19 de diciembre de 2015

DOMINGO IV DE ADVIENTO - Ciclo C)


            “Tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel, y éste será nuestra paz”. En este cuarto domingo de adviento, el oráculo del profeta Miqueas invita a evocar la realidad del nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre en el portal de Belen. El oráculo del profeta iba dirigido a los habitantes del reino de Judá que atravesaba un período de decadencia moral, en el que la justicia y el derecho eran conculcadas habitualmente, y el mismo rey, descendiente de David, había prevaricado. Dios manda a su profeta para que advierta que está por llegar el día del Señor, es decir el día de juicio en el que Dios mismo pedirá cuentas de los desmanes de su pueblo. Pero junto a la gravedad del mensaje aparece una nota de esperanza, cuando el profeta señala que de Belén, del mismo lugar de donde salió David, Dios mismo suscitará un nuevo rey, cuya misión será pastorear a los suyos asegurando la paz y la tranquilidad para todos. Este caudillo dará comienzo a una nueva era y pondrá fin a la enemistad de los hombres con Dios y él mismo será la paz.

            La visita de María a Isabel, que ha evocado el evangelio, recuerda cómo Dios llevó a cumplimiento la promesa anunciada por Miqueas. María recibió el mensaje del ángel, comunicándole que había sido escogida para ser la Madre del enviado de Dios. Llevando en si la Palabra hecha carne, se siente impulsada por la caridad de Dios y corre al encuentro de su pariente Isabel, que también espera un hijo. El primer efecto de la caridad divina cuando invade a una persona es hacerle sentir la necesidad de comunicar la palabra de gracia recibida. María lo ha entendido perfectamente. Por eso le falta tiempo para acercarse a Isabel. Y del mismo modo que María, lo ha entendido también la Iglesia que, a lo largo de la historia ha sido consciente de que su primer deber es manifestar el amor de Dios recibido evangelizando a los hombres, sin distinción de raza, lengua o cultura.

            En el viaje de María hacia la casa de Isabel, el Hijo de Dios hace su primer viaje misionero para comunicar a los hombres la fuerza que posee, el mismo Espíritu de Dios. Cuando María llega a la casa de Isabel, el Espíritu hace saltar de alegría a Juan en el seno de su madre. Jesús, desde María, comunica su gracia y su Espíritu al que ha de ser su precursor. Juan exulta y transmite a su madre el don recibido. De ahí el grito de Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Es el alba de la redención: Dios visita a su pueblo para estar con él, dispuesto a borrar cuanto de pecado y de error puede impedir esta comunión de vida y de esperanza. El Espíritu hace percibir la Venida del Señor, Juan se alegra, Isabel bendice, María es ensalzada, ella que es la que ha creído en la potente palabra de Dios.

            Completando este mensaje, en la segunda lectura, el autor de la carta a los Hebreos habla de la entrada en el mundo del Hijo de Dios hecho hijo de María. Sin entrar en detalles de esta venida, apunta directamente a la consumación de la redención. Poniendo en labios de Jesús un fragmento del salmo 39, deja comprender su vivencia espiritual: “Me has preparado un cuerpo, y dado que no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias, aquí estoy, Oh Dios para hacer tu voluntad”. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre en María, ha venido al mundo para cumplir la voluntad del Padre y ofrecerse libremente por su amor para reparar el error del primer hombre. De este modo, mediante su obediencia, obtuvo la salvación para quienes, por la desobediencia de uno solo, estaban apartados de Dios.

            La celebración de la próxima Navidad de Jesús, que despierta  entrañables sentimientos, ha de llevarnos a tener presente que él ha aceptado nacer para asumir libremente su total entrega que tendrá lugar en el Calvario, el Viernes Santo, cuando desde la cruz entregará su espíritu. Jesús desde su nacimiento invita a tomar en serio su vida y su obra, que es la salvación, la redención de todos los hombres.



12 de diciembre de 2015

III DOMINGO DE ADVIENTO (ciclo C)



        “Estad siempre alegres en el Señor”. Hoy, la liturgia invita a vivir en la alegría, pero si miramos el panorama de nuestro mundo veremos que abundan las violencias, las muertes, las guerras, los terrorismos, las hambres, las injusticias, los odios, los egoísmos, y en consecuencia cabe preguntarse si posible vivir alegres en medio de toda esta realidad. Pero la alegría cristiana no es una alegría vacía o superficial, sino que es un gozo fundamentado en la cercanía del Señor que ofrece sin césar su presencia, activa y salvadora. 

