7 de febrero de 2015

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO

Reflexiones sobre las lectura de la Santa Misa  


       “El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y, ¡ay de mí sí no anuncio el Evangelio!”. El apóstol san Pablo, al evocar su vocación, entiende cómo Jesús ha hecho del  fariseo perseguidor de la primera iglesia un ardiente heraldo de la buena nueva, y sin entretenerse en calcular la ganancia material que su trabajo apostólico pueda proporcionar, se preocupa solamente en dar a conocer el Evangelio. Esta actitud del apóstol es la misma que caracteriza a toda la Iglesia, desde Pablo hasta hoy: anunciar el Evangelio con decisión y generosidad, sin buscar compensaciones humanas. Al decir ”Iglesia” hay que entender todos los bautizados en Cristo, pues todos estamos llamados a anunciar el Evangelio, la Buena Nueva del Reino, con nuestra vida y con nuestra palabra.

         “Anunciar el Evangelio de Jesús” supone entender que Jesús vino al mundo para salvar al hombre y a la mujer del pecado y de sus consecuencias, incluída la muerte que angustia y oprime el vivir de la humanidad. Hoy la primera lectura ha recordado a Job, un individuo que representa a cuantos, a lo largo de la historia y aún hoy, están sujetos a la injusticia, al dolor, al sufrimiento, a la desesperación, a la nostalgia, conscientes de la brevedad de la existencia, que se encamina fatalmente hacia la muerte. El problema que oprime a Job y a quienes se le parecen sólo encuentra solución en la fe, en la acogida de la Buena Nueva que Jesús ha traído a los hombres. Pues Jesús ha venido para salvar al hombre todo entero, no sólo de las contrariedades de la vida presente sino incluso de la nada que parece esconderse detrás de la muerte: Jesús ha venido a ofrecer la vida y una vida que es más vida que la que vivimos cada día, que no conoce ninguna clase de límite, porque es un don de Dios y en Dios.

         El evangelio presenta hoy la figura del Jesús que pasa haciendo el bien. En primer lugar, Marcos habla de la oración de Jesús, que, como nos dice, se levanta de madrugada para retirarse en descampado y orar, para orar al Padre, como precisan los otros evangelistas. Jesús, por ser  el Hijo de Dios, tiene necesidad de orar, de estar en comunicación intensa y profunda con el Padre que le ha enviado y que le asiste en todo su ministerio. Es en la oración que Jesús recibe la fuerza de predicar, de anunciar el Reino, de invitar a los hombres a la conversión, a volverse hacia Dios y abrirse a su amor. Éste es el contenido de la Buena Nueva de Jesús, éste es el Evangelio que Pablo anunciaba y que la Iglesia de todos los tiempos ha de continuar haciendo llegar a todos los hombres sin excepción, incluso a aquellos que, por considerarse suficientemente adultos, creen poder prescindir de Dios.

         Y para que sus palabras no vuelen con el viento y queden en el corazón de los hombres para dar el fruto conveniente, Jesús se prodiga en favor de los necesitados. Primero es la suegra de Simón Pedro que recibe el beneficio de su presencia. Después de ella son todos los enfermos y poseídos de la comarca. Pero Jesús no se para, continua caminando de aldea en aldea para anunciar el Reino, que es para lo que ha venido. Él no es un curandero ambulante; sus signos no son fin en sí mismos: quieren indicar la realidad de su misión.


         Entre estas curaciones, el evangelio de hoy nos recuerda una escena que causó impresión en los primeros discípulos de Jesús, pues la hallamos en tres de los cuatro evangelios: la curación de la suegra de Pedro. Jesús, al salir de la sinagoga, entra en la casa de Pedro, y allí encuentra a una mujer en cama con fiebre. Jesús se le acerca, la coge de la mano y la levanta. La curación de la suegra de Pedro quiere indicarnos lo que Jesús quiere hacer con todos los hombres: levantarlos de su miseria para darles vida y esperanza. El efecto del gesto de Jesús lo describe el evangelista al afirmar que la mujer se puso a servirles  inmediatamente. Que Jesús nos haga levantar de nuestra postración espiritual y nos disponga para vivir generosamente al servicio del Evangelio, en bien de nuestros hermanos los hombres.

