12 de septiembre de 2015

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
 Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo». 
          “Por propia iniciativa, Dios, el Padre de los astros, con la Palabra de la verdad nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas”. Así concibe el apóstol Santiago la realidad de la persona humana. En efecto, todo hombre y toda mujer son criaturas de Dios, la obra de su amor, hasta el punto que san Ireneo no dudó en afirmar: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. Dios, una vez realizada la creación, no se ha desentendido de la humanidad ni la ha abandonado sin más a su suerte, dejándola como juguete indefenso en manos de un destino ciego y a veces cruel. Es una verdad  recordada repetidamente a lo largo de la Escritura que Dios llama al hombre por su nombre, es decir individualmente, en su circunstancia concreta, no simplemente como uno más de un montón amorfo e indiferenciado. Dios invita a los humanos a llevar a cabo un papel concreto en esta realidad que es la vida sobre la tierra y  ofrece cuanto necesitamos para no perdernos en los meandros de la existencia. Por eso, Santiago insiste: “Aceptad dócilmente la palabra que ha sido implantada y es capaz de salvaros”. Esta misma palabra que nos engendró permanece en nosotros como semilla de vida, pero no actúa de modo mágico, mecánicamente, sino que es fuerza de vida, de salvacion en la medida en que la aceptemos, y colaboremos con ella, permitiéndole ser luz y guía, alimento y sostén. “Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañandoos a vosotros mismos”, continua diciendo el apóstol, advirtiéndonos del peligro que nos acecha de no traducir en comportamiento lo que la palabra pueda insinuar.
          En la primera lectura, en un pasaje del libro del Deuteronomio, Moisés recordaba cómo Dios ha dado a su pueblo mandatos y preceptos. Para muchos resulta difícil compaginar la imagen de un Dios creador, justo y bueno, con la de un Dios legislador que se entretiene en inventar normas y prescripciones que pueden dar la impresión de coartar el gran don de la libertad. La dificultad para aceptar al Dios legislador nace de la no aceptación por parte del hombre de su condición de criatura. La enseñanza de la revelación contenida en la Sagrada Escritura dice que Dios es creador, hacedor de todo, y en consecuencia nosotros somos criaturas. Pero la misma Escritura recuerda también y desde sus primeras páginas que al hombre siempre le ha costado obedecer y que se rebeló contra el primer mandato que se le impuso: así comió del árbol prohibido porque una voz le repetía que desobedeciendo sería como Dios, no dependería de nadie ni de nada. Y la Escritura concluye que esta trágica ilusión termina en el drama de la muerte de la que nadie puede escapar.

          Los preceptos, normas, leyes o mandatos que puede dar Dios no son una falta de respeto a la personalidad del hombre, sino indicaciones que enseñan cómo evitar el mal, construir la vida, y hacer del mundo un espacio habitable, cimentado en el respeto mutuo, en la verdad, en la justicia y en el amor. Porque, como Jesús advierte en el evangelio de hoy, el peligro no viene de fuera, acecha dentro de nosotros mismos: “Dentro del corazón del hombre nacen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”. No sería justo deducir de estas palabras de Jesús que todo sea negativo en nuestra realidad, sino que, al constatar simplemente los límites del hombre, al mismo tiempo afirma que ha venido para ayudarle y hacerle salir a flote, para iniciar así un cambio de ruta que aleje de la muerte y conduzca a la vida. Por eso conviene estar atentos a la Palabra que se nos comunica y que puede salvarnos.


          Pero Jesús advierte de otro peligro que acecha: “Dejáis a un lado los mandamientos de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Lo que Dios propone es principio de vida, mientras que los mandamientos de los hombres, aunque aparezcan como signo de libertad, a la larga esclavizan, no ayudan al hombre a crecer humana y espiritualmente. Las lecturas de este domingo invitan a abrirnos a la Palabra de Dios, a comportarnos en la vida según su voluntad, demostrando con nuestro obrar la fe que arde en nuestro interior: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es visitar a los atribulados y no mancharse las manos con este mundo”. Como dice la Escritura: “Observa los mandamientos y vivirás”.

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