27 de junio de 2015

DPMINGO XIII (Ciclo B)


          “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Dios creó al hombre para la inmortalidad”. Así de claro habla el autor del libro de la Sabiduría, un judío del siglo primero antes de la era cristiana, que conocía bien tanto el contenido de la revelación mosáica del pueblo judío, como la cultura helenística de los pueblos vecinos. Es realmente importante subrayar esta presentación positiva del Dios en el que creemos, como autor y amigo de la vida. Y también es hora de desechar como falsa la imagen que, demasiadas veces, se ha propuesto de Dios como un ser celoso de sus privilegios, sólo preocupado en imponer mandatos, sanciones o condenas a los pobres mortales. Nuestro Dios no es Dios de muerte, de sufrimiento, de dolor o angustia, sino un Dios de vida. Y aunque pueda parecer contradictorio, esta verdad aparece proclamada definitivamente en  la imagen de Jesús clavado en la cruz, que está proclamando que él se dejó crucificar para vencer a la muerte, al dolor, a la enfermedad, para darnos una esperanza segura de vida que no puede ser destruida por la muerte.

         En este mismo sentido hemos de entender el relato que hoy nos propone el evangelista san Marcos, al evocar a dos personas angustiadas que se acercan a Jesús: una pobre mujer enferma que padecía flujos de sangre, y a un preocupado padre que temía perder a su hija. Los dos casos trascienden  la anécdota concreta de aquellos personajes y muestran a Jesús como el enviado de Dios venido para anunciar a su pueblo la superación tanto de la enfermedad como de la muerte. En esta misma línea Jesús no dudará, un día, en afirmar categóricamente: “El que cree en mí tiene vida eterna”. Pero el mensaje de Jesús no es una panacea fácil para resolver los pequeños problemas de cada individuo, sino que se refiere a la salvación de toda la humanidad, y permanece válido para todos los que tienen fe, que creen de verdad en las palabras de Jesús.

         Es instructivo acercarse a los dos personajes que centran hoy el relato evangélico. En primer lugar, la mujer que, preocupada por la enfermedad que le aquejaba y, seguramente, recordando lo que se contaba de aquel Maestro, se atreve a pensar que tocando el vestido de Jesús podría verse curada. Y armándose de valor alarga la mano hasta tocar la ropa del Maestro: se realiza el prodigio y Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. En segundo lugar, el padre, personaje importante en la sinagoga local, que angustiado por la inminente muerte de su hija, no duda en salir en busca de Jesús, el cual le dice simplemente: “No temas, basta que tengas fe”. Y por haber creído en las palabras de Jesús pudo abrazar de nuevo a su hija viva y curada.

         Pero creer no es fácil. Lo sabemos todos por experiencia. Más aún: creer es difícil, porque creer significa darse, entregarse, hacer confianza, lanzarse al vacío, convencidos y seguros de que Dios nos recibirá en sus manos, nos acogerá y nos salvará. La fe no se vende ni se compra, no existen fórmulas para explicarla o recomendarla. Se trata de una aventura personal, arriesgada sin duda, pero grávida de consecuencias. Tanto que de nuestra fe depende en realidad el mismo sentido de toda nuestra existencia.


         Las enseñanzas de la Palabra de Dios que se nos proponen hoy podrían parecer una broma del mal gusto a la luz de las noticias que los medios de comunicación ofrecen continuamente. Vivimos en un mundo caduco, imperfecto, en el que lo negativo deja sentir con fuerza su presión, pero es en medio de este mismo mundo perecedero y fugaz que la voz de Dios nos llama a la vida y a la esperanza. El gran don de la vida que disfrutamos tiene fijado ciertamente el término ineludible que es la muerte. Y la muerte va acompañada por la enfermedad, el dolor y el sufrimiento, que ensombrecen el paso de nuestra vida presente. Y estos rasgos negativos, a pesar de todos los adelantos de la ciencia, han jugado, juegan y continuarán jugando un papel importante en el esfuerzo del hombre por someter y dominar la tierra y contribuir en la evolución de la misma creación. Ante esta realidad,  cimentados sobre nuestra fe en Jesús,  no hemos de resignarnos a perderlo todo, sino que esperamos, más allá del umbral de la muerte, una nueva realidad, que asegurará una continuidad en nuestra historia. Hoy se nos invita a creer decididamente en Jesús, que entregó su vida para obtener la victoria sobre el pecado y la muerte, diciendo a todos los hombres y mujeres del mundo que la vida que Jesús ofrece no acaba, sino que continúa más allá de la muerte y de la enfermedad.

