12 de septiembre de 2015

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
 Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo». 
          “Por propia iniciativa, Dios, el Padre de los astros, con la Palabra de la verdad nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas”. Así concibe el apóstol Santiago la realidad de la persona humana. En efecto, todo hombre y toda mujer son criaturas de Dios, la obra de su amor, hasta el punto que san Ireneo no dudó en afirmar: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. Dios, una vez realizada la creación, no se ha desentendido de la humanidad ni la ha abandonado sin más a su suerte, dejándola como juguete indefenso en manos de un destino ciego y a veces cruel. Es una verdad  recordada repetidamente a lo largo de la Escritura que Dios llama al hombre por su nombre, es decir individualmente, en su circunstancia concreta, no simplemente como uno más de un montón amorfo e indiferenciado. Dios invita a los humanos a llevar a cabo un papel concreto en esta realidad que es la vida sobre la tierra y  ofrece cuanto necesitamos para no perdernos en los meandros de la existencia. Por eso, Santiago insiste: “Aceptad dócilmente la palabra que ha sido implantada y es capaz de salvaros”. Esta misma palabra que nos engendró permanece en nosotros como semilla de vida, pero no actúa de modo mágico, mecánicamente, sino que es fuerza de vida, de salvacion en la medida en que la aceptemos, y colaboremos con ella, permitiéndole ser luz y guía, alimento y sostén. “Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañandoos a vosotros mismos”, continua diciendo el apóstol, advirtiéndonos del peligro que nos acecha de no traducir en comportamiento lo que la palabra pueda insinuar.
          En la primera lectura, en un pasaje del libro del Deuteronomio, Moisés recordaba cómo Dios ha dado a su pueblo mandatos y preceptos. Para muchos resulta difícil compaginar la imagen de un Dios creador, justo y bueno, con la de un Dios legislador que se entretiene en inventar normas y prescripciones que pueden dar la impresión de coartar el gran don de la libertad. La dificultad para aceptar al Dios legislador nace de la no aceptación por parte del hombre de su condición de criatura. La enseñanza de la revelación contenida en la Sagrada Escritura dice que Dios es creador, hacedor de todo, y en consecuencia nosotros somos criaturas. Pero la misma Escritura recuerda también y desde sus primeras páginas que al hombre siempre le ha costado obedecer y que se rebeló contra el primer mandato que se le impuso: así comió del árbol prohibido porque una voz le repetía que desobedeciendo sería como Dios, no dependería de nadie ni de nada. Y la Escritura concluye que esta trágica ilusión termina en el drama de la muerte de la que nadie puede escapar.

          Los preceptos, normas, leyes o mandatos que puede dar Dios no son una falta de respeto a la personalidad del hombre, sino indicaciones que enseñan cómo evitar el mal, construir la vida, y hacer del mundo un espacio habitable, cimentado en el respeto mutuo, en la verdad, en la justicia y en el amor. Porque, como Jesús advierte en el evangelio de hoy, el peligro no viene de fuera, acecha dentro de nosotros mismos: “Dentro del corazón del hombre nacen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”. No sería justo deducir de estas palabras de Jesús que todo sea negativo en nuestra realidad, sino que, al constatar simplemente los límites del hombre, al mismo tiempo afirma que ha venido para ayudarle y hacerle salir a flote, para iniciar así un cambio de ruta que aleje de la muerte y conduzca a la vida. Por eso conviene estar atentos a la Palabra que se nos comunica y que puede salvarnos.


          Pero Jesús advierte de otro peligro que acecha: “Dejáis a un lado los mandamientos de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Lo que Dios propone es principio de vida, mientras que los mandamientos de los hombres, aunque aparezcan como signo de libertad, a la larga esclavizan, no ayudan al hombre a crecer humana y espiritualmente. Las lecturas de este domingo invitan a abrirnos a la Palabra de Dios, a comportarnos en la vida según su voluntad, demostrando con nuestro obrar la fe que arde en nuestro interior: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es visitar a los atribulados y no mancharse las manos con este mundo”. Como dice la Escritura: “Observa los mandamientos y vivirás”.

7 de septiembre de 2015

BEATO COLUMBA MARMIÓN (Monje benedictino) 2ª Parte


 Abadía de Maredsous

.         LA LITURGIA

Después de la Primera Guerra Mundial, el Movimiento Litúrgico se irá imponiendo en las comunidades benedictinas de Bélgica. Su origen viene ya de fines del 1909, donde a raíz del Congreso Católico de Malinas, la liturgia se quiere llevar a las parroquias, al clero, al pueblo en general y que no permanezca encajonada sólo en los monasterios.
Dom Columba había abandonado Mont Caesar, justo en el momento en el que el monasterio tenía a su cargo la tarea de llevar la liturgia a los fieles y a la vez, elevar su investigación a niveles cada vez más altos. Contribuyó de forma admirable en el primer Congreso Litúrgico de la historia, y comenzó a editar la revista Questions Liturgiques.
Marmion contribuyó a esta renovación con su doctrina bíblico-litúrgica. Permitió que en 1912, se celebrase en Maredsous una Semana Litúrgica, siendo él quien la abrió con una conferencia de corte teológico-litúrgico, titulada: El Simbolismo en los dos Testamentos. En esta alocución advertía del peligro de derivar la liturgia a un espiritualismo exagerado o a un racionalismo estéril.
Su apoyo al Movimiento fue sobre todo, centrando su acción litúrgico-espiritual a las almas consagradas. Decía: “Si los hijos de San Benito toman a pecho el Movimiento Litúrgico se debe no sólo a que, a fuerza de religiosos fieles a la misión de su orden, continúan una tradición catorce veces secular, sino también a que, en cuanto hijos amantísimos de la Santa Iglesia, se afanan por secundar, a su manera, lo deseos de su Madre”. Dom Columba, los domingos y las fiestas, hablaba a sus monjes, y el núcleo del tema, lo sacaba de los Misterios litúrgicos, de la Palabra de Dios que se había proclamado en la liturgia, de la Liturgia de las Horas…, y como es natural en él, dentro de un cristocentrismo troncal. En la liturgia es donde descubre más intensamente su propia experiencia de Dios en Jesucristo. Basta meditar su obra “Jesucristo en sus Misterios”, para descubrir su amor y dedicación a la liturgia. Dom Columba encuentra a Cristo vivo en Su Iglesia, especialmente durante la celebración litúrgica, y es de ahí de donde nace su amor Oficio Divino –al Opus Dei-, al que dedica dos capítulos en “Jesucristo, ideal del monje” (capítulos XIII y XIV), y donde explica que la liturgia dimana de Jesucristo que al unirse a Su Esposa, la Iglesia, le concede el don de poder alabar al Padre, es decir, es el mismo Cristo el que adora a Dios Padre a través de los labios de la Iglesia. Pero nosotros no sabemos orar como conviene, y es el Espíritu de Jesús el que ora en nosotros con “gemidos inenarrables”[1]. En el Oficio Litúrgico todo es inspirado por Él, todo es compuesto bajo Su impulso. La Iglesia, es guiada por el Espíritu Santo que nos conduce a Cristo, Cristo nos lleva al Padre y nos hace agradables a Él. Por tanto, este es el camino más seguro para permanecer en la unión con Jesucristo y caminar hacia Dios[2].
Dom Columba, al vivir la liturgia dentro del claustro benedictino, descubrió los valores doctrinales que contienen los textos litúrgicos. La lex orandi (la norma de la oración) se hizo para él no solamente la lex credendi (la norma de la fe), sino también la lex vivendi (la norma de vida).
Dom Columba reconoce que el primado de la liturgia en la Orden benedictina representa un elemento específico en relación a los otros Institutos religiosos; reconoce su primacía entre los medios de perfección. Vuelve a unir al carácter litúrgico los aspectos de la espiritualidad benedictina:
-Su connotación es sobre natural, ya que Cristo nos da Su gracia y de una manera eficaz durante la celebración litúrgica.
-En la liturgia se reviven los misterios de la vida de Cristo, y se nos comunica la gracia que ellos en sí, encierran. Por tanto, es en la liturgia donde se logra la conformación con Cristo, que es para el cristiano, el proyecto que tiene el Padre sobre él.

3.1.    Hitos principales sobre la oración litúrgica

Los hitos fundamentales[3] que podemos percibir en los dos capítulos sobre la oración litúrgica que Marmion exponen su obra Jesucristo, ideal del monje, son resumidamente, estos:
1-El valor objetivo de una cosa es según la gloria que proporcione a Dios, por lo tanto, una cosa vale tanto según sea estimada por Dios.
2-Existen cosas que glorifican a Dios por su propia naturaleza, como puede ser la Santa Misa, los Sacramentos, las virtudes…, y por supuesto, la oración. Ésta glorifica a Dios por la intención del que la recibe (fin del que obra), y por su misma naturaleza y los elementos de los que consta (fin de la cosa misma).
3-Entre todas las oraciones posibles, el primer lugar sin duda alguna, lo ocupa la oración pública de la Iglesia, es decir, la oración litúrgica oficial que se relaciona íntimamente con la Santa Misa. El rezo del Breviario es realmente una obra divina; es el auténtico Opus Dei.
4-La excelencia del Oficio, nos viene dada por el fundamento de donde deriva, su naturaleza, sus elementos y su propio fin.
5-El fin primordial de la liturgia, es la alabanza divina, mas también proporciona un manantial inagotable de gracias y es un medio más que eficaz para la santificación personal. Adelanta lo que luego diría el Concilio Vaticano II en la Constitución Sacrosanctum Concilium en su número 10: “…de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”[4].
6-La liturgia no produce por sí en nosotros la gracia, como lo hacen los sacramentos. Tiene una cierta eficacia en sí misma –ex opere operantes Ecclesiae-, pero no la eficacia intrínseca –ex opere operato- de los sacramentos. Quiere esto decir, que la eficacia depende en gran parte de las disposiciones subjetivas de la persona orante.

