Reflexiones sobre las lectura de la Santa Misa
“El hecho de predicar
no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y, ¡ay de mí sí no
anuncio el Evangelio!”. El apóstol san Pablo, al evocar su vocación, entiende
cómo Jesús ha hecho del fariseo
perseguidor de la primera iglesia un ardiente heraldo de la buena nueva, y sin
entretenerse en calcular la ganancia material que su trabajo apostólico pueda
proporcionar, se preocupa solamente en dar a conocer el Evangelio. Esta actitud
del apóstol es la misma que caracteriza a toda la Iglesia, desde Pablo hasta
hoy: anunciar el Evangelio con decisión y generosidad, sin buscar compensaciones
humanas. Al decir ”Iglesia” hay que entender todos los bautizados en Cristo,
pues todos estamos llamados a anunciar el Evangelio, la Buena Nueva del Reino,
con nuestra vida y con nuestra palabra.
“Anunciar el Evangelio de Jesús” supone
entender que Jesús vino al mundo para salvar al hombre y a la mujer del pecado
y de sus consecuencias, incluída la muerte que angustia y oprime el vivir de la
humanidad. Hoy la primera lectura ha recordado a Job, un individuo que
representa a cuantos, a lo largo de la historia y aún hoy, están sujetos a la
injusticia, al dolor, al sufrimiento, a la desesperación, a la nostalgia, conscientes de la brevedad de la existencia, que se encamina fatalmente hacia la
muerte. El problema que oprime a Job y a quienes se le parecen sólo encuentra
solución en la fe, en la acogida de la Buena Nueva que Jesús ha traído a los
hombres. Pues Jesús ha venido para salvar al hombre todo entero, no sólo de las
contrariedades de la vida presente sino incluso de la nada que parece
esconderse detrás de la muerte: Jesús ha venido a ofrecer la vida y una vida
que es más vida que la que vivimos cada día, que no conoce ninguna clase de
límite, porque es un don de Dios y en Dios.
El evangelio presenta hoy la figura del
Jesús que pasa haciendo el bien. En primer lugar, Marcos habla de la oración de
Jesús, que, como nos dice, se levanta de madrugada para retirarse en descampado
y orar, para orar al Padre, como precisan los otros evangelistas. Jesús, por
ser el Hijo de Dios, tiene necesidad de
orar, de estar en comunicación intensa y profunda con el Padre que le ha
enviado y que le asiste en todo su ministerio. Es en la oración que Jesús
recibe la fuerza de predicar, de anunciar el Reino, de invitar a los hombres a
la conversión, a volverse hacia Dios y abrirse a su amor. Éste es el contenido
de la Buena Nueva de Jesús, éste es el Evangelio que Pablo anunciaba y que la
Iglesia de todos los tiempos ha de continuar haciendo llegar a todos los
hombres sin excepción, incluso a aquellos que, por considerarse suficientemente
adultos, creen poder prescindir de Dios.
Y para que sus palabras no vuelen con
el viento y queden en el corazón de los hombres para dar el fruto conveniente,
Jesús se prodiga en favor de los necesitados. Primero es la suegra de Simón
Pedro que recibe el beneficio de su presencia. Después de ella son todos los
enfermos y poseídos de la comarca. Pero Jesús no se para, continua caminando de
aldea en aldea para anunciar el Reino, que es para lo que ha venido. Él no es
un curandero ambulante; sus signos no son fin en sí mismos: quieren indicar la
realidad de su misión.
Entre estas curaciones, el evangelio de
hoy nos recuerda una escena que causó impresión en los primeros discípulos de
Jesús, pues la hallamos en tres de los cuatro evangelios: la curación de la
suegra de Pedro. Jesús, al salir de la sinagoga, entra en la casa de Pedro, y
allí encuentra a una mujer en cama con fiebre. Jesús se le acerca, la coge de
la mano y la levanta. La curación de la suegra de Pedro quiere indicarnos lo
que Jesús quiere hacer con todos los hombres: levantarlos de su miseria para
darles vida y esperanza. El efecto del gesto de Jesús lo describe el
evangelista al afirmar que la mujer se puso a servirles inmediatamente. Que Jesús nos haga levantar
de nuestra postración espiritual y nos disponga para vivir generosamente al
servicio del Evangelio, en bien de nuestros hermanos los hombres.
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