Hay acontecimientos en la vida que sólo pueden vivirse en el silencio. Ante
ellos toda palabra puede resultar impúdica, porque arriesga con mancillar su
solemne grandeza, su infinito misterio. Ningún acontecimiento como la muerte de
Cristo en la cruz merece ese admirable, respetuoso y sobrecogedor silencio,
cargado de sorpresa, hecho de deuda de amor, de vergüenza de pecado, de
bochorno de cruz. El sábado santo es el día del gran silencio de la Iglesia,
del gran temblor del corazón del mundo. No porque se desee que Dios calle, sino
porque se quiere escuchar su grito con más fuerza. Cristo muerto y resucitado,
fecunda las mismas entrañas de la tierra, y «desciende a los infiernos», para
hacer surgir de su profundidad la voz y el corazón nuevo que cante la
esperanza. Nadie ni nada habrá ya que no pueda amar, reclinándose, tembloroso y
gozoso, sobre el silencio de un sepulcro que quedará vacío.
25 de marzo de 2016
VIERNES SANTO (Ciclo C)
“Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros
dolores; él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros
crímenes; nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron”.
Estas palabras del libro de profeta Isaías probablemente describen las
peripecias de un personaje contemporaneo al autor y que más tarde
sirvieron de pauta a las primeras generaciones cristianas para tratar de
entender el escándalo de la cruz, el modo cruel como fue suprimido Jesús, el
Maestro bueno que pasó haciendo el bien, que hablaba con autoridad, que trataba
de hacer comprender la bondad de Dios por medio de sus palabras, corroboradas
con sus milagros y curaciones.
Muchos son los pobres, marginados, justos e injustos, jóvenes y ancianos, que
mueren violentamente a diario, cuya desaparición no tiene más razón que la
crueldad humana, la indiferencia, los prejuicios y las ambiciones que explican,
pero no justifican, la trama de la historia de la humanidad. De algunas de
estas personas se recuerda que existieron y se ensalza quizá su cometido, pero
de la gran mayoría de ellos no se hace caso ni mención alguna. Pero el recuerdo
de Jesús, permanece vivo y son legión quienes hablan de él, lo exaltan, lo
admiran o incluso lo combaten o lo desprecian. Pero en todo caso lo recuerdan y
mencionan.
En la tarde del Viernes Santo los cristianos se reunen para recordar una vez
más la muerte de Jesús. Con sobriedad austera, la celebramos con acentos de
victoria y triunfo, precisamente porque creemos que su existencia no terminó ni
en la dura madera de la cruz ni en la frialdad del sepulcro, y que la losa que
se corrió sobre su entrada no puso punto final a su obra. El relato que Juan el
evangelista hace de los detalles de la pasión de Jesús, junto con las
reflexiones del libro de Isaías y del autor de la carta a los Hebreos muetra
que, por su pasión y muerte, Jesús se ha convertido en autor de salvación
eterna, para quienes aceptamos creer en él.
La reunión litúrgica del viernes santo comporta un homenaje a la Cruz, el
instrumento de la muerte de Jesús. Los Padres de la Iglesia, así como muchos
poetas, han cantado las excelencia del madero que aguantó el cuerpo de Cristo,
que fue altar de la ofrenda de su vida. El evangelio recuerda que los mismos
discípulos huyeron, se dispersaron, ante el espectáculo de la Cruz. Las
primeras generaciones cristianas tuvieron que luchar con todas sus fuerzas,
hasta el momento en que la cruz se convirtió en simbolo de honor y dignidad. La
Cruz se ha convertido en signo de la victoria de Jesús sobre la muerte y el
pecado, en signo de la voluntad de comunión y de obediencia a la voluntad del
Padre.
Desde esta perspectiva, la Cruz ha sido cantada por los santos como objeto de
amor y de deseo. Pero hemos de ser realistas y no olvidar que la Cruz aparece
también en el lenguaje corriente, como símbolo de todo lo que mortifica al
hombre, de lo que lo entristece, de lo que lo que puede embrutecerlo. No
siempre sabemos apreciar el aspecto válido de la Cruz: demasiado a menudo
tratamos de huir de ella, de volverle la espalda en cuanto posible. Los
cristianos no adoramos la Cruz movidos por una actitud enfermiza, replegada
sobre el dolor y el sufrimiento como si éstos tuviesen valor por sí mismos. La
adoración de la cruz no va dirigida a la materialidad del leño, sino a Aquél
que por medio de tal instrumento consumó su obra. Prestar homenaje o adorar a
la cruz exteriormente, servirá de bien poco si no suscita en nosotros una
decisión de adherir a Jesús y a su evangelio, de convertir en vida cuanto nos
enseñó de palabra y obra.
