20 de mayo de 2016

Domingo de la Santisima Trinidad -Ciclo C-

            
             “Estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Así el apóstol san Pablo, escribiendo a los cistianos de Roma, resumía el contenido de la fe en Dios, uno y trino, que profesamos los que nos llamamos cristianos. Pero, en la realidad en medio de la cual vivimos, confesarse cristiano y actuar según el evangelio de Jesús se hace cada vez más problemático. En efecto, la técnica, el progreso, el consumo y el bienestar ocupan preferentemente el pensamiento y el deseo de los hombres, reduciendo cada vez más el espacio que podría ser reservado para Dios.

            Quien conoce la historia de la humanidad sabe bien que, a lo largo de los siglos, los pueblos han rendido homenaje a divinidades de todo tipo. La Biblia, que los cristianos hemos heredado del pueblo israelita y que consideramos como palabra revelada de Dios, cuenta las vicisitudes del culto del único Dios, creador del universo. Como afirmamos los cristianos, el Dios único de Israel, ha enviado a su Hijo para que se hiciese hombre y ofreciese a los hombres poder ser hijos de Dios, enseñándoles que la plenitud de la voluntad divina se encuentra expresada en el precepto del amor. Este ha sido el mensaje que la Iglesia cristiana ha intentado comunicar a la humanidad, con más o menos éxito.

            En estos últimos siglos, la humanidad, al experimentar el aumento de su influencia en el dominio de la creación, ha sentido cada vez menos la necesidad de depender de un ser superior en cuyas manos estaría la suerte de todo y de todos. De esto resulta que, al mismo tiempo que se tiende a rechazar un Dios único y salvador, se experimenta la existencia de ídolos en el mundo a los que se dedica atención y tiempo, dinero y energía y ante los cuales muchos sacrifican incluso sus vidas.

            Por esta razón, urge plantearnos seriamente: ¿En qué Dios creemos, a quién adoramos? La fe no es un impulso ciego, que arrastra casi sin querer, ni tampoco se opone a la inteligencia. Conviene esforzarnos en percibir el objeto de nuestras creencias, el mensaje de vida y esperanza que puede proponernos y conformar nuestra vida a estas exigencias. Si aceptamos el Dios de la verdad, el que se ha revelado en el ámbito de Israel primero y de la Iglesia después, no podemos tratarlo como de pasada, superficialmente, dedicándole escasa atención y el menos tiempo posible Cuando no se cree en Dios de todo corazón, con todas las fuerzas, estamos abiertos a creer en otras realidades que no son capaces de salvar pero sí que esclavizan y dominan, a veces de modo despiadado.

            El que lee la Escritura, que contiene el plan de Dios para salvar a la humanidad por su Hijo Jesús, muerto, resucitado y exaltado a la derecha del Padre, puede aceptar con gozo esta buena nueva y conformar su vida y actividad según el evangelio. Pero puede también examinar los libros sagrados con los métodos de la crítica textual y desmenuzarlos hasta diluir el mensaje salvífico. El que bucea en la historia de la humanidad puede discernir las intervenciones divinas que han ido configurando y orientando la vida y la actividad de los hombres, pero puede también rechazar cualquier dimensión transcendente y pretender reducir lo que es la acción del Espíritu a mera superstición retrógrada.

            Reflexionemos seriamente sobre nuestra fe. Tomemos una vez por todas una determinación, y contando con la gracia divina, confesemos con la mente y el corazón el Dios uno y trino, que es el Dios verdadero, el Dios que ama, el Dios que salva a los que creen en él.


14 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS


         “Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros”. El evangelio evoca de nuevo el atardecer del día de Pascua, cuando Jesús se presentó en el cenáculo donde se hallaban reunidos por miedo de los judíos sus discípulos. El desánimo y la frustración que les había causado la pasión y muerte de Jesús, se transformó en alegría y gozo inenarrables al constatar que el Maestro vivía, que estaba de nuevo entre ellos. Jesús ha cumplido su misión y regresa al Padre, y, después de comunicar a los suyos su paz, la paz que sólo Dios puede dar y que es muy distinta de la que acostumbra a dar el mundo, encarga a quienes le han seguido la misma misión que el Padre le había encomendado, la de anunciar a los hombres que Dios ofrece el perdón de los pecados y que los perdona realmente.

            Hablar de perdón de los pecados no solamente no suscita excesivo interés, sino que puede parecer fuera de tono en una solemnidad como la de Pentecostés. Pero los evangelios insisten en que Jesús ha venido a buscar a los pecadores, no a los justos; que ha venido a reconciliar al hombre con Dios, a introducirlo en la amistad e intimidad con el Padre. La Escritura enseña que el hombre, desde el principio, no aceptó obedecer a Dios y quedó separado de su amistad. Para reparar esta situación, Dios ha mandado a su Hijo, a Jesús, para establecer el contacto y reanudar la amistad entre Dios y los hombres, y también para crear un nuevo tipo de relación entre los mismos hombres, al servicio de la verdad, de la justicia y del amor.