En la primera lectura el profeta Sofonías, que vivió en años difíciles para Israel, interpreta las calamidades de aquel momento como un castigo por los pecados del pueblo, pero al mismo tiempo está convencido que el amor que Dios le tiene supera infinitamente cuanto puedan merecer los pecados cometidos y se siente impulsado a invitar  a mantener la alegría confiando en lo que Dios hará con los suyos. Por esto el profeta repite incansable, dirigiéndose a su pueblo: “No temas, no desfallezcas, regocíjate, grita de júbilo, gózate de todo corazón”.

En esta misma linea, San Pablo, en la segunda lectura, repite la invitación a estar alegres porque el Señor está cerca. El apóstol, consciente de la realidad de la vida cotidiana, ansía la llegada del Señor que viene y quiere todos participen de la misma esperanza. La llegada del Señor, la inminencia de su venida es para Pablo un motivo de alegría. La alegría que anuncia y recomienda es el resultado de una dedicación serena y decidida al servicio del Señor. Las preocupaciones que la vida lleva consigo no han de ser obstáculo para esta alegría. 

El evangelio evoca de nuevo de la figura de Juan el Bautista, el precursor del Señor. Juan propone un bautismo de agua como expresión de la voluntad de preparar el camino al Señor que viene, de disponer los corazones de los hombres para que puedan acoger a aquel que bautizará con Espíritu Santo y fuego. El juicio que Juan anuncia  ha de entenderse como una posibilidad de acoger la salvación, más que como una amenaza de condenación. La predicación de Juan repite la doctrina acerca de la conversión verdadera que había sido señalada ya por los profetas: la necesidad de dejar el culto de los dioses falsos, sean los que sean, respetar al prójimo y procurar hacer todo el bien posible. 

De este programa no se excluye a nadie, como tampoco ninguna situación humana o profesional puede ser un obstáculo para acoger el mensaje de renovación. Por esto los que escuchan al Precursor, tanto personas normales, como recaudadores de impuestos o soldados, categorías que en aquella época eran cordialmente despreciadas, se acercan a él, y, convencidos de la necesidad de prepararse a lo que el Precursos anunciaba, le preguntan: “¿Qué hemos de hacer nosotros?”. La llamada a la conversión no es una propuesta para huir de nuestro mundo, sino para estar en él de manera nueva, es decir, se trata de una invitación a actuar de otro modo, de hacer mejor lo que se hace habitualmente. Lo más importante no es saber a ciencia cierta lo que hay que hacer para cambiar, sino el sentir en el fondo de nosotros mismos la inquietud de que hay que hacer algo, que no podemos seguir como hasta ahora.

Las palabras del Precursor al anunciar el inminente juicio de Dios aparecen teñidas de una seriedad, que contrasta con la insistente invitación a la alegría de las dos primeras lecturas. Si prestamos atención a estos textos podremos darnos cuenta que el discurso sobre el juicio descansa sobre la misma convicción que anima al profeta Sofonías y al apóstol Pablo a proclamar la necesidad de dejarnos llenar el corazón y los labios de gozo y júbilo: Dios viene a nosotros, más aún, está en medio de nosotros para proponernos un mensaje de salvación, que si lo aceptamos con generosidad, nos permitirá gozar para siempre de la verdadera e inextinguible alegría.
Oración 

       Mira, Señor, a tu pueblo que espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo, y concédele celebrar el gran misterio de nuestra salvación con un corazón nuevo y una inmensa alegría. Amén



9 de diciembre de 2015

VENDRÁ A NOSOTROS LA PALABRA DE DIOS


           Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquellas son invisibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad.
        Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo.
       Y para que nadie piense que es pura invención lo que estamos diciendo de esta venida intermedia, oídle a él mismo: El que me ama —nos dice— guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él. He leído en otra parte: El que teme a Dios obrará el bien; pero pienso que se dice algo más del que ama, porque éste guardará su palabra. ¿Y dónde va a guardarla? En el corazón, sin duda alguna, como dice el profeta: En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti.
        Así es cómo has de cumplir la palabra de Dios, porque son dichosos los que la cumplen. Es como si la palabra de Dios tuviera que pasar a las entrañas de tu alma, a tus afectos y a tu conducta. Haz del bien tu comida, y tu alma disfrutará con este alimento sustancioso. Y no te olvides de comer tu pan, no sea que tu corazón se vuelva árido: por el contrario, que tu alma rebose completamente satisfecha.
         Si es así como guardas la palabra de Dios, no cabe duda que ella te guardará a ti. El Hijo vendrá a ti en compañía del Padre, vendrá el gran Profeta, que renovará Jerusalén, el que lo hace todo nuevo. Tal será la eficacia de esta venida, que nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Y así como el viejo Adán se difundió por toda la humanidad y ocupó al hombre entero, así es ahora preciso que Cristo lo posea todo, porque él lo creó todo, lo redimió todo, y lo glorificará todo.
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De los sermones de san Bernardo (Sermón 5, 1-3: Opera omnia, 4, 188)