31 de enero de 2015

DOMINGO IV (C. B) DEL TIEMPO ORDINARIO

Reflexiones sobre las lecturas de la Misa


Suscitaré un profeta de entre sus hermanos. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande. Estas palabras del libro del Deuteronomio recuerdan que Dios no se olvida de su pueblo, y que siempre hará los posibles para que no le falte nunca su Palabra. Israel, a lo largo de su historia y por medio de los profetas, recibió el consuelo y la ayuda divinas para superar los contratiempos que nunca faltan en la existencia de la humanidad, pero sobre todo para conocer el camino a seguir a fin de obtener las promesas definitivas de Dios. Hablar de profetas hoy no suscita demasiada extrañeza ni supone un problema para el hombre moderno. Conocer lo que va a pasar, tener una visión más o menos clara de lo que se avecina, ha suscitado siempre interés, y ha habido quien se ha atrevido a decir que la vida del hombre sería más soportable si supiera de antemano lo que le espera. Pero esta curiosidad no solamente no es buena, sino que es malsana, porque en el fondo no es otra cosa que falta de fe y de confianza en Dios. Quién ha creído en verdad en el amor de Dios no tiene necesidad de recurrir a técnicas humanas para penetrar sus designios, que no pueden ser sino designios de paz y de salvación.

Según su etimología, profeta es aquel que habla en nombre de otro, y es precisamente este aspecto el que muestra la dimensión de los profetas bíblicos. Aunque a veces hayan podido anunciar lo que estaba por venir, su misión consistió sobre todo en comunicar un mensaje de Dios, invitando a conocer el proyecto divino. Los profetas, a menudo,  denunciaban y criticaban situaciones que no respondían a la voluntad de Dios manifestada en su ley, y por esta razón, fueron personajes incómodos, portadores de inquietud, en la medida que no dejaban dormir en paz a los hombres recostados en la mediocridad que se habían construido. Y así, tantos fueron perseguidos e incluso pagaron con su vida la fidelidad a la vocación recibida.

En el evangelio, Marcos recordaba una intervención de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, que causó profunda impresión entre los presentes por su modo de hablar porque, decían, no enseñaba como los escribas, sino con autoridad, confirmando con signos las palabras que pronunciaba. Aunque el texto del evangelio no usa el término profeta, sin duda alguna la imagen de Jesús en esta escena, y en otras paralelas, evocaba la promesa del Deuteronomio y se podía reconocer en aquel hombre un profeta de Dios, que abría el espíritu de quienes le escuchaban a una esperanza nueva.

Esta escena resume lo que, a lo largo de su evangelio, Marcos intenta delinear acerca de la verdadera imagen de Jesús: él es el Profeta que comunica la Buena Noticia de Dios a los hombres, ungido por el Espíritu desde el bautismo, cuya potencia acompaña su ministerio de la palabra; es el Maestro que con paciencia enseña a los suyos la realidad del Reino; es el Hijo del hombre y el Siervo de Dios, que en la humildad de su condición humana asumirá la exigencia de su función mesiánica, aceptando generosamente la muerte en la cruz, para llevar a cumplimiento las Escrituras.


Quienes escucharon a Jesús y quedaron asombrados por el poder y autoridad que demostraba, contaron a su vez a otros la experiencia vivida, la impresión recibida, de modo que, como dice Marcos, su fama se extendió en seguida por todas partes. A lo largo del evangelio las muchedumbres se entusiasmaban a menudo pero fácilmente se volvían atrás, y así fueron estas mismas multitudes que, movidas por los responsables de Israel arrancaron del procurador romano la sentencia de muerte para Jesús. Si hemos escuchado el mensaje de Jesús, si hemos comprendido la potencia divina que hay en él, hagamos nuestra la recomendación del salmo que se canta hoy: Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón. Abramos el corazón y decidámonos, una vez por todas a seguir la llamada del Señor, para poder gozar un día de su Reino.
Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

24 de enero de 2015

Domingo 3 del Tiempo Ordenario C.B

       
"Después que Juan hubo sido encarcelado,
 fue Jesús a Galilea, predicando la buena nueva de Dios"
          Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio. Así Jesús inició su predicación, su ministerio por tierras palestinas y, después de dos mil años de Iglesia, este mensaje continúa siendo proclamado, pues no ha perdido su actualidad por parte de Dios, que continua invitando a los hombres a la conversión para que puedan entrar en su Reino. Por desgracia, por parte de los hombres este mensaje ha ido relativizándose, perdiendo la fuerza y, a veces incluso, ante la llamada a la conversión hay quien se permite decir con sorna: Y ¿en qué hemos de convertirnos? Y de esta manera se banaliza la cuestión.