3.2.    El Oficio Divino en la vida del monje

San Benito exige al que quiera entrar en el monasterio, lo mismo que debe hacer todo cristiano: “Buscar a Dios”: “Este es el fin único y supremo a que debemos aspirar: buscar a Dios… “Llegar a Dios” es el punto de mira que San Benito quiere que tengamos ante la vista”[5]. Para Dom Columba, el Opus Dei ocupa un lugar principal en la vida del monje, pues es un homenaje que le es a Dios debido. En el Oficio Divino, el monje busca a Dios, y es ésta, su tarea primordial, por eso, el Opus Dei, es la tarea más noble del monje, como bien dice San Benito: “No anteponer nada al amor de Cristo” [6]. Por tanto, el Oficio Divino es un medio excelente de alcanzar a Cristo, y así, escribía Dom Columba: “la oración oficial de la Iglesia, siendo una obra muy agradable a Dios, llega a convertirse también para nosotros en una fuente pura y abundante de unión con Cristo y de vida eterna”[7].
Para Marmion, en lo que se refiere a la liturgia y que además, constituye “el centro de nuestra sacrosanta religión”[8], es la Misa, la Eucaristía. La alabanza divina recitada en el Oficio, está estrechamente relacionada con la Eucaristía: “La oración pública gira en torno del sacrificio del altar; en él se apoya y de él saca su más subido valor a los ojos de Dios; porque la ofrenda la Iglesia, en nombre de su Esposo, Pontífice eterno, que ha merecido, por su sacrificio sin cesar renovado, que toda la gloria y honor vuelva al Padre, en la unidad del Espíritu Santo”[9].
La razón nuclear del Opus Dei para Marmion, es que a través de él, estamos ya unidos con nuestro Salvador ya que cantamos con Él y por él la gloria de Dios Padre. En esta misión y gracia a la vez de culto público, deben participar todos los fieles, sin embargo, algunos han sido particularmente escogidos para ser asociados al sacerdocio eterno de Su Esposo, ellos son los sacerdotes y religiosos de coro. Dom Columba resume de forma excelente que es lo que sucede en la recitación del Oficio: “El Padre ve en nosotros, durante la recitación del oficio, no pobres almas con intereses privados y sin prestigio, sino embajadores de la Esposa (la Iglesia) y de su amado Hijo, que con pleno derecho abogan por las almas; entonces estamos investidos oficialmente de la dignidad y del poder de la Iglesia y del mismo Jesucristo. Por otra parte, Él está entonces en medio de nosotros…; es el supremo jerarca, que recibe nuestros ruegos y recoge nuestras alabanzas para transmitirlas a Dios… Por eso estas alabanzas son superiores ante Dios en valor y eficacia a cualquier otra alabanza y plegaria, a cualquier otra obra”[10], ya que cualquier otra obra, es obra del hombre, y el Oficio, es la obra de Dios por excelencia.
El Oficio Divino está formado por himnos que la Iglesia muchas veces los recoge de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y otros, de la misma Escritura. Para ensalzar a Dios con la dignidad que le es debido, debe ser Él mismo Quién nos indique como hacerlo, por eso, rezamos con los Salmos, la mejor alabanza que después del santo sacrificio de la Eucaristía, podemos ofrecer a Dios. “Los cánticos inspirados por el Espíritu Santo relatan, publican y ensalzan todas la perfecciones divinas”[11]. Pero además, los Salmos: “expresan de modo admirable los sentimientos y necesidades de nuestras almas”[12].
Podemos resumir que el Oficio Divino recitado por la Esposa, tiene un “gran poder de intercesión”, ya que la Iglesia se apoya en Jesucristo; produce numerosos frutos de santificación, ya que la “oración de la Iglesia, manantial de luz, nos hace participar de los sentimientos del alma de Cristo”; y a la vez, nos hace partícipes de los misterios de la vida de Cristo, que son camino seguro e infalible para asemejarnos a Él.
Dom Columba también nos explica el por qué y el cómo la Iglesia honra y celebra a los santos: “A la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los Santos. Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en sí los rasgos del divino modelo, pero de una manera especial y distinta. Es un fruto de la gracia de Cristo, y a horma y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en ensalzar a sus hijos victoriosos”[13]. Nosotros, al igual que los santos, estamos llamados a formar parte de este cortejo victorioso, a participar en el seno del Padre de la gloria del Hijo si nos hemos asociado en la tierra a sus Misterios. Ya desde ahora, podemos anticiparnos, recitando el Oficio, al eterno  Alleluia que resuena en los cielos.

4.       ADOPCIÓN DIVINA

Como ya he apuntado anteriormente, podemos afirmar que la doctrina de Dom Columba puede encontrase resumida en Ef 1, 5: “Dios nos predestinó de antemano a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”. Es decir, la Santísima Trinidad, nos ha predestinado a ser partícipes de Su vida divina, para ya aquí, en esta vida, entrar en comunión, en relación con Ella, a través de la gracia de la adopción que nos hace hijos y herederos de Su gloria. Por este eje central que constituye la doctrina de Marmion, ha sido considerado por el Padre dominico Philipon “Doctor de la adopción divina”[14].
Ampliando un poco más la doctrina de Dom Columba sobre la adopción divina,  vemos que es el Padre Quien da a conocer a Su Hijo, y Éste, al asumir la naturaleza humana nos hace partícipes de la filiación divina, esto es, el Hijo lo es por naturaleza, y nosotros, somos hijos de Dios por gracia. Cristo, al hacerse hombre y darnos participación en Su ser, hace que formemos un solo Cuerpo Místico, y esto es la adopción divina, que nos es dada por Jesucristo. Sí, es así, la adopción divina “la recibimos de Jesucristo y por Jesucristo”[15].
Por parte de Dios, la adopción es perfecta, Él nos adopta como hijos. Y por parte nuestra, a partir del Bautismo, esta adopción debe irse perfeccionando, es como un germen que debe ir desarrollándose, y será perfecta, cuando al final de nuestra vida si hemos sido fieles, “nuestra adopción se abra en los esplendores de la gloria”. Somos hijos  de Dios, co-herederos de Cristo. Aunque la realización en nosotros de esta adopción es obra de las tres Personas de la Santísima Trinidad, se atribuye -no sin motivo- especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué? Siempre por la misma razón: porque esta adopción es puramente gratuita, nace del amor.
La santidad cristiana no es sino morir al pecado y de esto modo, pasar a una vida nueva. “Toda la santidad que Dios ha destinado a las almas ha sido depositada en la humanidad de Cristo, y de esta fuente debemos nosotros beberla”[16].

4.1.    La santidad en el monje

La filiación adoptiva en Jesucristo, centro de su doctrina, la descubrimos también cuando habla sobre la profesión monástica: “el hijo adoptivo que se ofrece al Padre junto con el hijo de Dios, Jesucristo”[17].
El fin de la vida monástica para Dom Columba, no es otro que la búsqueda de Dios, buscar a Dios por Sí mismo y en Sí mismo; “es tener y cultivar con la Santísima Trinidad aquella intimidad real y estrecha que llama san Juan: sociedad del Padre con Su Hijo Jesús, en el Espíritu Santo”[18]. Para él, la Trinidad no es “algo” abstracto, difuminado o impersonal, no, es una realidad viva, personal y que puede transformar el ser y la vida del cristiano.
Para Marmion, la santidad en la Regla de San Benito, es reproducir el conjunto de la vida y misterios de Cristo:
-La obediencia[19], donde el monje, en la profesión, se ofrece como Cristo al cumplimiento de la voluntad del Padre sin condiciones.
-Los dos aspectos de la santidad de Jesucristo: la muerte al pecado a lo que es natural, y la felicidad al abrirse al crecimiento de la vida sobrenatural.
Como ya hemos apuntado anteriormente al hablar de la Liturgia, en la vida benedictina se da, igual que en la vida de Jesús, ejemplar supremo, una jerarquía de actividades, es decir, lo más importante dentro de la vida monástica es sin duda alguna, el Opus Dei, el Oficio Divino. Sin embargo, todas las actividades deben conducir a la reproducción del conjunto de la santidad de Cristo, como bien dice la Regla benedictina: “No anteponer nada al amor de Cristo”[20].
Para Dom Columba, la vida de monje no es sino la vida cristiana pero vivida más radicalmente, más profundamente; las virtudes monásticas son las mismas que las del estado cristiano, porque encuentran su fundamento en Cristo y obligan a todo cristiano, pero el monje debe practicarlas de un modo más riguroso y amplio. “En Cristo, la cualidad de “primer religioso” se funda sobre su dignidad de Hijo de Dios; esta dignidad es la que confiere a su vida de “consagrado” al Padre su apoyo más santo, su inconmensurable grandeza, su valor infinito. Del mismo modo, la vida religiosa no llega a su cumbre, no alcanza todo su esplendor y no es verdaderamente fecunda, más que cuando es la expresión más adecuada de la vida de hijo de Dios en Jesucristo”[21].“La Regla interpretada por nuestras Constituciones…, es lo que debemos practicar: ella contiene todo lo necesario para nuestra perfección y nuestra santidad, y por ella fue por la que llegaron a la más alta perfección, a la cima de la santidad tantos y tantos monjes”[22].