            Y como remedio para vencer al pecado, Jesús ofrece el don del Espíritu Santo, del mismo Espíritu de Dios, de aquel Espíritu que en la creación planeaba sobre las aguas para suscitar la vida en el universo; el Espíritu que, al llegar la plenitud de los tiempos, llevó a cabo en el seno de María la encarnación del Hijo de Dios, el hombre Jesús. Este mismo Espíritu de Dios transforma al hombre, lo purifica de sus pecados, lo hace hijo de Dios, lo convierte en templo viviente, y por el Espíritu, el mismo Dios gusta habitar en el hombre.

            Este don del Espíritu, que los discípulos recibieron en la tarde de Pascua, fue comunicado pública y solemnemente cincuenta días después, precisamente en la mañana del domingo de Pentecostés. Lucas recordaba en la primera lectura como la fuerza del Espíritu, en forma de lenguas de fuego, llenó a los discípulos de Jesús. Aquellos hombres débiles y temerosos que demostraron su pusilanimidad en el momento de la pasión, ahora, vigorizados por el Espíritu y superado todo temor humano, no dudan en lanzarse a predicar la buena nueva. El portento que Lucas insinúa como acaecido en la mañana de Pentecostés por obra del Espíritu, se ha hecho palpable en la construcción de la Iglesia, que hoy se extiende por todo el mundo, prueba indiscutible de la acción del Espíritu.

            Pero esta estructura que llamamos Iglesia y que detenta una real influencia en el mundo de los hombres sólo tiene sentido en la medida en que está animada por el Espíritu de Dios. San Pablo, en la segunda lectura, describía la Iglesia como el cuerpo de Cristo, es decir, la asamblea de los que creen en Jesús, de aquellos que han sabido abrir su corazón para acoger al Espíritu y se dejan guiar por él. En esta iglesia, en esta asamblea, reconocía el apóstol, hay diversidad de dones, de ministerios, de funciones. Toda esta variedad ha de servir para bien de todos, pero la razón última, el motor que mantiene viva esta realidad es el Espíritu de Dios. Y Pablo nos da como señal para que podamos reconocer la presencia del Espíritu precisamente el hecho de confesar que Jesús es el Señor, que es el Mesías enviado por el Padre para la salvación del mundo.

7 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO


¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”. San Lucas, al recordar la Ascensión de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles recuerda que los discípulos, cuando perdieron de vista a Jesús, se quedaron mirando al cielo, pero recibieron la amonestación de no quedarse en el pasado, sino abrirse a la realidad nueva que comienza. En efecto, la Ascensión de Jesús invita a vencer tanto la tentación de una nostalgia del pasado y la de una  idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de mantenerla. Desde ahora no podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. Por otra parte, la manifestación futura del reino y las características de su realización son un secreto que el Padre se ha reservado. A nosotros nos queda la tarea del presente, la de continuar anunciando con la vida y las palabras el misterio de  Jesús, ascendido al cielo y sentado a la derecha del Padre, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios nos ofrece.

            Cuando se trata de describir la realidad de la Ascensión de Jesús, san Lucas se muestra sobrio, ahorrando detalles que quizás podríamos desear. “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”, decía el texto de los Hechos de los Apóstoles. “Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo al cielo”, indicaba el evangelio. En realidad, lo que interesa al evangelista es lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, Lucas recuerda como Jesús se entretiene con sus discípulos, dándoles pruebas de que, a pesar de su muerte en cruz, está vivo. Les habla del reino de Dios, y les explica cómo las Escrituras anunciaban el misterio de su muerte y re-surrección y les prepara para la misión que les había encomendado. Su retorno al Padre comporta el término de su presencia tangible en medio de sus discípulos, pero la tristeza que causará la separación será compensada por la fuerza de lo alto con que han de ser revestidos, el don del Espíritu, el bautismo de fuego que han de recibir, para ser sus testigos y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a todos los hombres.

            Con la exaltación de Jesús a la derecha del Padre, terminado el tiempo de la visión, inicia el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la fe. Ahora, en efecto ya no vemos al Señor de forma visible, pero sabemos que Jesús continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo. Su anterior presencia, visible y familiar, se transforma en invisible y santificadora. Jesús está presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre, donde se proclama su Palabra, donde se celebran sus sacramentos, donde se ora al Padre en espíritu y verdad, donde se ejerce la caridad, donde hay fe y esperanza, donde se trabaje para construir un mundo más humano y justo. Cambia la modalidad de la presencia, pero no la realidad que es la misma, si bien sólo se percibe con los ojos de la fe.

            El mundo en el que vivimos, con sus alegrías y con sus dramas, con sus exigencias y sus problemas, focaliza la atención de todos, y parece que no queda margen para hablar del cielo. Decir que Jesús sube al cielo, no es una evasión, no es un alejarse de las preocupaciones reales de cada día, sino que es una forma de profesar nuestra fe, de afirmar que Él es Dios y está junto al Padre, y que nos aguarda para compartir con nosotros su vida y su gloria, en la medida en que nos comprometamos a trabajar, viviendo en la fidelidad al Evangelio, en la construcción de un mundo más humano y más justo.