba dirigida: “Al mundo vino y en el mundo estaba y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron”. Israel profesaba devoción a la Escritura y esperaba ardientemente al Mesías, pero cuando llegó no lo recibieron. El Mesías que se les presentó no encajaba en el proyecto que se había hecho, lo que provocó el rechazo. Aún hoy, son legión en el mundo los que o no han oído hablar de la Palabra, o no han querido acogerla, o la han combatido, o, simplemente, quieren ignorarla, porque sus exigencias molestan, son incómodas. Estamos ante el problema siempre actual de la fe y de la incredulidad, de la aceptación y del rechazo.

            El mismo evangelista deja abierta la posibilidad de que algunos, que de hecho han sido muchos a lo largo de los siglos, han recibido esta Palabra, se han abierto a ella, y así han recibido el poder de ser hijos de Dios, en la medida en que creen en su nombre. Estas reflexiones del evangelista invitan a plantearnos la realidad de nuestra fe cristiana. Creer en Cristo no quiere decir simplemente repetir con los labios el símbolo de la fe, manifestar oralmente que aceptamos determinadas verdades o dogmas, participar al menos externamente en actos y celebraciones. Creer en la Palabra significa abrir nuestro corazón al mensaje que nos ofrece, dejar nuestros planteamientos egoístas y ambiciosos para acoger la ley del amor que es, en resumen, el contenido fundamental del evangelio de Jesús.

            Si la Palabra ha acampado entre nosotros, si Dios ha querido hacerse hombre es para enseñarnos a valorar lo que significa ser hombre, lo que representa cada hombre de cualquier raza, lengua, pueblo, cultura o mentalidad. La Navidad que celebramos ha de hacernos más sensibles al hermano que tenemos al lado. Es con nuestro amor, con nuestra dedicación al prójimo que llevaremos a cabo la labor evangelizadora que Jesús ha venido a iniciar en este mundo. Queda mucho por hacer, pero si todos nos apuntamos con decisión y entusiasmo, el Señor continuará haciendo maravillas.

OS ANUNCIO UNA GRAN ALEGRÍA

          

            “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”. Estas palabras del profeta Isaías trataban de reanimar la esperanza del pueblo, abrumado por la amenaza de Asiria, que anunciaba muerte y destrucción. Pero Dios, por medio de su profeta anuncia un mensaje de esperanza, el nacimiento de un niño que se sentará sobre el trono de David y traerá la justicia, el derecho y una paz sin límites. Aunque las palabras del oráculo se referían, en primer término, a la figura del rey Ezequías, que pudo mantener su reino sin caer en manos asirias, la tradición del pueblo judío primero y la Iglesia cristiana después, han visto en este oráculo un anuncio de la llegada de la salvación divina que vendría de mano de un descendiente de David, que se ha identificado con el Mesías esperado, para nosotros Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, nacido de la Virgen María.

            Lo que el profeta anunciaba para un futuro lejano, san Lucas lo ha descrito en el evangelio como realizado. Mientras las tinieblas de la noche cubrían la tierra, una luz que viene de Dios acompaña el anuncio del nacimiento del Hijo de María, que es el Salvador, el Mesías, el Señor. La contemplación del Nacimiento de Jesús en Belén, acogido por María y José, cantado por los ángeles, adorado por los pastores, puede convertirse para nosotros en evasión, olvidando, aunque sea por unos momentos, la realidad concreta de cada día, con sus penas y trabajos, con sus esperanzas y sus desilusiones. Celebrar la Navidad del Señor  ha de abrirnos para aceptar en todas sus consecuencias el don de Dios que hoy hace a los hombres: su Hijo único, que ha asumido nuestra naturaleza humana.

            En efecto, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha querido ser uno de nosotros, para hacer suyo todo lo que supone la vida humana, sin excluir ni el sufrimiento ni la muerte. Y se ha hecho hombre para manifestarnos el amor con el que Dios ama a todos los hombres y con el que debemos amarnos unos a otros. La celebración de la Navidad nos invita a entender este amor de Dios, que es don y servicio orientado al bien de la humanidad, para obtener la liberación de toda suerte de esclavitud, para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, para formar lo que llamamos el Reino de Dios, esta fraternidad universal en la que los hombres puedan vivir según la voluntad de Dios.

            Pero la luz y la alegría de la Navidad no deben ni pueden impedirnos constatar que vivimos en un mundo que está muy lejos de ser el paraiso que los profetas anunciaban junto con la salvación de Dios. Para nosotros, cristianos, Jesús, el Mesías, nació hace dos mil años y predicó un evangelio de amor, justicia y paz. Pero nuestro mundo  está dominado por la injusticia y la ambición, que generan diferencia de clases, odio, guerra, violencia. Los responsables de los pueblos trabajan para ofrecer un ambiente de bienestar y tranquilidad, pero a veces no nos damos cuenta que este esfuerzo tiene un precio sumamente alto, pues muchas personas quedan reducidas a la miseria, y a penas pueden subsistir.


            Celebrar la Navidad para nosotros, creyentes en Jesús, ha de significar entender el inmenso amor que Dios siente por los hombres y que lo ha demostrado haciéndose hombre a su vez.         Es en este sentido  hemos de interpretar las palabras de san Pablo cuando invita a renunciar a una vida de impiedad, a una vida sin religión, a una vida en la que la fe o queda marginada o incluso suprimida. Como remedio propone llevar una vida sobria, una vida honrada, y una vida de piedad para mantener viva nuestra rela-ción con Dios. Con esta  actitud podremos esperar la gloriosa aparición de nuestro Señor Jesucristo, cuando llegue al final de nuestra existencia, aparición de la que es anuncio y prenda la celebración de esta noche. Despertemos pues a una vida nueva, abramos nuestro es-píritu a la esperanza, dejándonos salvar por Jesús.

22 de diciembre de 2015

“Todos verán la salvación de Dios”


Juan recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. ¡Y toda carne verá la salvación de Dios!” (Lc 3, 1-6)
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        Hora es ya de que consideremos el tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era francamente insignificante y, al crecer la maldad, se había enfriado el fervor de la caridad.

Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.
          Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se acerca.
           No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.

         Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres.

"Que en este adviento, mientras esperamos y preparamos el retorno definitivo del Hijo de Dios, cambiemos nuestras amarguras en gozo y alegría, auténticos frutos de la justicia y el amor"

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 (San Bernardo de Claraval, Sermón 1 en el Adviento del Señor (9-10: Opera omnia, edit. Cist. 4, 1966, 167-169)