4.2.    La Profesión Monástica en Dom Columba Marmion

Por el Bautismo nos unimos a Cristo al que aceptamos substancialmente, y a través de la Profesión monástica, y con un acto de fe práctica, ratificamos esta fe que nos une a Cristo y al que dejamos que reine en nuestras almas. Por tanto, según Dom Columba, la Profesión inaugura la vida monástica.
Es por medio de la Profesión como el novicio entra a formar parte de la familia monástica, y lo consagra al servicio de Dios para que así llegue a convertirse en perfecto discípulo de Cristo. “La profesión contiene en germen toda la santidad religiosa”[23]. Es un contrato entre Dios y el discípulo, éste, a través de la obediencia y con gran fe, se deja guiar por el Abad, y a cambio, Dios, conduce al monje a Sí mismo. Sin embargo, Dom Columba afirma que la perfección a la que está llamado el monje que profesa, es una perfección “benedictina”, ya que los votos tienden a la práctica de la Regla de San Benito y de las Constituciones que le rigen.
Las notas fundamentales de la Profesión, Marmion las resume:
1-La Profesión monástica es una inmolación: Es una inmolación de nosotros mismos, que tiene como modelo la oblación de Cristo, y que debe ser hecha con amor para que sea acepta a Dios. Dom Columba escribe: “san Benito une la profesión al sacrificio eucarístico. Después de leída y firmada la petición, el novicio con su propia mano “la deposita sobre el altar”, como para asociar el testimonio real y auténtico de su compromiso a los dones que se ofrecen a Dios en sacrificio; el monje, por lo tanto, une su inmolación a la de Jesucristo, y esto es lo que quiere nuestro glorioso Padre”[24].
Marmion nos ofrece tres cualidades indispensables de la oblación que deben darse también en la Profesión:
-Debe ser un holocausto digno de Dios, porque la víctima y el sacerdote se identifican en la persona del “Hijo amado”[25].
-Debe ser un holocausto total: El sacrificio de Jesús no es sólo en su Pasión, comienza ya desde la Encarnación, Él sabía lo que le esperaba durante toda Su vida, y todo lo aceptó. El sacrificio de Cristo es único, perfecto en su duración, y pleno en el sentido que se ofreció hasta derramar toda Su sangre. Esta oblación hecha por Cristo de Su cuerpo una sola vez, basta para santificarnos.
-Debe ser un holocausto ofrecido con amor: El amor de Cristo es perfecto, ama a Su Padre y por eso se ofrece todo entero a cumplir la voluntad del Padre; Su amor a los hombres está subordinado al amor que tiene al Padre: “Para que conozcan que amo al Padre… hago esto”[26].
2-La Profesión monástica tiene carácter de holocausto: La Profesión es un holocausto porque es una entrega de sí mismo a Dios, igual que Cristo se ofreció totalmente a Dios en el Templo, el día de la Presentación que es cuando podemos decir que Su ofrecimiento se hace “oficial”. En esto, como en todo, Cristo es nuestro modelo.
Para que este holocausto sea perfecto y perpetuo, lo hacemos de forma pública y solemne, y aceptado en la Iglesia, ésta es la Profesión, la emisión de votos. Los votos hacen que la donación de uno mismo sea irrevocable, y para esto, debe ser una donación libre por parte del novicio.
3-La Profesión monástica va unida a la oblación que Jesús hizo de Sí mismo: Para que este holocausto –que es la Profesión- sea “agradable a Dios” debe ir unido al de Jesucristo –“del que recibe todo su valor y toda su eficacia santificadora”[27]-, cuya manifestación exterior se realiza durante la celebración del sacrificio eucarístico; y para que sea un “holocausto santo”, esta oblación a Dios debe ser hecha con amor, ya que es el amor el que obra la unión. Aunque en la Profesión, el monje se dé todo a Dios, es poco lo que da, pero lo importante es que se dé todo y además “el valor se mide por el afecto”.
Pero el momento de la Profesión, no agota sus efectos, a este respecto escribe Dom Columba: “La profesión del monje comunica a su vida entera el carácter y virtud de holocausto: hace de nuestra vida un perpetuo sacrificio. El acto de la profesión no dura más de unos momentos; pero sus efectos son permanentes, y eternos sus frutos”[28].

4.2.1. Bendiciones que hace Dios a quien profesa

Siguiendo la doctrina de Marmion, éste nos presenta tres principales bendiciones que la Profesión aporta:
1-La Profesión monástica hace al alma, amiga de Dios, muy amiga. Es considerada como un segundo bautismo por el cual el profeso obtiene una remisión general y se convierte en “una criatura completamente renovada”[29]. El alma se entrega a Jesús como al esposo la esposa, esta alma queda “revestida de Cristo”.
2-Otra bendición es el aumento de valor de las acciones que realiza el ya profeso: todas sus acciones tienen más valor porque gozan, participan de la virtud de la religión. Citando a Santo Tomás, Dom Columba, nos explica esta bendición: “Los actos de las distintas virtudes son mejores y más meritorios cuando se cumplen en virtud del voto, porque pertenecen al culto divino y tienen la modalidad de sacrificio”[30].
3-La Profesión es el origen de nuestra felicidad: al darnos totalmente al Señor, Éste se nos da también, convirtiéndose en nuestra recompensa. La generosidad del ofrecimiento total a Dios viene recompensada con un aumento de gozo.

4.2.2. Fidelidad a las promesas juradas

Lo primero de todo, es mantenernos fieles en la oblación hecha a Cristo. La Profesión nos obliga a dejar todo y seguir cada vez más a Jesús. Pero esta fidelidad no está reñida con las fragilidades  miserias de la condición humana del monje, siempre que intente corregirse y se lamente de ellas. Lo que no puede ser, es ese estado de tibieza habitual “estoicamente mantenida”, y consintiendo diariamente en pequeñas infidelidades. Un monje no puede retener nada para sí. Si el monje es generoso en darse totalmente, Dios que no se deja vencer en generosidad, nos ayudará y Él no puede faltar a Su promesa, se compromete a colaborar con el monje en la tarea de su santidad, “Él es el amigo más sincero, el más fiel de los esposos”[31], por tanto roguémosle que jamás le abandonemos.
“Nuestra santidad no es más que desarrollo y consecuencia de la profesión monástica, fuera de la cual no la encontraremos; y si guardamos constantemente las promesas juradas, Dios nos conducirá a la santidad, puesto que los votos religiosos nos han consagrado enteramente a su servicio”[32].
Será de gran ayuda al monje para permanecer en la fidelidad, contemplar la fidelidad de Jesús, que es “nuestro modelo”, y revivir la gracia de la Profesión, renovando la fórmula de los votos, que puede hacerse en el Ofertorio de la Misa, uniendo nuestro sacrificio al de Cristo: “Después de la santa Misa no hay acción más digna de dios que la oblación de sí mismo por la profesión religiosa; no hay estado más grato a sus ojos que aquel en que se halla el alma, determinada a permanecer constantemente fiel. Es una práctica muy santa y provechosa renovar la profesión todos los días, por ejemplo, en el ofertorio de la Misa, y unir entonces nuestro sacrificio al de Jesús”[33]. De esta forma, nuestro día a día, será una prolongación de la Eucaristía; “toda nuestra vida será un himno de alabanza y acto de adoración perfecta, renovada permanentemente”[34].
Esta fidelidad, Dom Columba la compara con el martirio, por la renuncia a uno mismo que se hace por la Profesión. Ya Santa Gertrudis advierte que el día de Todos los Santos vio a los religiosos entre las filas de los mártires, ya que la perfección religiosa, convierte la vida en un continuo holocausto, mas “un alma fiel y generosa encuentra en esta oblación de sí misma siempre renovada, un gozo extraordinario, una dicha que siempre aumenta, porque procede de Aquel que es la beatitud infinita e inmutable”[35].

