23 de mayo de 2015

PENTECOSTÉS ( Ciclo B)

   

           Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto exhaló su aliento sobre los discípulos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. San Juan, en el evangelio, evoca hoy la experiencia que los discípulos vivieron en la tarde del día de Pascua, cuando Jesús, apenas resucitado, les entregó el mayor don que podía ofrecerles: el Espíritu Santo. El mismo evangelista, al describir la muerte de Jesús, al decir que “entregó su Espíritu”, deja entender que, en el momento de su muerte, devuelve al Padre el Espíritu Santo que había recibido. Se trata de aquel mismo Espíritu que, desde las primeras páginas de la Biblia aparece como viento, lleno de fuerza e ímpetu, que, en el momento de la creación suscitaba la vida en el universo. Este mismo Espíritu, a lo largo de la historia, guió a todos los justos, animó a los patriarcas y profetas, cubrió con su sombra a la Virgen María para hacer de ella la Madre de Dios, descendió en forma de paloma sobre Jesús en el momento de su bautismo y estuvo con él durante su vida: se manifestaba en la fuerza que salía de Él en la predicación del Evangelio y la realización de los milagros. Este mismo Espíritu Jesús lo recibe de nuevo al resucitar de entre los muertos, para entregarlo a los suyos.
Con la fuerza del Espíritu los discípulos podrán continuar la obra de Jesús y llevarla hasta los confines de la tierra. Los que le había acompañado durante la vida pública, son llamados ahora a ser sus testigos, y para ello les otorga el Espíritu Santo. La misión que Jesús confía a los apóstoles con el don del Espíritu, encuentra su solemne comienzo en la escena que san Lucas ha recordado en la primera lectura, diciendo que el Espíritu, en forma de lenguas de fuego, bajó sobre los apóstoles, y éstos empiezan a proclamar las maravillas de Dios de tal manera que todos los pueblos, a pesar de las distintas lenguas, los entendían. El Espíritu ha puesto fin a las barreras que separan a las diversas naciones, para que en la unidad de la fe en Jesús, bajo la acción del único Espíritu, se lleve a cabo la unidad y la fraternidad de todos los hombres. 

San Lucas recuerda cómo todos los presentes en Jerusalén con motivo de la fiesta judía de Pentecostés, procedentes de distintas y variadas regiones del mundo, quedaron sorprendidos por el hecho de oir a los apóstoles hablar cada uno en su propia lengua. Esta característica del primer Pentecostés ha de entenderse en sentido espiritual y de hecho ha continuado a lo largo de los siglos en cuanto hombres y mujeres, de raza, lengua y cultura, temperamento y condición diferentes, han sabido, por la fuerza del Espíritu, vivir y trabajar en la unidad por haber sabido escuchar el único lenguaje de la fe y del amor que vienen de Dios. 

La manifestación sorprendente del Espíritu en el día de Pentecostés fue algo insólito, pero, de alguna manera, continuó en los primeros momentos de la vida de la Iglesia como recuerda el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los Corintios enumera los carismas de sabiduría, ciencia, fe, gracia de curaciones, don de los milagros, profecía, discernimiento de los espíritus, don de lenguas, el saber interpretarlas, que el Espíritu suscitaba en los creyentes. Sería un error pensar que hoy el Espíritu ha dejado de actuar, por el hecho de que ya no son habituales aquellas manifestaciones sorprendentes. La actividad del Espíritu no ha cesado ni puede cesar. 

En efecto, San Pablo afirma hoy en la segunda lectura: “Nadie puede decir «Jesús es el Señor» si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Es decir se puede afirmar sin lugar a dudas que si la Iglesia existe, es por la acción del Espíritu. Es el Espíritu que hace a la Iglesia, que perdona los pecados de los hombres, los fortalece y anima, los hace permanecer unidos en la confesión de Jesus y su evangelio, para dar testimonio de él con una vida plasmada por la voluntad de Dios. No por ser menos visible y aparente la acción del Espíritu es menos real. No apaguemos al Espíritu, no le contristemos, sino déjemonos llevar por él para que nos conduzca a la plenitud del Reino de Dios.

16 de mayo de 2015

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Ciclo B)

        
         
         Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo. Estas palabras del apóstol San Pablo nos introducen a contemplar el misterio de la exaltación de Jesús, que se ha sentado a la diestra de Dios en el cielo y ha sido constituido Mesías y Señor, rey del universo entero. Cada vez que proclamamos nuestra fe en el Credo, decimos de Jesús: “Padeció y fue sepultado, resucitó al tercer día, según las Escrituras, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”, y en este domingo celebramos con toda la Iglesia la Ascensión de Jesús, es decir cuando fue exaltado a la diestra del Padre, elevando nuestra pobre naturaleza humana hasta el mismo trono de Dios. De hecho se trata de un momento importante de la misión que el Padre le había encomendado y que él mismo resumió diciendo: “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y regreso al Padre”.

 El Nuevo Testamento es muy sobrio al evocar este momento de la vida de Jesús, evitando detalles que podrían satisfacer nuestra imaginación.El libro de los Hechos de los Apóstoles simplemente dice: “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Y el evangelio de Marcos se limita a decir que Jesús, después de hablar con los discípulos, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. A los autores del Nuevo Testamento les preocupa menos el hecho en sí mismo que lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, los textos recuerdan como Jesús, después de darles pruebas de que estaba vivo, les prepara para la misión de anunciar el Reino que les encomendaba. 