20 de junio de 2015

DOMINGO XII (Ciclo B)

         

   “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. El grito, que  una fuerte tormenta en el pequeño lago de Galilea, arrancó de los angustiados discípulos  de Jesús, se ha repetido infinidad de veces, todas las veces que los humanos se han visto amenazados pensando que llegaban a su fin. Es el grito que resuena siempre que pensamos que Dios duerme y no se da cuenta de nuestros trabajos y luchas. Jesús, como recuerda san Marcos, después de dejar a la multitud que le había escuchado, decidiendo pasar a la otra orilla del lago junto con sus discípulos, habiendo quedado dormido durante el viaje, es despertado por los discípulos sobresaltados por una inesperada y violenta tempestad. De pie, Jesús se dirige al viento y al mar y sobreviene una gran calma. El hecho era insólito y su importancia queda reflejada en la reflexión final: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.

            En la mentalidad del pueblo de Israel se entendía la potencia de Dios dominando y poniendo límites a las aguas revueltas. En los textos bíblicos, junto al mar como símbolo del mal, las tempestades y las olas evocaban las tentaciones del justo. Jesús se impone con autoridad al viento y al mar: de esta manera aparece como el Hijo de Dios, el salvador, que va a inaugurar la nueva creación. Al describir el gesto de levantarse del sueño, el evangelista utiliza el mismo término que utilizará después para hablar de la resurrección. La tempestad calmada es una alusión al gesto definitivo de la Pascua, cuando, despertándose del sueño de la muerte, Jesús inicia la nueva creación, después de haber vencido el pecado, el dolor y la muerte.

            Pero no es éste el único mensaje de la tempestad calmada. Marcos ha subrayado el miedo y la zozobra de los discípulos ante los elementos desencadenados. La angustia les lleva a despertar a Jesús, cuya presencia en medio de ellos, aunque dormido, no les bastaba. De ahí la recriminación de Jesús: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. En efecto, no obstante las repetidas enseñanzas, confirmadas con los signos y milagros, los discípulos demuestran una grave falta de fe. No han entendido que la presencia de Jesús es garantía suficiente de salvación, más aún, la desconfianza que manifiestan indica cuanto les costará entender que la salvación realizada por Jesús no elimina de por sí las pruebas y dificultades. Más aún, la salvación sólo podrá ser una realidad en la medida que Jesús acepte la gran tentación, la gran prueba de su pasión y muerte, contando únicamente con Dios y su potencia. El evangelista, al presentarnos la tempestad calmada  invita a una fe total en Jesús, una fe que ha de abrazar toda la vida del creyente, para permitirle así superar cualquier tipo de miedo y de angustia ante las dificultades que amenazan arrollar nuestra misma existencia.

            Y lo que se afirma del creyente hay que entenderlo también de la Iglesia. Vivimos en un mundo que sufre las consecuencias de la injusticia, del odio y de la violencia. La voz de la Iglesia, como testigo de Jesús y de su mensaje, no siempre es escuchada; más aún, su prestigio parece que vaya debilitándose. No es de extrañar pues que, a menudo, nos asalte el temor y la zozobra, y con los discípulos gritemos: “Maestro, ¿No te importa que nos hundamos?”. Y Jesús repite siempre la misma respuesta: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”.

            El mismo mensaje lo encontramos en la segunda lectura: el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, ha recordado cual es el motivo que sustenta toda su actividad: su fe en el amor que Jesús ha manifestado muriendo en la cruz por todos los hombres, para que tengan vida y la tengan en abundancia. Este amor impulsa a Pablo a darse totalmente, a vivir, no para sí mismo, sino para Jesús. Pablo desea que todos los que, por el bautismo, han participado en la vida de Jesús, se comporten de tal manera que dejen vivir en si mismos al que por nosotros murió y resucitó, no siguiendo ya sus propios criterios o intereses, sino conformándose con Jesús.