4.3.    Conclusión de Jesucristo, ideal del monje

Marmion, después de haber “comentado” la Regla de San Benito en esta obra, en el último capítulo, el XVIII y como colofón, habla de la paz. El primer epígrafe lo titula así:
  “El don de la paz resume en nosotros todas las obras de Cristo: La paz corona la armonía toda de la existencia monástica”[36]. Y ¿qué es lo que debe el monje hacer para gozar de la paz que viene de Dios y de la que nos habla San Benito?: “El acto de abandono requerido lo hicimos ya el día de nuestra profesión, dándonos a Jesús para seguirle…Mantengámonos en esta disposición, y gozaremos de paz. La santa Regla es, ya en este mundo, una “visión de paz”. Todas las almas que se dejan modelar por la humanidad, la obediencia, es espíritu de abandono y de confianza, fundamentos de la vida monástica, se convierten en ciudad de paz”[37]. No hay otro camino para la paz sino el de “volver a Dios por medio de Cristo”[38]. El monje en el que habita la paz proveniente de Dios, es el monje por excelencia según así lo ve San Benito. Del monje en el que habita la paz divina y la irradia, escribe Dom Columba como últimas palabras de esta obra: “Bienaventurado de veras, porque Dios está con él y en todos los instantes encuentra en este Dios, que vino a buscar en el monasterio, el bien más grande y precioso; como que es el Bien supremo e inmutable, que jamás defrauda los deseos de aquellos que lo buscan con un corazón sencillo y sincero”[39].
En su Cruz pectoral llevaba grabado: “Él será la paz”; paz que consiguió experimentar en plenitud al pasar de este mundo a la eternidad.

5.       CONCLUSIÓN

Muy importante ha sido la influencia de Dom Columba en la espiritualidad contemporánea.  Puede ser considerado como el autor místico contemporáneo más importante del mundo. Con toda razón, hablando de los escritos de Marmion, el Padre jesuita De Guibert escribió en uno de sus libros:
“Cualquiera que sea el estado de vida, la escuela espiritual a que se pertenezca, el camino por donde os lleve el Espíritu divino, el grado de virtud al cual hayáis llegado, siempre la lectura de estas páginas os resultará atrayente y provechosa. Ayudan poderosamente a un gran número de almas que sienten la necesidad de simplificar su vida interior apoyándola más directamente sobre los grandes misterios de la fe”[40].
La centralidad de Cristo, unida a la filiación divina, han configurado el pensamiento y la doctrina de Dom Columba Marmion, reconduciendo a los católicos a las fuentes bíblicas –sobre todo, San Pablo-, a los Padres y a la liturgia. De este modo, los ha hecho conscientes de su vida de hijos de Dios, animados por el Espíritu Santo, y que pueden recurrir, dentro de la humildad y la sencillez, a la misericordia y amor del Padre. Esta visión, viene acompañada de un gran sentido de la participación en el Cuerpo De Cristo en la Eucaristía, y de una fuerte devoción mariana, que le hacer pedir a la Virgen María, Madre de Jesús y nuestra, de formar a Cristo en todos aquellos que a Ella recurren.
Hna. Marina Medina



[1] Ibid., 148.
[1] Ibid., 149.
[1] Ibid., 149.
[1] Bernardo-Recaredo García Pintado, Dom Columba Marmion y la profesión monástica, Glosas Silenses Año XI. Nº 2 (2000) 337.
[1] Columba Marmion, Jesucristo, ideal del monje, Les Editions de Maredsous, a cargo de Mauro Díaz Pérez, Barcelona 1956, p. 151.
[1] Ibid., 511.
[1] Ibid., 526.
[1] Ibid., 527.
[1] Ibid., 528.
[1] Antonio Royo Marín, Los grandes maestros de la vida espiritual. Historia de la espiritualidad cristiana, B.A.C., Madrid 1973, p. 435.

31 de agosto de 2015

BEATO COLUMBA MARMIÓN (Monje benedictino) 1ª Parte


INTRODUCCIÓN
Dom Columba Marmion, ha sido un personaje muy importante tanto en lo concerniente a la liturgia como en la espiritualidad monástica, influyendo notablemente en la espiritualidad de la Iglesia. Y como nos decía el Abad de Samos, Mauro, en 1956, fue un “gran monje y gran plasmador de monjes, gran asceta, gran teólogo, celoso director de almas, grande e insuperable maestro de ascetismo, apóstol del verbo y de la pluma, desapareció, con sus deficiencias humanas, del escenario de la vida. Pero, aun así, sobrevive y perdurará mucho tiempo en la tierra”.
Supo desarrollar en la espiritualidad moderna la persona y misterio de Jesús, junto con una “enorme desenvoltura con la que nos presenta las verdades más elevadas como las más simples del mundo” (Dom Capelle). De este modo, el influjo de su doctrina y ciencia llegó más allá del ámbito benedictino, llegando hasta Papas, gente sencilla, protestantes, ateos y gentes de diversas culturas. El Papa Benedicto XV, refiriéndose a la obra de “Jesucristo, vida del alma” (libro que utilizaba para su meditación cotidiana), dijo al metropolitano de Lwow, Andrés Szeptickij: “Lea esto, es la doctrina de la Iglesia”.
Como bien ha afirmado el P. Dom Manuel Garrido Boñano[1]: “Sobre todo dom Marmion fue teólogo, un teólogo de la liturgia y de la vida espiritual, que él vivía plenamente. Un teólogo de fe ardiente, que poseía la virtud de convertir la teología en vida sobrenatural, que a todos cuantos le escuchaban encantaba y les hacía un bien inmenso”.

1.       BIOGRAFÍA

1.1.      Infancia y juventud

Joseph-Aloysius Marmion, nace en Dublín (Irlanda) el 1 de abril de 1858 (Jueves Santo). Su padre, William Marmion, era irlandés, y su madre, Herminie Cordier, era francesa. Él se consideró, y le consideraron como un irlandés de pura cepa. Tres de sus hermanas fueron religiosas en “las Hermanas de la Misericordia”.
Su primera formación cristiana fue guiada por los Padres Agustinos, pasando a los 10 años a un centro regentado por la Compañía de Jesús. Cuando finaliza sus estudios secundarios, José toma la decisión de entrar en el seminario, sin embargo es tentado violentamente contra su vocación sacerdotal. Acude en busca de uno de sus amigos, buscando ayuda y consuelo, pero aquel amigo, superficial y mundano, no habría hecho más que disuadirlo de entrar en el seminario; no encuentra a su amigo y, en su lugar, se topa con otro amigo, ferviente católico, que le descubre la trampa del demonio y le alienta en su deseo de entregarse a Dios. José ve en esas circunstancias la mano de la Providencia. Ingresó en el seminario diocesano de Dublín a la edad de 16 años (1874), y acabará brillantemente sus estudios de Teología en el Colegio de Propaganda Fide de Roma. Será ordenado sacerdote el 16 de junio de 1881.
Soñaba con ser monje-misionero en Australia, pero quedó fascinado de la liturgia de la Abadía benedictina de Maredsous (Bélgica), fundada por el monasterio de Beuron[2] (Almania) en 1872 por los hermanos Wolter. El Abad dom Plácido Wolter, dirigía este monasterio según los principios de la tradición benedictina, muy semejante a Solesmes fundada por dom Próspero Guéranger. Deseaba entrar en esta abadía, pero su Obispo le convence para que espere y le nombra Vicario en Dundrun, y se dedica también varios años a la docencia siendo profesor de filosofía en el Seminario Mayor de Clondiffe (1882-1886). Fue capellán de las monjas Redentoristas y de una prisión femenina, y así es como aprende a guiar las almas, a confesar, a aconsejar y hasta ayudar a las moribundas.

1.2.      Ingreso en el Monasterio de Maredsous

En el 86 ingresa en Maredsous, alejándose voluntariamente de una prometedora carrera eclesiástica, y pasando por encima de la decepción que ese nuevo rumbó causó a su familia y amigos; más tarde, explicará: “Antes de hacerme monje, no podía, a los ojos del mundo, hacer más bien del que hacía donde me encontraba. Pero he reflexionado y he rezado, y he comprendido que solamente estaré seguro de cumplir siempre la voluntad de Dios si practico la obediencia religiosa. Tenía todo lo necesario para alcanzar mi santificación, a excepción de un único bien: el de la obediencia. Ese fue el motivo por el que abandoné mi patria, renuncié a mi libertad y a todo... Era profesor; aunque era muy joven, tenía lo que suele llamarse una buena situación, éxito y amigos que me apreciaban mucho; pero no tenía ocasión de obedecer. Me hice monje porque Dios me reveló la belleza y la grandeza de la obediencia”. Ahí es acogido por dom Plácido Wolter, primer abad de este monasterio, adoptando el nombre de Columba (viene del latín: Aquel que es símbolo de reconciliación), y se dedicó a impartir filosofía a los monjes más jóvenes del monasterio. Su Maestro de Novicios (P. Benito d’Hont) fue un monje severo y exigente. Su noviciado fue duro, incluso él calificaba la experiencia de traumática, pues con 27 años, siendo ya un respetado sacerdote y profesor, se encontró con un grupo de novicios bastante más jóvenes que él, además, tuvo que cambiar costumbres, cultura e idioma. Sin embargo, él ya intuía lo que le esperaba, pues a un joven al que él dirigía, le escribió: “El que entra en la vida religiosa ha de ser para glorificar a Dios y para disponerse a la obediencia, a la cruz, y a las humillaciones hasta la muerte”. Dom Thibaut nos relata como “… los superiores del monasterio no se esforzaron en hacer más llevadera la vida del joven sacerdote irlandés”, joven sensible, de temperamento desbordante, lleno de buen humor, alegre y comunicativo, que contrastaba con el carácter flamenco que no captaba el humor de Columba. Diez años más tarde, escribe: “Había tenido yo a lo largo de diez años un vivo deseo de ser monje. Era mi sueño, mi ideal. Pero nada más entrar, todo se me volvió oscuro. Me veía como suspendido en el vacío, privado de todo cuanto amaba. Esto es precisamente lo que da mérito a nuestras palabras: Señor, lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. A pesar de todo, escribe en su diario: “Por ti, Señor, estoy aquí y aquí me he de quedar”. “Por nada del mundo abandonaré el monasterio”. Sin embargo, recibió “luces” sobre el misterio de Cristo  y todo lo concerniente a la vida interior. Se introdujo paso a paso en el camino de la contemplación, no por caminos fáciles, sino a través de la desolación y de las pruebas cotidianas. De este período de su vida monástica, es la toma de conciencia de sentirse y saberse hijo de Dios en Jesús, sabiendo que Dios Padre no le abandonará nunca, y esto es lo que le da fuerzas y le mantiene firme en su fe y en su vocación. En esta época, ora, medita y lee mucho profundizando sobre todo en la teología espiritual, la liturgia y la Sagrada Escritura. El 10 de febrero de 1891, hace la Profesión Solemne y ya desde entonces, ayuda al Maestro de Novicios, da clases en el colegio y comienza a predicar con gran éxito cuando ayuda al clero de las parroquias vecinas a la Abadía. De 1891 a 1899 es el período de plena madurez espiritual de Dom Columba, creció y desarrolló virtudes como la humildad, obediencia[3], fe, esperanza y caridad.

