Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto exhaló su aliento sobre los discípulos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. San Juan, en el evangelio, evoca hoy la experiencia que los discípulos vivieron en la tarde del día de Pascua, cuando Jesús, apenas resucitado, les entregó el mayor don que podía ofrecerles: el Espíritu Santo. El mismo evangelista, al describir la muerte de Jesús, al decir que “entregó su Espíritu”, deja entender que, en el momento de su muerte, devuelve al Padre el Espíritu Santo que había recibido. Se trata de aquel mismo Espíritu que, desde las primeras páginas de la Biblia aparece como viento, lleno de fuerza e ímpetu, que, en el momento de la creación suscitaba la vida en el universo. Este mismo Espíritu, a lo largo de la historia, guió a todos los justos, animó a los patriarcas y profetas, cubrió con su sombra a la Virgen María para hacer de ella la Madre de Dios, descendió en forma de paloma sobre Jesús en el momento de su bautismo y estuvo con él durante su vida: se manifestaba en la fuerza que salía de Él en la predicación del Evangelio y la realización de los milagros. Este mismo Espíritu Jesús lo recibe de nuevo al resucitar de entre los muertos, para entregarlo a los suyos.
Con la fuerza del Espíritu los discípulos podrán continuar la obra de Jesús y llevarla hasta los confines de la tierra. Los que le había acompañado durante la vida pública, son llamados ahora a ser sus testigos, y para ello les otorga el Espíritu Santo. La misión que Jesús confía a los apóstoles con el don del Espíritu, encuentra su solemne comienzo en la escena que san Lucas ha recordado en la primera lectura, diciendo que el Espíritu, en forma de lenguas de fuego, bajó sobre los apóstoles, y éstos empiezan a proclamar las maravillas de Dios de tal manera que todos los pueblos, a pesar de las distintas lenguas, los entendían. El Espíritu ha puesto fin a las barreras que separan a las diversas naciones, para que en la unidad de la fe en Jesús, bajo la acción del único Espíritu, se lleve a cabo la unidad y la fraternidad de todos los hombres.
San Lucas recuerda cómo todos los presentes en Jerusalén con motivo de la fiesta judía de Pentecostés, procedentes de distintas y variadas regiones del mundo, quedaron sorprendidos por el hecho de oir a los apóstoles hablar cada uno en su propia lengua. Esta característica del primer Pentecostés ha de entenderse en sentido espiritual y de hecho ha continuado a lo largo de los siglos en cuanto hombres y mujeres, de raza, lengua y cultura, temperamento y condición diferentes, han sabido, por la fuerza del Espíritu, vivir y trabajar en la unidad por haber sabido escuchar el único lenguaje de la fe y del amor que vienen de Dios.
La manifestación sorprendente del Espíritu en el día de Pentecostés fue algo insólito, pero, de alguna manera, continuó en los primeros momentos de la vida de la Iglesia como recuerda el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los Corintios enumera los carismas de sabiduría, ciencia, fe, gracia de curaciones, don de los milagros, profecía, discernimiento de los espíritus, don de lenguas, el saber interpretarlas, que el Espíritu suscitaba en los creyentes. Sería un error pensar que hoy el Espíritu ha dejado de actuar, por el hecho de que ya no son habituales aquellas manifestaciones sorprendentes. La actividad del Espíritu no ha cesado ni puede cesar.
En efecto, San Pablo afirma hoy en la segunda lectura: “Nadie puede decir «Jesús es el Señor» si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Es decir se puede afirmar sin lugar a dudas que si la Iglesia existe, es por la acción del Espíritu. Es el Espíritu que hace a la Iglesia, que perdona los pecados de los hombres, los fortalece y anima, los hace permanecer unidos en la confesión de Jesus y su evangelio, para dar testimonio de él con una vida plasmada por la voluntad de Dios. No por ser menos visible y aparente la acción del Espíritu es menos real. No apaguemos al Espíritu, no le contristemos, sino déjemonos llevar por él para que nos conduzca a la plenitud del Reino de Dios.
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