            Una vida semejante solo es posible en la medida en que el cristiano, por la fe, acepte el misterio pascual de Jesús, misterio que entraña muerte y resurrección. Tratemos pues de conocer a Jesús no con criterios humanos sino entrando en el misterio de la fe, de tal manera que su vida llegue a ser nuestra vida, y así podamos obtener frutos de salvación y ser en Jesús una criatura nueva.

30 de mayo de 2015

DOMINGO DE LA SANTíSIMA TRINIDAD

GLORIA AL PADRE AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO

            “Reconoce hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Estas palabras del libro del Deuteronomio invitan a recordar a Moisés, el  hombre que hizo salir de Egipto a unas pequeñas tribus esclavizadas por el Faraón, y que, en la soledad del desierto fueron formando el pueblo hebreo, el pueblo de Israel, que, a pesar de su fragilidad, pudo y supo superar ataques y persecuciones de naciones más fuertes, para llegar hasta el día de hoy, como heredero y portador de una tradición espiritual, en cuyo seno apareció Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, venido para salvar a los hombres de toda raza, lengua, cultura y nación.

            La razón que explica la supervivencia de Israel es precisamente su fe en el Dios único, que le escogió, le guió, lo protegió. La Biblia ha conservado los avatares de la relación entre Dios y su pueblo escogido, relación hecha de rebeliones, pecados y apostasías, junto con muestras de perdón, amor y misericordia. La contemplación de esta historia justifica plenamente las palabras que Moisés dirige a su pueblo: “¿Algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?”.

            La fe de Israel es una fe surgida de la experiencia de haber sentido a Dios junto a sí, en el bien y en el mal, y desde esta realidad vivida ha creído, se ha fiado de Dios. Y esta fe en Dios no queda en  palabras que se lleva el viento, sino que revisten en algo sumamente concreto como es observar los mandamientos, que han entenderse no como imposición de dominio por parte de Dios y de sujeción de parte del hombre, sino como respuesta amorosa y libre del hombre a este Dios que se le hace vecino y compañero, con el que mantiene un diálogo que promete vida.

            Este Dios único, amante de los hombres, a los que ha hablado repetidas veces por medio de profetas, ha querido, en la plenitud de los tiempos, hacerse presente en la tierra en la persona de su Hijo Jesús, para repetir con inusitada insistencia su deseo de ser reconocido como Padre amoroso, que quiere que los hombres sean en verdad hijos y herederos suyos, participando en la misma vida divina. Y comunica con generosidad su mismo Espíritu, para que enseñe a los hombres a llamar sin miedo a Dios con toda confianza: “Abba, Padre”.

            Pero la historia se repite. El hombre de hoy a menudo cierra los oídos del corazón y no acoge la Palabra que salva. Poco a poco, tanto los individuos como la sociedad, vamos marginando al Dios que se ha manifestado, al Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha enriquecido con su Espíritu, que quiere acercarse cual Padre a sus hijos amados. Cada vez más se considera inútil e innecesario este Dios que se nos ha revelado, y el hombre, para no estar sometido al Dios que le ofrece la vida, la inteligencia y la libertad, no duda en escoger otros dioses, ante los cuales se postra, para rendirles homenaje y servicio, para dedicarles su atención, su tiempo y sus energías, no dudando a veces en sacrificarles incluso su vida y la de los demás. Los nuevos dioses que han suplantado al Dios de la Biblia se llaman dinero, poder, placer, diversión, negocios. Y estos dioses, aunque prometan mucho, al fin de cuentas no son capaces de proporcionar la verdadera vida, la verdadera libertad, que en cambio ofrece el Dios de la revelación.

            Nuestro Dios, el Dios de la revelación, no pide que salgamos de este mundo. Fue él que nos dijo: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Nos espera una gran labor, la de colaborar con Dios en la promoción del mundo, para que sea cada vez más justo, más humano, pero esta gran obra hemos de hacerla como hijos de Dios, sin renegar de aquel que ha querido ser llamado Padre y hacernos hijos y herederos. Quizá no estaría de más que, hoy, en la intimidad de nuestro corazón, nos examinemos y nos preguntemos con toda sinceridad: ¿a qué Dios adoramos? ¿En qué Dios creemos? ¿a qué Dios servimos?