22 de diciembre de 2015

“Todos verán la salvación de Dios”


Juan recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. ¡Y toda carne verá la salvación de Dios!” (Lc 3, 1-6)
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        Hora es ya de que consideremos el tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era francamente insignificante y, al crecer la maldad, se había enfriado el fervor de la caridad.

Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.
          Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se acerca.
           No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.

         Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres.

"Que en este adviento, mientras esperamos y preparamos el retorno definitivo del Hijo de Dios, cambiemos nuestras amarguras en gozo y alegría, auténticos frutos de la justicia y el amor"

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 (San Bernardo de Claraval, Sermón 1 en el Adviento del Señor (9-10: Opera omnia, edit. Cist. 4, 1966, 167-169)

19 de diciembre de 2015

DOMINGO IV DE ADVIENTO - Ciclo C)


            “Tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel, y éste será nuestra paz”. En este cuarto domingo de adviento, el oráculo del profeta Miqueas invita a evocar la realidad del nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre en el portal de Belen. El oráculo del profeta iba dirigido a los habitantes del reino de Judá que atravesaba un período de decadencia moral, en el que la justicia y el derecho eran conculcadas habitualmente, y el mismo rey, descendiente de David, había prevaricado. Dios manda a su profeta para que advierta que está por llegar el día del Señor, es decir el día de juicio en el que Dios mismo pedirá cuentas de los desmanes de su pueblo. Pero junto a la gravedad del mensaje aparece una nota de esperanza, cuando el profeta señala que de Belén, del mismo lugar de donde salió David, Dios mismo suscitará un nuevo rey, cuya misión será pastorear a los suyos asegurando la paz y la tranquilidad para todos. Este caudillo dará comienzo a una nueva era y pondrá fin a la enemistad de los hombres con Dios y él mismo será la paz.

            La visita de María a Isabel, que ha evocado el evangelio, recuerda cómo Dios llevó a cumplimiento la promesa anunciada por Miqueas. María recibió el mensaje del ángel, comunicándole que había sido escogida para ser la Madre del enviado de Dios. Llevando en si la Palabra hecha carne, se siente impulsada por la caridad de Dios y corre al encuentro de su pariente Isabel, que también espera un hijo. El primer efecto de la caridad divina cuando invade a una persona es hacerle sentir la necesidad de comunicar la palabra de gracia recibida. María lo ha entendido perfectamente. Por eso le falta tiempo para acercarse a Isabel. Y del mismo modo que María, lo ha entendido también la Iglesia que, a lo largo de la historia ha sido consciente de que su primer deber es manifestar el amor de Dios recibido evangelizando a los hombres, sin distinción de raza, lengua o cultura.

            En el viaje de María hacia la casa de Isabel, el Hijo de Dios hace su primer viaje misionero para comunicar a los hombres la fuerza que posee, el mismo Espíritu de Dios. Cuando María llega a la casa de Isabel, el Espíritu hace saltar de alegría a Juan en el seno de su madre. Jesús, desde María, comunica su gracia y su Espíritu al que ha de ser su precursor. Juan exulta y transmite a su madre el don recibido. De ahí el grito de Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Es el alba de la redención: Dios visita a su pueblo para estar con él, dispuesto a borrar cuanto de pecado y de error puede impedir esta comunión de vida y de esperanza. El Espíritu hace percibir la Venida del Señor, Juan se alegra, Isabel bendice, María es ensalzada, ella que es la que ha creído en la potente palabra de Dios.

            Completando este mensaje, en la segunda lectura, el autor de la carta a los Hebreos habla de la entrada en el mundo del Hijo de Dios hecho hijo de María. Sin entrar en detalles de esta venida, apunta directamente a la consumación de la redención. Poniendo en labios de Jesús un fragmento del salmo 39, deja comprender su vivencia espiritual: “Me has preparado un cuerpo, y dado que no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias, aquí estoy, Oh Dios para hacer tu voluntad”. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre en María, ha venido al mundo para cumplir la voluntad del Padre y ofrecerse libremente por su amor para reparar el error del primer hombre. De este modo, mediante su obediencia, obtuvo la salvación para quienes, por la desobediencia de uno solo, estaban apartados de Dios.