        Si el retorno de Jesús al Padre supone el término de su presencia visible en medio de sus discípulos, en compensación se les promete el don del Espíritu, el bautismo de fuego que recibirán y que les dará la fuerza necesaria para ser los testigos del Maestro y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a toda la humanidad. En este sentido, la ascensión de Jesús señala indudablemente un momento importante en la historia de la salvación, pues inicia el tiempo de la Iglesia, tiempo de la fe, no ya el tiempo de la visión. No vemos ya a Jesús de forma visible, pero él continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo, que encontramos en la palabra de las Escrituras, en la predicación de los apóstoles, en la realidad de los sacramentos.

  La Ascensión de Jesús invita a evitar una doble tentación: la de una estéril nostalgia del pasado y la de una quimérica idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de reproducirlo de alguna manera. No podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. La manifestación futura del reino y las características de su realización son el secreto que el Padre se ha reservado. No tenemos derecho a malgastar nuestro tiempo, que es caduco y pasa, para pretender describir algo que no depende de nuestra decisión y que, seguramente, superará cualquier imagen o boceto que podamos diseñar.

  Lo importante para nosotros es la tarea del presente, la de continuar anunciando con nuestra vida y nuestras palabras el misterio de Jesús, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios ofrece a todos sin distinción y con gran generosidad. 




9 de mayo de 2015

DOMINGO VI DE PASCUA (Ciclo B)



        “Como mi Padre me amó, así Yo os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que Yo, he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.  Os he dicho estas cosas, para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado”. 


        “Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”. Estas palabras que el libro de los Hechos de los Apóstoles pone en labios de San Pedro, señalan el momento en que la primera comunidad cristiana tuvo que abrirse, superando prejuicios y estrecheces de espíritu, para acoger a los no judíos a la promesa del Reino de Dios que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, vino a anunciar a la humanidad entera, por encima de toda distinción de razas, lenguas y culturas. Esta nueva dimensión de acogida llegó a su plenitud cuando los discípulos de Jesús entendieron toda la dimensión de las palabras que el evangelio de hoy proclama con énfasis, es decir que todos los hombres y mujeres estamos llamados a ser en verdad los “amigos de Jesús”.

“Vosotros sois mis amigos”, dijo Jesús a sus discípulos. El testimonio de la literatura universal, antigua y moderna, religiosa o no, asegura que una amistad auténtica es uno de los mayores tesoros de que se puede disfrutar en esta vida. Por esta razón nunca agradeceremos bastante que Jesús se digne en llamar amigos a quienes él mismo escogió para hacerlos testigos destinados a transmitir el mensaje de salvación al resto de la humanidad. Con esta afirmación, Jesús invita a todos a mantener con él la relación que se acostumbra a tener entre amigos de verdad y no la que puede existir entre un amo y sus siervos, entre un señor y sus dependientes. 

Esta afirmación de Jesús la encontramos en el Evangelio en el conjunto de un discurso en el que aparecen entremezclados con insistencia dos conceptos que podrían parecer contradictorios: el concepto del amor, que dice relación espontanea entre personas libres, y el del cumplimiento de mandamientos o normas, que podría suponer sumisión u obligación. En efecto, cabe preguntarse si son realmente compatibles estas dos realidades del amor y de los mandamientos. Hay quien que no ha dudado en afirmar que un Dios, que es creador de los hombres, que es bueno y que realmente ama, no debería imponer preceptos y normas que pueden coartar la libertad. Conviene seguir con la lectura del texto para entender su mensaje y disipar dudas.

“Permaneced en mi amor”, propone Jesús. Y a continuación  añade: “El que quiera permanecer en el amor, ha de guardar los mandamientos”. Guardar los mandamientos aparece como el modo de permanecer en el amor. Y para salir al paso de posibles objeciones y mostrar que lo que pide no es absurdo o incoerente, Jesús se propone a sí mismo como ejemplo concreto y real, al decir: “Lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Y si él puede hacerlo, no ha de ser imposible tampoco para nosotros. 

Y por si pudiera quedar aún alguna duda, y facilitar la aceptación de sus palabras, Jesús da un paso más y concluye: “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Amor y mandamientos en la perspectiva de Jesús no pueden oponerse  porque el contenido de lo que llamamos “mandamientos” no es otra cosa que el amor, o mejor, el auténtico ejercicio del amor. Y como broche final añade: “Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Es decir, lo que él ha hecho, lo que explica el sentido de la venida del Hijo de Dios hecho hombre entre la humanidad. Jesús ha venido para amar, para amar a Dios, que le ha enviado, para amar a los hombres a los que ha sido enviado. Y pide de nosotros que nos dejemos arrastrar por esta corriente de amor, que nos abramos para recibir y para dar amor.


Reconozcamos, como decía el apóstol Juan en la segunda lectura, la iniciativa de amor que parte de Dios y se nos ofrece, y esforcémonos en amarnos unos a otros, demostrando así que conocemos de verdad a Dios y que tratamos de agradarle de todo corazón, para ser realmente sus amigos.