23 de marzo de 2016
JUEVES SANTO (Ciclo C)
“Este
será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del
Señor, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre.
Hoy, la lectura del libro del Exodo, recordaba cómo Moisés, antes de salir de Egipto,
invitó al pueblo a sacrificar una res y a comerla en familia con panes sin
fermentar y hierbas amargas. El antiquísimo rito, propio de pueblos de pastores
nómadas, recibe en aquel momento un significado nuevo, pues la sangre de la
víctima será signo de liberación cuando la última plaga hiera los primogénitos
de Egipto. Se trata de la institución de un rito nuevo, del rito de la Pascua,
es decir del Paso del Señor que quiere salvar a su pueblo. Este rito de la
Pascua Israel lo celebró en la vigilia de dejar Egipto y ha continuado a
celebrarlo cada año hasta hoy, como memorial de cuanto Dios ha hecho, hace y
hará por su pueblo.
Jesús,
como todo buen israelita celebró cada año la cena de la Pascua. Pero en el
momento en que estaba para iniciar el éxodo de su pasión y muerte, quiso
comerla con sus discípulos y el venerable rito, por explícita voluntad de
Jesús, adquiere un nuevo sentido, como afirmaba san Pablo en la segunda
lectura. En lugar del habitual cordero inmolado, Jesús distribuye el pan
diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El pan se convierte
en signo de la carne del nuevo y definitivo Cordero que el Viernes santo será
inmolado en la Cruz. En lugar de la sangre del cordero, Jesús entrega la copa
del vino diciendo: “Este cáliz es la nueva Alianza sellada en mi sangre”, la
sangre que será derramada en la Cruz. El antiguo rito pascual, renovado por
Jesús, anticipa sacramentalmente la realidad de salvación que tendrá lugar en
la Cruz, y, después de la resurrección de Jesús, quedará como rito memorial
que, repetido cada día, permite a la Iglesia anunciar la muerte y la
resurrección de Jesús hasta que vuelva al final de los tiempos.
En
este contexto hay que entender el relato del evangelio, en el que el
evangelista indicaba que había llegado la hora de Jesús, es decir el momento
para dejar este mundo y volver al Padre, para enfrentarse con la muerte. Y
Jesús acompaña sus palabras con gestos concretos: lava los pies de sus
discípulos. El signo es descrito subrayando
el uso de los verbos dejar y tomar, aplicados tanto a los
vestidos como a la vida. El hecho de que Jesús lave los pies de los apóstoles
no es un simple ejemplo de humilde servicio a los hermanos. Es todo un signo
que substituye en el cuarto Evangelio a la misma institución de la Eucaristia.
El
texto expresa que Jesús, siendo Dios, se ha hecho hombre por amor a los
hombres; y en llegando el momento, es decir su hora, no duda en despojarse de
su cuerpo y entregarse a sí mismo a la muerte por amor al Padre y por amor
nuestro, para librarnos así del pecado y de la misma muerte. Después retomará
su cuerpo para manifestarlo glorioso en la victoria de la resurrección,
asociándonos a su victoria. La nueva vida que Jesús nos obtiene con su misterio
pascual comporta para nosotros exigencias de amor y servicio para con Dios pero
también y sobre todo para con los hermanos: “Os he dado ejemplo para que lo que
yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. El hecho de ser
cristianos comporta una práctica sacramental, - somos bautizados, confirmados,
tomamos parte en la eucaristía y en la penitencia -, pero esto no basta. Es
necesario un esfuerzo para traducir en la vida lo que celebramos en el rito:
hay que ponerse al servicio de los hermanos, asumiendo las exigencias de la
justicia y la caridad, cada uno en el lugar que le corresponde,
comprometéndonos a trabajar a fin de que el mundo y la sociedad, respondan cada
vez mejor a la voluntad de Dios, manifestada para nosotros en Jesús.
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