            La celebración de la próxima Navidad de Jesús, que despierta  entrañables sentimientos, ha de llevarnos a tener presente que él ha aceptado nacer para asumir libremente su total entrega que tendrá lugar en el Calvario, el Viernes Santo, cuando desde la cruz entregará su espíritu. Jesús desde su nacimiento invita a tomar en serio su vida y su obra, que es la salvación, la redención de todos los hombres.



12 de diciembre de 2015

III DOMINGO DE ADVIENTO (ciclo C)



        “Estad siempre alegres en el Señor”. Hoy, la liturgia invita a vivir en la alegría, pero si miramos el panorama de nuestro mundo veremos que abundan las violencias, las muertes, las guerras, los terrorismos, las hambres, las injusticias, los odios, los egoísmos, y en consecuencia cabe preguntarse si posible vivir alegres en medio de toda esta realidad. Pero la alegría cristiana no es una alegría vacía o superficial, sino que es un gozo fundamentado en la cercanía del Señor que ofrece sin césar su presencia, activa y salvadora. 

En la primera lectura el profeta Sofonías, que vivió en años difíciles para Israel, interpreta las calamidades de aquel momento como un castigo por los pecados del pueblo, pero al mismo tiempo está convencido que el amor que Dios le tiene supera infinitamente cuanto puedan merecer los pecados cometidos y se siente impulsado a invitar  a mantener la alegría confiando en lo que Dios hará con los suyos. Por esto el profeta repite incansable, dirigiéndose a su pueblo: “No temas, no desfallezcas, regocíjate, grita de júbilo, gózate de todo corazón”.

En esta misma linea, San Pablo, en la segunda lectura, repite la invitación a estar alegres porque el Señor está cerca. El apóstol, consciente de la realidad de la vida cotidiana, ansía la llegada del Señor que viene y quiere todos participen de la misma esperanza. La llegada del Señor, la inminencia de su venida es para Pablo un motivo de alegría. La alegría que anuncia y recomienda es el resultado de una dedicación serena y decidida al servicio del Señor. Las preocupaciones que la vida lleva consigo no han de ser obstáculo para esta alegría. 

El evangelio evoca de nuevo de la figura de Juan el Bautista, el precursor del Señor. Juan propone un bautismo de agua como expresión de la voluntad de preparar el camino al Señor que viene, de disponer los corazones de los hombres para que puedan acoger a aquel que bautizará con Espíritu Santo y fuego. El juicio que Juan anuncia  ha de entenderse como una posibilidad de acoger la salvación, más que como una amenaza de condenación. La predicación de Juan repite la doctrina acerca de la conversión verdadera que había sido señalada ya por los profetas: la necesidad de dejar el culto de los dioses falsos, sean los que sean, respetar al prójimo y procurar hacer todo el bien posible. 

De este programa no se excluye a nadie, como tampoco ninguna situación humana o profesional puede ser un obstáculo para acoger el mensaje de renovación. Por esto los que escuchan al Precursor, tanto personas normales, como recaudadores de impuestos o soldados, categorías que en aquella época eran cordialmente despreciadas, se acercan a él, y, convencidos de la necesidad de prepararse a lo que el Precursos anunciaba, le preguntan: “¿Qué hemos de hacer nosotros?”. La llamada a la conversión no es una propuesta para huir de nuestro mundo, sino para estar en él de manera nueva, es decir, se trata de una invitación a actuar de otro modo, de hacer mejor lo que se hace habitualmente. Lo más importante no es saber a ciencia cierta lo que hay que hacer para cambiar, sino el sentir en el fondo de nosotros mismos la inquietud de que hay que hacer algo, que no podemos seguir como hasta ahora.

Las palabras del Precursor al anunciar el inminente juicio de Dios aparecen teñidas de una seriedad, que contrasta con la insistente invitación a la alegría de las dos primeras lecturas. Si prestamos atención a estos textos podremos darnos cuenta que el discurso sobre el juicio descansa sobre la misma convicción que anima al profeta Sofonías y al apóstol Pablo a proclamar la necesidad de dejarnos llenar el corazón y los labios de gozo y júbilo: Dios viene a nosotros, más aún, está en medio de nosotros para proponernos un mensaje de salvación, que si lo aceptamos con generosidad, nos permitirá gozar para siempre de la verdadera e inextinguible alegría.
Oración 

       Mira, Señor, a tu pueblo que espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo, y concédele celebrar el gran misterio de nuestra salvación con un corazón nuevo y una inmensa alegría. Amén