La lectura del libro del profeta Jonás recordaba el esfuerzo de conversión de Nínive, la gran capital del imperio asirio, un texto que, sin duda, puede hacer sonreír a muchos, pues no es fácil aceptar que, en aquella urbe enorme, todos desde el rey al último desgraciado, adopten posturas de conversión, sólo porque a un buen hombre que se las da de profeta, se atreve a anunciar la próxima destrucción de la ciudad. En verdad todo esto parece una fábula sin sentido, inaceptable para una mente que se considera razonable y equilibrada. Y sin embargo la llamada de Dios a la conversión está ahí, a la puerta.

Cualquier llamada a la conversión es cuestión compleja, mucho más grave de lo que parece a primera vista, pues no se trata de una cambio más o menos superficial. La llamada a la conversión exige, en el fondo, aceptar la idea de un Dios, creador de todo lo que existe, de un Dios legislador que señala a los hombres unas pautas para su comportamiento en la vida de cada día, de un Dios ante el cual, se quiera o no se quiera, habrá que rendir cuentas un día. Y es esto precisamente lo difícil, lo que se rechaza. ¿Por qué el hombre ha de depender de alguien, aunque sea de un Dios, un Dios que permanece demasiado tiempo escondido y sólo hace llegar su palabra por medio de personas que distan mucho de ser testigos fiables? Toda conversión supone dejar espacio a Dios en nuestra vida. He aquí el punto neurálgico del problema.

Porque a fin de cuentas, el problema que plantea la conversión es el mismo que, según el libro del Génesis, explica la transgresión de los primeros padres: ”Si coméis del fruto prohibido conoceréis el bien y el mal, seréis como Dios”. El hombre de hoy vive en un mundo en el que la técnica intenta resolver todos los problemas, y, en consecuencia, deja poco espacio para Dios, que aparece cada vez menos necesario, e incluso a veces como un aguafiestas, que desbarata nuestros planes. De ahí es fácil insistir con energía en favor de la autonomía del hombre, afirmando que no necesita estar sometido a nada y a nadie, y así, como decía un autor, para que el hombre viva, Dios tiene que morir. Seguir por esta línea, puede conducir muy lejos y, al mismo tiempo, aportar pocas respuestas y soluciones.

Quienes pretendemos celebrar el domingo, el día del Señor, lo hacemos porque creemos en Dios, porque confesamos que Jesús es el Hijo de Dios, venido al mundo para salvar a la humanidad y conducirla al Reino de los cielos. Hemos de acoger la advertencia de Jonás a los ninivitas de que conviene convertirse, reconocer ante Dios nuestro pecado y dar comienzo a un nuevo modo de ser. Como un día lo hicieron los corintios, hemos de aceptar la indicación de Pablo de que el momento es apremiante, porque la representación de este mundo se termina. Y también hemos de hacer nuestra la invitación a convertirnos y creer en el evangelio. 

Dios nos llama a la conversión, pero nos llama también a ser pescadores de hombres, a trabajar para que la llamada, el mensaje, llegue a todos los hombres. Escuchar la llamada no es difícil. Responder a la misma es más complicado. Pues todos tendemos a interpretar la llamada de Dios, haciendo que se acomode en lo posible a nuestro plan, a nuestra conveniencia, aunque para ello haya que mitigar el sentido radical de la llamada de Dios. ¡Cuántas veces queremos hacer nuestra propia voluntad, barnizada de modo que parezca voluntad de Dios, en lugar de ponernos a disposición de Dios, como nos lo muestran los apóstoles e incluso el mismo Jesús! Hoy por hoy tenemos tiempo. Aprovechémoslo para llevar a cabo cuanto Dios nos pide, nos propone, cuanto espera de nosotros.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense