“Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros
dolores; él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros
crímenes; nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron”.
Estas palabras del libro de profeta Isaías probablemente describen las
peripecias de un personaje contemporaneo al autor y que más tarde
sirvieron de pauta a las primeras generaciones cristianas para tratar de
entender el escándalo de la cruz, el modo cruel como fue suprimido Jesús, el
Maestro bueno que pasó haciendo el bien, que hablaba con autoridad, que trataba
de hacer comprender la bondad de Dios por medio de sus palabras, corroboradas
con sus milagros y curaciones.
Muchos son los pobres, marginados, justos e injustos, jóvenes y ancianos, que
mueren violentamente a diario, cuya desaparición no tiene más razón que la
crueldad humana, la indiferencia, los prejuicios y las ambiciones que explican,
pero no justifican, la trama de la historia de la humanidad. De algunas de
estas personas se recuerda que existieron y se ensalza quizá su cometido, pero
de la gran mayoría de ellos no se hace caso ni mención alguna. Pero el recuerdo
de Jesús, permanece vivo y son legión quienes hablan de él, lo exaltan, lo
admiran o incluso lo combaten o lo desprecian. Pero en todo caso lo recuerdan y
mencionan.
En la tarde del Viernes Santo los cristianos se reunen para recordar una vez
más la muerte de Jesús. Con sobriedad austera, la celebramos con acentos de
victoria y triunfo, precisamente porque creemos que su existencia no terminó ni
en la dura madera de la cruz ni en la frialdad del sepulcro, y que la losa que
se corrió sobre su entrada no puso punto final a su obra. El relato que Juan el
evangelista hace de los detalles de la pasión de Jesús, junto con las
reflexiones del libro de Isaías y del autor de la carta a los Hebreos muetra
que, por su pasión y muerte, Jesús se ha convertido en autor de salvación
eterna, para quienes aceptamos creer en él.
La reunión litúrgica del viernes santo comporta un homenaje a la Cruz, el
instrumento de la muerte de Jesús. Los Padres de la Iglesia, así como muchos
poetas, han cantado las excelencia del madero que aguantó el cuerpo de Cristo,
que fue altar de la ofrenda de su vida. El evangelio recuerda que los mismos
discípulos huyeron, se dispersaron, ante el espectáculo de la Cruz. Las
primeras generaciones cristianas tuvieron que luchar con todas sus fuerzas,
hasta el momento en que la cruz se convirtió en simbolo de honor y dignidad. La
Cruz se ha convertido en signo de la victoria de Jesús sobre la muerte y el
pecado, en signo de la voluntad de comunión y de obediencia a la voluntad del
Padre.
Desde esta perspectiva, la Cruz ha sido cantada por los santos como objeto de
amor y de deseo. Pero hemos de ser realistas y no olvidar que la Cruz aparece
también en el lenguaje corriente, como símbolo de todo lo que mortifica al
hombre, de lo que lo entristece, de lo que lo que puede embrutecerlo. No
siempre sabemos apreciar el aspecto válido de la Cruz: demasiado a menudo
tratamos de huir de ella, de volverle la espalda en cuanto posible. Los
cristianos no adoramos la Cruz movidos por una actitud enfermiza, replegada
sobre el dolor y el sufrimiento como si éstos tuviesen valor por sí mismos. La
adoración de la cruz no va dirigida a la materialidad del leño, sino a Aquél
que por medio de tal instrumento consumó su obra. Prestar homenaje o adorar a
la cruz exteriormente, servirá de bien poco si no suscita en nosotros una
decisión de adherir a Jesús y a su evangelio, de convertir en vida cuanto nos
enseñó de palabra y obra.