24 de enero de 2015

Domingo 3 del Tiempo Ordenario C.B

       
"Después que Juan hubo sido encarcelado,
 fue Jesús a Galilea, predicando la buena nueva de Dios"
          Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio. Así Jesús inició su predicación, su ministerio por tierras palestinas y, después de dos mil años de Iglesia, este mensaje continúa siendo proclamado, pues no ha perdido su actualidad por parte de Dios, que continua invitando a los hombres a la conversión para que puedan entrar en su Reino. Por desgracia, por parte de los hombres este mensaje ha ido relativizándose, perdiendo la fuerza y, a veces incluso, ante la llamada a la conversión hay quien se permite decir con sorna: Y ¿en qué hemos de convertirnos? Y de esta manera se banaliza la cuestión.

La lectura del libro del profeta Jonás recordaba el esfuerzo de conversión de Nínive, la gran capital del imperio asirio, un texto que, sin duda, puede hacer sonreír a muchos, pues no es fácil aceptar que, en aquella urbe enorme, todos desde el rey al último desgraciado, adopten posturas de conversión, sólo porque a un buen hombre que se las da de profeta, se atreve a anunciar la próxima destrucción de la ciudad. En verdad todo esto parece una fábula sin sentido, inaceptable para una mente que se considera razonable y equilibrada. Y sin embargo la llamada de Dios a la conversión está ahí, a la puerta.

Cualquier llamada a la conversión es cuestión compleja, mucho más grave de lo que parece a primera vista, pues no se trata de una cambio más o menos superficial. La llamada a la conversión exige, en el fondo, aceptar la idea de un Dios, creador de todo lo que existe, de un Dios legislador que señala a los hombres unas pautas para su comportamiento en la vida de cada día, de un Dios ante el cual, se quiera o no se quiera, habrá que rendir cuentas un día. Y es esto precisamente lo difícil, lo que se rechaza. ¿Por qué el hombre ha de depender de alguien, aunque sea de un Dios, un Dios que permanece demasiado tiempo escondido y sólo hace llegar su palabra por medio de personas que distan mucho de ser testigos fiables? Toda conversión supone dejar espacio a Dios en nuestra vida. He aquí el punto neurálgico del problema.

Porque a fin de cuentas, el problema que plantea la conversión es el mismo que, según el libro del Génesis, explica la transgresión de los primeros padres: ”Si coméis del fruto prohibido conoceréis el bien y el mal, seréis como Dios”. El hombre de hoy vive en un mundo en el que la técnica intenta resolver todos los problemas, y, en consecuencia, deja poco espacio para Dios, que aparece cada vez menos necesario, e incluso a veces como un aguafiestas, que desbarata nuestros planes. De ahí es fácil insistir con energía en favor de la autonomía del hombre, afirmando que no necesita estar sometido a nada y a nadie, y así, como decía un autor, para que el hombre viva, Dios tiene que morir. Seguir por esta línea, puede conducir muy lejos y, al mismo tiempo, aportar pocas respuestas y soluciones.

Quienes pretendemos celebrar el domingo, el día del Señor, lo hacemos porque creemos en Dios, porque confesamos que Jesús es el Hijo de Dios, venido al mundo para salvar a la humanidad y conducirla al Reino de los cielos. Hemos de acoger la advertencia de Jonás a los ninivitas de que conviene convertirse, reconocer ante Dios nuestro pecado y dar comienzo a un nuevo modo de ser. Como un día lo hicieron los corintios, hemos de aceptar la indicación de Pablo de que el momento es apremiante, porque la representación de este mundo se termina. Y también hemos de hacer nuestra la invitación a convertirnos y creer en el evangelio. 

Dios nos llama a la conversión, pero nos llama también a ser pescadores de hombres, a trabajar para que la llamada, el mensaje, llegue a todos los hombres. Escuchar la llamada no es difícil. Responder a la misma es más complicado. Pues todos tendemos a interpretar la llamada de Dios, haciendo que se acomode en lo posible a nuestro plan, a nuestra conveniencia, aunque para ello haya que mitigar el sentido radical de la llamada de Dios. ¡Cuántas veces queremos hacer nuestra propia voluntad, barnizada de modo que parezca voluntad de Dios, en lugar de ponernos a disposición de Dios, como nos lo muestran los apóstoles e incluso el mismo Jesús! Hoy por hoy tenemos tiempo. Aprovechémoslo para llevar a cabo cuanto Dios nos pide, nos propone, cuanto espera de nosotros.

Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense

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