1.3.      Sus años transcurridos en Mont César. Predicador

Al fundarse en 1899 la Abadía de Mont César (casa de estudios para los monjes de Maredsous), cerca de Lovaina (Bélgica), Dom Columba fue elegido para formar parte del grupo fundador bajo la dirección de dom Robert de Kerchove, primer abad. Dom Columba fue Prior, Maestro de estudiantes y profesor de Teología Dogmática, ejerciendo los tres cargos con gran solicitud. Fue muy apreciado por sus alumnos, uno de los cuales, dom Pío de Hemptinne, fue quien mejor captó la doctrina tanto teológica como espiritual del Dom Columba; murió con 27 años en Maredsous con fama de santidad. Como profesor de teología, enseñaba que ésta era un camino excepcional para la unión con Dios. Además, en estos diez años de permanencia en Lovaina, fue director espiritual de las monjas carmelitas, dio retiros en Bélgica, Inglaterra, Francia y fue también confesor de Desiré Mercier, el futuro cardenal de Malinas, quien llegó a afirmar de él, que era “el teólogo viviente más notable de toda Bélgica”. Dirigió a cardenales (como hemos visto), obispos, superiores mayores, humildes hermanos, sacerdotes, seminaristas, universitarios, amas de casa, obreros…, en fin, un gran número de almas que quieren ser guiadas por él en su vida interior.
Veamos cómo concibe él mismo lo que debe ser la “dirección” espiritual; se lo explica en una carta a una religiosa inglesa en 1906: “Soy enemigo mortal de eso que llaman dirección. Sólo el Espíritu puede formar a las almas, y el director no tiene más que indicar a su hijo espiritual el camino por el que Dios le lleva, darle algunas reglas generales para su conducta y controlar sus progresos, responder a sus dificultades, si las tiene, a intervalos distanciados…”. Su modo de considerar lo que es un director espiritual, adelantándose a su época, ha prevalecido en el tiempo.
En esta época, se dedicará también a la asistencia espiritual a los enfermos. En Lovaina se encontraban médicos de alto prestigio a donde acudían  enfermos que venían del extranjero, muchos de ellos, protestantes. Dom Columba, era un gran conocedor  de las diversas Iglesias de la Reforma, y de las sectas, y siendo un gran maestro y guía espiritual, consiguió atraer a muchas al redil de la Iglesia Católica. También preparaba a bien morir a aquellos enfermos incurables.
Toda su fama de predicador y de guía espiritual, no se debe a su simpatía y don de gentes que sin duda poseía, ni tampoco sólo a su gran capacidad de trabajo, o al interés que mostraba por cada persona en particular, sino a su experiencia interior, la de un alma llena de Dios y volcada sobre el prójimo, lo que San Pablo expresa en su Carta a los Colosenses: “vuestra nueva vida está escondida con Cristo en Dios”[4]. Precisamente esto será para él, el centro, lo nuclear y sustancial de su vocación benedictina.
Toda esta faceta de monje, predicador y director espiritual, la podemos sintetizar utilizando las palabras del monje de Maredsous, dom Delforge, cuarenta años después de la muerte de Don Columba Marmion: “Al estilo de aquellos maestros vistos por Séneca que aprendían enseñando, él completó la constitución de su doctrina difundiéndola a su alrededor, profundizó en su vida espiritual dirigiendo a otros y sembró gérmenes de santidad en muchas almas. Para un monje benedictino, cuya divisa tradicional es  el ora et labora, no hay mayor fortuna que la de conocer por propia experiencia que su trabajo tiene el mismo objeto inmediato que su oración”.

1.4.      Abad de San Benito de Maredsous

Dom Hildebrand de Hemptinne, segundo abad de Maredsosus fue nombrado por el Papa León XIII en 1893, Abad Primado de la Orden Benedictina, y por petición del Papá, siguió siendo Abad de Maredsous. En 1905, Dom Hildebrand había pensado en renunciar como Abad de Maredsous para dedicarse con mayor intensidad a su cargo como Abad de la Confederación de los monasterios benedictinos, cada día más floreciente. Además, en esa misma época, el Papa San Pío X, deseaba que Dom Hildebrand residiera en San Anselmo de Roma de modo definitivo, y el Abad Primado, accedió, y en 1909, Dom Hildebrand, terminará pidiendo su sustitución como Abad de Maredsous.
De este modo, Dom Columba, con 51 años, fue elegido tercer Abad de Maredsous el 28 de septiembre de 1909 y bendecido el 3 de octubre de ese mismo año. Se encuentra con una comunidad que compuesta por más de cien monjes, con dos escuelas, una granja y con varias publicaciones, él mismo fue el editor de La Revue Bénédictine. 
Ante la noticia de su posible elección como Abad, dom Columba escribe a una religiosa: “…, creo sinceramente que el cargo es muy superior a mis fuerzas y talento; pero si la obediencia habla no rehúso ese trabajo”.
Escogió como lema: “Servir más que presidir”[5]. Y va a cumplir con gran fidelidad, este lema, sobre todo al exponer y enseñar a sus monjes la doctrina cristocéntrica contenida en la Regla de San Benito. Todas estas enseñanzas fueron recogidas por un monje suyo, dom Thibaut, y luego fueron publicadas en la “trilogía marmoniana”: Jesucristo, vida del alma (1917); Jesucristo en sus misterios (1919); Jesucristo, ideal del monje (1922).
Nunca olvidó una frase de Dom Mauro Wolter, el fundador de Beuron y Maredsous: “La misión del abad consiste en derramar alegría en torno suyo”; y también hizo suya la consigna de San Benito en su Regla: “Que nadie se contriste en la casa de Dios”. Él mismo decía que “podemos gobernar las almas por la fuerza y la autoridad, pero únicamente con dulzura y amor se las gana para Dios”[6].
Aunque prudente y con gran penetración psicológica, era todo bondad y esto hizo que en ocasiones sufriera desengaños que le causaron una profunda tristeza. Bondadoso, benevolente, natural franco, con facilidad para la comunicación, y su simpatía, hicieron que fuera muy querido por sus monjes que le admiraban y no se cansaban de escucharle. Sabía dar a cada uno el tiempo que necesitaba y los escuchaba con atención, siempre estaba pronto para ayudarles. Alegre y divertido, hizo del tiempo de recreación, un acto obligatorio al que debían acudir todos los monjes, algo criticado por los trapenses. “Su imaginación y su charla jovial contagiaban a todo el mundo. El recreo se había convertido en el mejor de los medios para promover la unidad de la comunidad monástica”[7].
Fue un gran maestro espiritual y director de almas, además de un buen monje, ejemplo de observancia regular, distinguiéndose por la práctica de las virtudes. En una de sus cartas expresa: “Pido a Jesús que cada mañana gobierne el monasterio a través de mí, y Él lo hace admirablemente a pesar de mis infidelidades y errores. Mis monjes son sumamente dóciles y hacen cuanto pueden para ayudarme y sostenerme. Pero, pese a todo, son muchas las cruces y las graves responsabilidades”.
Solicitado por obispos y superiores de religiosos, salía continuamente del monasterio y por demasiado tiempo, y sus monjes se lamentaban de este hecho. Sensible y bondadoso, Dom Columba no podía dejar sin respuesta la llamada de todos aquellos que le reclamaban[8].
En el año 1909, el gobierno belga pidió a Maredsous la fundación de un monasterio benedictino en Kananga, que en aquel tiempo era llamado el Congo Belga[9]. La comunidad no estaba preparada para esta fundación, y prefería dedicarse a la investigación y al fomento de las obras de la fe, a pesar de todo, Dom Columba ayudó considerablemente a esta misión, que fue asumida por la abadía de San Andrés en Brujas.
Existían comunidades anglicanas[10] que vivían la vida monástica basadas en una Regla católica. El paso del anglicanismo al catolicismo de estas comunidades, contó con la ayuda inestimable del Abad Dom Columba, concluyéndose en 1913. En este año, el día que se celebra San Pedro y San Pablo, Marmion los incorporaba, durante la Misa conventual, a la Orden Benedictina.
En 1914, estalló la Primera Guerra Mundial que desestabilizó la vida del monasterio de Maredsous, cercano a la frontera con Alemania. Varios monjes, tuvieron que marchar a la guerra, unos como capellanes, y otros como simples soldados. Dom Columba buscó refugio para los novicios y estudiantes profesos, y para desplazarse tuvo que ir disfrazado de comerciante de ganado, desde Bélgica hasta Inglaterra y sin pasaporte, ni ningún otro tipo de documentos. La casa irlandesa (situada en Edermine) “se parece más a un albergue de vacaciones para estudiantes que a un monasterio”[11], acerca de este hecho, marmion escribe: “Necesito vuestras oraciones porque algunos de los jóvenes padres, aquí en Edermine, me han afligido a causa de su estudiada actitud de fría indiferencia hacia mí... He intentado atraerlos mediante la constancia y la oración, pero sin éxito hasta ahora. Son buenos, pero demasiado llenos de confianza en sí mismos... Oponen la letra del Derecho Canónico al espíritu de la Sagrada Regla”. El asunto llega a Roma y se encarga de ello la Congregación romana para los Religiosos, y la casa de Edermine, finalmente será cerrada en 1920. Pudieron finalmente regresar a Maredsous en 1916, y después del armisticio en 1918, la vida del monasterio, volvía florecer como en los tiempos pasados.
Durante la guerra, continuó su trabajo de director de almas, dictando conferencias y escribiendo cartas, precisamente en 1915, escribió a un joven que se preparaba para su Ordenación: “El mejor de todos los preparativos para el sacerdocio es vivir cada día con amor, donde la obediencia y la Providencia nos ponen”.
Después de finalizada la guerra, se necesitaban reemplazos para los monjes alemanes de la Congregación de Beuron, expulsados del Monasterio Benedictino de la Dormición, en Monte Sión, Jerusalén. Dom Columba intentó realizar una fundación de Maredsous en Tierra Santa, sin embargo y pese a todos los esfuerzos empelados por el Abad Marmion, no pudo ser y los monjes regresaron a la Abadía de la Dormición.

1.5.      Últimos años

En 1920, y dado el crecimiento benedictino en Bélgica, la Santa Sede erigía la nueva Congregación belga que contaba con los monasterios de Maredsous, Mont Caesar[12] y San Andrés de Brujas. La expansión de esta Congregación fue notable, hubo un gran progreso en la vida monástica, en el apostolado litúrgico y en las labores científicas, llegando hasta implantar el monacato benedictino en África, Asia y también, en parte de América, hecho éste de su internacionalización, que hizo la Congregación pasara a denominarse “de la Anunciación”.
La influencia de Dom Columba Marmion seguía creciendo a la par que menguaba su salud, y en septiembre del año 1922, tomó el lugar del Obispo de Namur como líder de la peregrinación diocesana a Lourdes. 
La celebridad de marmion crecía y se había convertido en el predicador y escritor espiritual más valioso de su tiempo: “nada hay mío en esos libros. Tan sólo he hecho hablar a Nuestro Señor y a S. Pablo; uno de mis monjes ha escrito lo que dictaba y se ha puesto mi nombre al final”. Comentaba también a un amigo, obispo en Australia, Vicent Dwyer: “La razón del éxito está precisamente en que no hay prácticamente nada de mí en esas obras…”.
En octubre de 1922 se celebraron las Bodas de Oro de del monasterio de San Benito de Maredsous. Dom Columba y su amigo el Cardenal Mercier, presidieron las festividades junto con toda la Congregación.
En 1923, la gripe golpeó a la comunidad de Maredsous, él mismo visitaba a los enfermos a pesar de estar él mismo griposo. La gripe degeneró en una neumonía bronquial, y el 26 de enero recibió el sacramento de la Unción. El Prior que le administraba tal sacramento, le preguntó si aceptaba la voluntad de Dios, y él respondió con un contundente: “enteramente”. Y, ¿cómo no debía ser así, si él siempre había aceptado el yugo de la obediencia monástica y tanto había enseñado sobre esta virtud? Durante su enfermedad, repetía frecuentemente: “Dios mío, Tú eres mi misericordia”. Estando ya muy debilitado, recibió la visita de su anterior abad de Mont Caesar, Dom Roberto de Kerchove. Poco antes de las 10 de la noche, el 30 de enero de 1923, martes, Dom Columba Marmion entregó su alma a Dios. Un nuevo monasterio toma su nombre ya en 1933: Marmion Abbey (U.S.A.).                        Una anécdota referida a esto últimos años de su vida, nos relata que en esta época vivía un dura prueba en lo interior y lo exterior, y tuvo la gracia de una audiencia privada y extensa con el Papa San Pío X. Al terminar, el Abad pidió al Papa un consejo para su vida espiritual que se desarrollaba en la oscuridad, entonces, el Papa, en un papel escribió: In cunctis rerum angustiis, hoc cogita: “Dominus est”. Et Deus erit tibi adiutor fortis. Es decir: En todos los momentos angustiosos, piensa esto: “Es el Señor”. Y Dios será tu poderoso auxilio. Estas palabras se grabaron fuertemente en el alma de Dom Columba y ya hasta el final de su vida, se convertirán para él, en una fuente de paz y de fortaleza espiritual, ya que en ellas, veía que era El Señor el cual estaba detrás de los acontecimientos en entretejen nuestra vida, “y esto es ver la verdad, con la certeza que nos da la fe”[13].

1.6.      Beatificación y Canonización

Treinta y dos años después de su muerte, en 1955, el Padre Abad de Maredsous, don Godofredo Dayez, daba la noticia, el 15 de agosto, de que debido a los numerosos ruegos dirigidos al Abad Primado de los benedictinos, se daban los primeros pasos para introducir el proceso de beatificación del tercer Abad de Maredsous, Dom Columba Marmion. Proceso que se inició en 1957, el 7 de febrero, y concluyó el 28 de noviembre de 1961. Los expedientes se enviaron a Roma, quien debía juzgar si Dom Columba había sido un santo. “El historiador puede constatar que así lo creyeron sus contemporáneos; que, apasionado por el amor de Cristo, removió al mundo como Pablo de Tarso, del que tomó la palabra encendida; que su vida personal dominada por la fe, la renuncia y la humildad que tanto amaba San Benito, pudo servir de ejemplo al pueblo cristiano”[14].
Los favores y milagros atribuidos a la intercesión de Columba Marmion, justificaron la transferencia de su cuerpo, desde el cementerio de la comunidad a la iglesia abacial en 1963. La curación de un cáncer de una mujer de St. Cloud, en Minnesota, que visitó su tumba en 1966, fue investigado por la Iglesia. La curación se consideró milagrosa en el 2000, siendo beatificado ese mismo año, el 3 de septiembre, por el Papa San Juan Pablo II, junto con el Papa Juan XIII, el Papa Pío IX. El arzobispo de Génova Tommaso Regio y Guillermo Chaminade. Su memoria se celebra el 30 de enero, ya que fue su “dies natalis”.                        En la beatificación, el Papa Juan Pablo II, apuntó: “Él nos dejó un auténtico tesoro de enseñanza espiritual para la Iglesia de nuestro tiempo. En sus escritos enseña un camino de santidad, sencillo y a la vez exigente, para todos los fieles, a quien Dios, por amor, ha llamado a ser Sus hijos en Cristo Jesús… Que un gran redescubrimiento de los escritos espirituales del beato Columba Marmion ayude a los sacerdotes, religiosos y laicos a crecer en unión con Cristo y dar un testimonio fiel de él por medio del amor ferviente a Dios y el servicio generoso a sus hermanos. Que el beato Columba Marmion nos ayude a vivir cada vez más intensamente, para comprender cada vez más profundamente, nuestra pertenencia a la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo”.
“Después de la beatificación de Dom Marmion, se ha abierto y está muy activa su causa de canonización.   Recientemente, en 2009 en la Arquidiócesis de Vancouver, Canadá, se comenzó una investigación de una curación de un hombre azotado con fascitis  necrotizante. Pensaban que se iba a morir en cuestión de horas;  sin embargo hasta hoy está vivo y con una vida activa”[15].

2.       SUS ESCRITOS

Las obras de Dom Columba, publicadas pro “Ediciones de Maredsous”, son:
-Jesucristo, vida del alma, 1917.
-Jesucristo en sus Misterios, 1919.
- Jesucristo, ideal del monje, 1922.
-Jesucristo, ideal del sacerdote, 1951 (póstuma).
-Sponsa Verbi, 1923.
-La unión con Dios en Cristo, según las cartas de dirección espiritual, 1934.
-Sin olvidar más de 1700 cartas, y un retiro espiritual dirigido a religiosas contemplativas.
En realidad, Dom Columba, no escribió ninguna de las obras citadas, pues “ni sintió ganas de hacerlo, ni disponía de tiempo para ello”. Dom Raymond Thibaut, quien si explícitamente decir que fue él, dijo que las obras de Dom Marmion fueron escritas por “uno de sus monjes…, bien preparado para semejante labor. Discípulo de Dom Marmion en filosofía y teología, oyente regular de sus conferencias espirituales en Lovaina a lo largo de cuatro años, estaba familiarizado con la doctrina y estilo de Dom Columba. Tuvo a sus disposición gran cantidad de notas de las conferencias espirituales, unas tomadas taquigráficamente por él mismo, recogidas otras con gran cuidado por oyentes atentos”.
Dom Thibaut, hizo que fuera el mismo Dom Columba Marmion quien corrigiera y rectificara cuanto fuera necesario, quien lo hizo con lápiz en mano. Ordenada y recopilada la obra de Columba por Thibaut, su estructuración hace que el pensamiento del  abad se perciba con claridad.
A Dom Columba Marmion, se le ha denominado “teólogo de la liturgia”, ya que extrae su doctrina fundamentalmente de la Sagrada Escritura –sobre todo de las Cartas de San Pablo[16] y del Evangelio de San Juan-, la liturgia, la Regla de San Benito, y de su propia experiencia. Se le puede considerar dentro de los grandes maestros de la espiritualidad benedictina de finales del siglo XIX y comienzos del XX, entre ellos: Cutberto Butles (1858-1934), Saviniano Louismet (1858-1926); Paolo Delatee (1848-1937)… Dom Columba y todos estos autores, se dirigen en sus escritos, a una renovada espiritualidad bíblica y litúrgica, inspirada en los Padres de la Iglesia y la tradición benedictina. Su empresa es el “ideal monástico” orientado hacia la búsqueda contemplativa de Dios a través de la participación en la liturgia y la asidua lectio divina que no es otra cosa sino la profundización en el Evangelio y en San Pablo[17]. Podemos realmente decir que “toda la doctrina de Dom Columba se encuentra sintetizada en Ef 1, 5: Dios nos predestinó de antemano a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo[18].
En 1895, Dom Columba dio un retiro a un grupo de monjas, la semilla contenida en estas pláticas fue desarrollada en la oración y otros retiros en los siguientes veinte años, dando lugar a una de sus obras más célebres: “Jesucristo, vida del alma” (1917). En este momento, la literatura católica eran simplemente pensamientos “piadosos”, sentimentales, con una tendencia hacia el “refinamiento interior”, y sin prestarla debida atención hacia la Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia y otros maestros de la vida espiritual. Este hecho convirtió a D. Columba en un gran renovador que influenció y enriqueció considerablemente la espiritualidad católica. Su renovación no fue otra cosa que “un retorno a lo fundamental”. El centro de la obra de Marmion es sin duda Cristo, Cristo como centro. Cristo es “el fundamento de todo mérito, la causa eficiente de la plenitud de gracias. Todo nos viene del Padre por él, y todo vuelve al Padre por él: el culto divino y el esfuerzo ascético del monje, su oración, su trabajo, su caridad”[19]. El P. Philipon, dominico, escribe que “la misión providencial de Marmion, estuvo en devolver a la espiritualidad moderna su fuente: la persona de Cristo”. La santidad es obra de Dios en nosotros, obra del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, aunque siempre contando con la colaboración libre del hombre. Otro tema fundamental en las obras de Marmion es la filiación divina en Cristo. Doctrina sin embargo, que encontramos en el Nuevo Testamento, sobre todo en las Cartas de San Pablo, y que para Dom Columba esta doctrina se traducía en una “verdad viviente que actúa directamente sobre el alma”.
“Jesucristo en sus Misterios”, En un tono coloquial, junto con ciertas insistencias y la frecuente transición entre los pasajes expositivos y exhortaciones espirituales, el autor se propone plasmar "la vida de Cristo", ejemplar divino y, al mismo tiempo, accesible para la vida cristiana, que se ha manifestado a nuestras miradas mediante los estados y misterios, las virtudes y las obras de su gran humanidad: A través de dos conferencias preliminares nos muestra de qué manera los misterios de Cristo son nuestros, y cómo podemos, de modo general, asimilar sus frutos. Para comprender bien el valor trascendente de dichos misterios, es necesario considerar antes a aquél que los ha vivido por nosotros. Por eso, en la primera parte se explican los rasgos esenciales de la persona de Jesús. La segunda parte está consagrada a la contemplación de los misterios del Hombre-Dios. Finalmente, con los datos que nos suministran los Evangelios y los textos litúrgicos, el autor ha procurado probar la realidad a la vez divina y humana de estos misterios, marcar su importancia e indicar su aplicación al alma del creyente[20]. El mismo Marmion nos dice: “Las obras realizadas por Cristo durante su vida en este mundo son a la vez modelo que imitar y fuente de santidad. De ellas fluye constantemente una virtud poderosa y eficaz que sana, ilumina y santifica a quienes se ponen en contacto con los misterios de Jesús, animados del sincero deseo  de ir siguiendo sus huellas”[21].
Para sus charlas sobre “Jesucristo, ideal del monje”, se basó en su Regla, la Regla benedictina, de hecho es una síntesis entre la espiritualidad de la Regla y la de las grandes corrientes religiosas de los últimos siglos, de modo particular, de la Escuela francesa del siglo XVII[22]. Se puede decir sin miedo a equivocarnos, que la Regla de San Benito es la base, el fundamento, la raíz de muchas reglas posteriores que se han dejado influenciar positivamente por esta Regla que resiste el paso del tiempo y sigue siendo tan actual como en el siglo VI en el que fue escrita. No pasa en tiempo para ella porque se cimentó sobre el Evangelio, siempre vivo; como bien dice Bossuet, San Benito hizo el mejor compendio del Evangelio conocido en la Iglesia. En la Introducción de esta obra, Dom Columba, nos ilustra sobre lo que él va a desarrollar a continuación: “Esto es lo que vamos a exponer en el presente volumen: presentar la divina figura de Jesús como el espejo en que deben mirarse las almas privilegiadas llamadas a seguir la vida de los consejos evangélicos…”[23], y continúa más adelante: “Mucho de lo que vamos a decir explica la vida religiosa, cual la entendía san Benito; pero es de saber que para el gran Patriarca, la vida religiosa, en lo esencial, no es una forma peculiar de vida al margen del Cristianismo: es el mismo Cristianismo, sentido y vivido en toda su plenitud, según la luz del Evangelio”[24]. Para Marmion como para San Benito, Jesús es el ideal del monje porque es “el sublime ideal de toda santidad… La santidad cristiana consiste en una sincera y completa adhesión a Cristo por la fe, y en el desarrollo de esta fe mediante la esperanza y la caridad” [25] es decir, y el monje, es un hombre como los demás: un cristiano, un hijo adoptivo de Dios que debe vivir en fe, esperanza y caridad, los votos religiosos le ayudan a aprovecharse con mayor amplitud de los bienes del cristianismo y deben ayudarle a convertirse en un cristiano perfecto, es decir, “agradar al Padre celestial, viviendo habitual y totalmente según la gracia de la adopción sobrenatural” [26].
Esta obra considerada como un manual o un comentario a la Regla benedictina, fue escrita con la finalidad de alimentar espiritualmente a sus monjes, y como una reflexión teológica sobre el monacato. Dios, en esta obra, es un Dios personal, amoroso, y reveló a los hombres por medio de Su Hijo Jesucristo, Verbo encarnado, que es Padre, nuestro Padre, “Padre de misericordia” que nos guía, nos ama, nos atrae, nos perdona, nos da la felicidad. El hombre es un ser ignorante, mísero pero también, puede estar lleno de buena voluntad y de ser santo. La fe en Dios y el formar parte del Cuerpo místico de Cristo, libran al hombre del peso del pecado que arrastra.
Esta es la famosa trilogía que se publicó en vida de Dom Columba: Jesucristo, vida del alma; Jesucristo en sus Misterios; Jesucristo, ideal del monje. Aunque se pueden leer perfectamente por separado, constituyen un único plan, bien estructurado y desarrollado. El elemento central, el núcleo esencial de estas tres obras y que confiere unidad a esta trilogía, es sin duda, la persona de Jesucristo. En estas obras, se respira, desde la primera palabra hasta la última, el clima de oración en el que el autor estaba sumergido, toda ella va enraizada en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, mientras las dos primeras, animan a la unión con Cristo a través de la liturgia, la meditación de la Escritura, la oración y la práctica de la caridad; la tercera, va dirigida a los monjes, y concibe el monasterio como el lugar más a propósito para la unión de caridad con la persona de Cristo, y esto, se realiza desprendiéndose de las criaturas y por la oración.
El 25 de septiembre de 1918, Dom Columba escribía: “He empezado el cuarto volumen, destinado a los sacerdote, según el siguiente plan: 1. Sacerdocio eterno; 2. La vocación sacerdotal; 3. La Misa; 4. El sacrificio de alabanza; 5. El sacrificio de acción de gracias; 6. La Propiciación; 7. La impetración[27]”.
Al morir Dom Columba en 1923, la famosa trilogía quedaba inacabada, ya que faltaba la parte dirigida por Dom Columba a los sacerdotes. Las tres primeras partes, fueron editadas por uno de sus monjes (R. Thibaut) a través de los apuntes que se recogían de las conferencias del Abad, y todos estos apuntes, fueron revisados por el propio autor, que corregía y añadía algunos textos litúrgicos o de la Escritura o también, de los Santos Padres.
Después de su muerte, se encontraron notas, legajos, escritos por Marmion, sobre el sacerdocio y la santidad sacerdotal que él escribía para preparar sus conferencias espirituales. Fue posible, extraer de todo ese material reunido a través de una treintena de años, una obra homogénea y ordenada. Al no ser posible que Dom Columba revisara esta obra, el editor, no se atrevía a publicar esta obra.
Sin embargo, este obstáculo fue superado gracias a Dom Ryelandt, oyente atento y antiguo discípulo de Marmion, el cual colaboró para ofrecer con la mayor exactitud posible, la síntesis doctrina sobre el sacerdocio. Así, ahora contamos con la famosa obra: “Jesucristo, ideal del sacerdote”.
Hablar para los sacerdotes, era la forma de apostolado que más le gustaba emplear a D. Columba, ya que éstos, son los “amigos” de Cristo que se asocian a Su obra de redención. Para Marmion, haciéndose eco de San Pablo, “la vida sacerdotal no llega a comprenderse en toda su plenitud sino dominada por Cristo y en una continua dependencia de sus méritos, de su gracia y de su acción… El sacerdote ha recibido sus poderes sobrenaturales de un sacerdocio que sobrepuja infinitamente al suyo: del sacerdocio del Verbo encarnado…, las virtudes propias del sacerdote habrán de ser reproducción de las del divino modelo y, entre los hombres, reflejo de las de Jesús”[28].
La obra “Sponsa Verbi” (La Virgen consagrada al Señor), nace de una serie de conferencias que D. Columba sobre la virginidad, resaltando el sentido que tiene para la virgen consagrada su unión con Cristo, viviendo como esposa Suya. El Comentario al Cantar de los Cantares de San Bernardo, le servirá como base de estas conferencias dadas a las monjas de Maredret.
El libro titulado  “La unión con Dios”, son una serie de cartas de dirección espiritual. Dom Thibaut, realizó una selección de las cartas de Dom Columba, haciendo un comentario sobre esta serie de cartas y sobre su autor. Cartas dirigidas a una serie de destinatarios que se encuentran en diferentes estados de vida, aunque la mayoría son religiosos, mas D. Columba advierte que el estado religioso no es otra cosa que vivir la vida cristiana en plenitud a la luz del Evangelio. En estas cartas, como en todas aquellas que escribió, no es sólo doctrina sin más lo que podemos hallar, sino la experiencia del autor, no hay nada que no halla sido vivido o experimentado por él. Marmion, en estas cartas, nos dice ante todo que siendo Dios el único autor del orden sobrenatural, sólo Él ha podido indicar el camino que lleva a la santidad: “Busquemos a Dios de la manera como quiere ser buscado; de otra suerte jamás le encontraremos”[29]. La idea fundamental en estas cartas, es la unión con Dios (de ahí el título), y así, han sido colocadas de acuerdo a una estructura que permita llegar a este fin, así, el esquema es: la concepción general de la unión del alma con Dios, sus elementos constitutivos;  las condiciones de su progreso, y su desarrollo.
El Arzobispo de Hierápolis, A. Goodier, en la carta escrita a Dom Raymond Thibaut, en 1933, a propósito de esta obra, le escribe: “La unión con Dios es el fin único al cual deben tender nuestros deseos, y por este motivo Dom Columba lo señalaba desde el principio a las almas que dirigía. Les explicaba en qué consistía, qué señales la daban a conocer y cómo podía conseguirse… Me parece que hasta en el mismo orden que sigue Ud. al estudiar a Dom Columba en sus cartas, hace notar acertadamente el compendio y el coronamiento de su enseñanza… No creo que haga falta decir más”[30].
No debemos olvidar que D. Columba, como gran predicador que era y a la vez muy apreciado y solicitado, escribió más de 1700 cartas de amistad o de dirección espiritual como las recogidas en “La unión con Dios”, donde se nos muestra el más auténtico y genuino Marmion.

Hna. Marina Medina
(Casarrubios)
[1] El P. Dom Manuel Garrido Bonaño, uno de los monjes más conocidos y prestigiosos de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Falleció el 15 de septiembre del 2013.
[2] Dom Columba escribió: “Tengo la convicción profunda, confirmada constantemente por la experiencia de nuestro propio monasterio y de otras abadías, que las Constituciones de Beuron son la más perfecta adaptación del a Regla y del Espíritu de San Benito a las necesidades y aspiraciones de nuestra época”. R. Thibaud, Un maestro de la vida espiritual, dom Columba Marmion O.S.B., abad de Maredsous (1858-1923), Buenos Aires 1946, p. 235.
[3] Tenía tan gran espíritu de fe en que el Abad es Cristo, que Dom Columba se inclinaba con respeto ante su abad al mismo tiempo que en su interior, decía: Ave, Christe.
[4] Col 3, 3.
[5] R.B. 64, 8.
[6] R. Thibaud, Un maestro de la vida espiritual, dom Columba Marmion O.S.B., abad de Maredsous (1858-1923), Buenos Aires 1946, p. 278.
[7] Ibid., 251-257.
[8] Ibid., 395: Viene una larga lista de comunidades religiosas que se beneficiaron de sus conferencias.
[9] http://es.wikipedia.org/wiki/Congo_Belga.
[10] La comunidad masculina de la isla de Caldey, en la bahía de Carmarthen; y la comunidad femenina asentada en Milford Haven.
[11] Antoine Marie, Carta espiritual, Abadía San José de Claraval, Gijón 2002, p. 6.
[12] Gregorio Penco, Iniziative culturali e fermenti spirituali nel mondo monastico contemporaneo, Studia Anselmiana 103 (1990) 183. En la época de entreguerras, este monasterio contó con el Abad Bernard Capelle, el cual contribuyó a que la Abadía se pusiera a la vanguardia del despertar cultural en el ámbito monástico con las investigaciones en Historia de la Teología Moral de Dom Lottin, en Historia del Monaquismo antiguo de Dom Boon, en Historia Litúrgica de Dom Bruylants, en Historia de la Espiritualidad de Dom Vandenbroucke, al cual le debemos el amplio perfil de la Spiritualité du Moyen âge, sobre la Baja Edad Media, completando a Leclercq.
[13] Dios será tu poderoso auxilio, San Pío X al beato Columba Marmion, Schola Veritatis.
[14] T. Delforge, Dom Columba Marmion, Siervo de Dios, Nova et Vetera 11 (1981) 73.
[15] Vicent Bataille, El Abad Columba Marmion, o.s.b., Illinois 2011, p. 6.
[16] Antonio Royo Marín, Los grandes maestros de la vida espiritual. Historia de la espiritualidad cristiana, B.A.C., Madrid 1973, p. 433: “La doctrina espiritual de Dom Marmion es eminentemente paulina: no hay santidad posible fuera de nuestra perfecta configuración con Jesucristo. No seremos santos sino en la medida en que vivamos la vida de Cristo o, quizá mejor, en la medida en que Cristo viva su vida en nosotros. El proceso de la santificación es un proceso de cristificación. El cristiano tiene que convertirse en otro Cristo”.
[17] Álvaro Manuel Santos Iglesias, Diccionario de los santos, volumen I, Columba, Ediciones San Pablo, Madrid 1998, p. 558.
[18] Bernardo-Recaredo García Pintado, Dom Columba Marmion y la profesión monástica, Glosas Silenses Año XI. Nº 2 (2000) 324.
[19] Manuel Garrido Bonaño, Beato Columba Marmion. Abad benedictino,  Nuevo Año Cristiano, Ediciones Edibesa, Madrid 2003, p. 1.
[20] Sinopsis del libro.
[21] Columba Marmion, Jesucristo, ideal del monje, Les Editions de Maredsous, a cargo de Mauro Díaz Pérez, Barcelona 1956, p. 7.
[22] Gregorio Penco, Iniziative culturali e fermenti spirituali nel mondo monastico contemporaneo, Studia Anselmiana 103 (1990) 185.
[23] Columba Marmion, Jesucristo, ideal del monje, Les Editions de Maredsous, a cargo de Mauro Díaz Pérez, Barcelona 1956, p. 8.
[24] Ibid., 8.
[25] Ibid., 7.
[26] Ibid., 49.
[27] R. Thibaud, Jesucristo, ideal del sacerdote, Maredsous 1951, p. 1.
[28] Ibid., 3-4.
[29] Columba Marmion, Jesucristo, ideal del monje, Les Editions de Maredsous, a cargo de Mauro Díaz Pérez, Barcelona 1956, p. 35.
[30] R. Thibaut, La unión con Dios en Jesucristo, según las cartas de dirección espiritual, Editorial Difusión, Buenos Aires 1946, p. 12.