25 de mayo de 2015

LA FAMILIA QUE ALCANZO A CRISTO (SÍNTESIS) - 1ª Parte -





  Respuesta de Nivardo a  Bernardo, al contemplar
 la panorámica de las extensas posesiones que le dejaban
 sus hermanos al hacerse monjes en Cister: 
“¿Entonces... vosotros elegís el Cielo y a mí me dejáis la tierra?
Eso no puede ser, no lo  acepto,  el reparto no es igual”.

 Bella y real historia de una familia
El mensaje cristiano de esta familia del medioevo es un ejemplo de santidad familiar que también tiene actualidad. Es la síntesis de un libro presentado con la intriga y la agilidad de la novelística moderna. La familia de Bernardo de Claraval, la vida de nueve personas en su ascensión hacia la santidad, descrita a partir de datos rigurosamente históricos.

Sin duda, el protagonista principal fue Bernardo: hábil  apologista gran organizador que expandió por occidente los benedictinos blancos, la regla cisterciense. Fue el gran predicador de la Santa Cruzada, el autor del amoroso título mariano Notre Dame, fundador de las órdenes de caballería cristiana.

Al narrar la historia de los creadores del Císter, M. Raymond utilizó aquel antiguo género literario, y, tomando de la vida real unos sucesos extraordinarios, les infundió un aliento poético y legendario del más alto valor emocional. Su intención, al componer la trilogía, fue divulgar la historia de los primeros cistercienses europeos del siglo XII, y la de los primeros trapenses americanos  en  el  siglo XIX.

En “La familia que alcanzó a Cristo” Raymond presenta la familia de San Bernardo en medio de sus crisis y sus luchas entre los hombres. Pero no describe santos convertidos en fantasmas petrificados en hornacinas, sino sencillamente la vida de nueve personas en su ascensión hacia la santidad.
Aquí presentamos una síntesis a modo de obra de teatro preparada por un monje de Osera: P. Damián Yañez Neira. Vale la pena leer la obra entera.

  

 EL CASTILLO DE FONTAINES.                
En la cúspide de una áspera colina, situada al norte de la  Borgoña (Francia), se encuentra una severa mole acantilada sobre la cual descansa el famoso Castillo de Fontaines, construido en  tiempos medievales para defenderse una familia feudal, dueña de todos los  parajes comarcanos. Pasados los años, a comienzos del s. XII, ocupaba dicha mansión un matrimonio distinguido perteneciente a una familia rebosante de piedad cristiana que llevaba  una vida  ejemplar para todos los habitantes de aquella zona: El marido, Tescelín, pertenecía a uno de aquellos caballeros y señores distinguidos de Borgoña muy relacionado con los Duques. La esposa, Alicia de Montbart, era descendiente de los mencionados duques de Borgoña,  hija del poderoso Bernardo de Mombart. La  noble pareja, de  sangre ilustre por ambas partes, eran dueños de considerables bienes de fortuna, pero lo que más resplandecía en ellos era la pureza de fe e integridad de costumbres cristianas que se respiraba en aquel hogar distinguido.

    Ambos se unieron en matrimonio creando un hogar en el que se vivía el ideal cristiano en una pureza  admirable, no tardando mucho en ser bendecido  por Dios con el mejor fruto que podían esperar, comenzando a aparecer varios hijos y una hija, siete en total. Alicia fue madre feliz de los siete vástagos en el siguiente orden: Guido, Gerardo, Bernardo, Humbelina, Andrés, Bartolomé y Nivardo. De entre ellos, Guido fue el primogénito, y los demás fueron apareciendo  a su tiempo hasta  el último, a quien le impusieron el nombre de Nivardo.       

   La madre. Refieren los historiadores que Alicia,  era tan piadosa, que- al tiempo de nacer cada uno de ellos - tenía la piadosa costumbre de ofrecerlos a Dios por medio de la Virgen Madre, de la que era devotísima. Alguno ha llegado a preguntarse si esta práctica piadosa no influiría, tal vez, en el futuro destino de todos ellos, pues es llamativo el hecho de que los siete hermanos se consagrarían a Dios en la vida religiosa. Los seis varones en el Císter - orden recién fundada en los bosques de Borgoña, procedente del frondoso tronco benedictino; y la única hembra, Humbelina, que apareció entre ellos, luego de abrazar el matrimonio y vivir varios años en él sin haber tenido descendencia,  se acogió –como hemos de ver, en las monjas benedictinas de July, no habiendo imitado a sus hermanos para ingresar en el Císter, por cuanto todavía no se había fundado en la Iglesia la rama femenina de esta orden.

   El hecho llamativo de consagrarse a Dios los siete hermanos, es rarísimo y hasta tal vez único en  familias numerosas de todos los tiempos.

   El grupo de muchachos -sanos de alma y cuerpo- que se fueron desarrollando,  y en las horas libres de colegio, alegraban los alrededores de la fortaleza de Fontaines, divirtiéndose de mil maneras, y hasta peleándose alguna que otra vez, como es corriente entre hermanos. Pero como los juegos siempre se desarrollaban en las cercanías de donde estaba la madre o alguna sirvienta de prestigio-que cual ángeles tutelares no les perdían de vista- cuando notaban algún altercado, bastaba una sola palabra de ellas para llamarles al orden, restableciéndose inmediatamente la paz; haciendo que todos los altercados  se ahogaran y desaparecieran al instante.

El Protagonista 
  

BERNARDO.Comenzamos resentando al personaje principal,  del drama, por haber sido el protagonista principal del trabajo que estamos presentando. Se trata del tercero de los hermanos aparecidos en aquel hogar privilegiado de Fontaines. Antes de nacer, los biógrafos refieren dos anécdotas interesantes relacionadas con él. La primera es que su madre quiso que  en el bautismo le impusieran el nombre de Bernardo, como su abuelo materno, pero sobre todo, la otra encantadora le hacen protagonista de una escena que despertaría en la propia madre presagios de hechos notables relacionados con el porvenir de su vida.  Cuando se hallaba en cinta y antes del alumbramiento, pudo contemplar que el tesoro que llevaba en sus entrañas, tenía forma de un cachorrillo de color blanco, con manchas rojas, el cual daba formidables aullidos. Sorprendida no poco ente aquella novedad, consultó con un santo sacerdote para que le explicara el significado de aquella visión. Fácilmente  obtuvo lo que deseaba: le predijo cómo aquel niño que nacería de ella, llegaría a ser algún día guardián diligente de la casa de Dios, gran predicador de la fe, y un apóstol vocacional de primera línea. Así se cumplió la predicción, pues San Bernardo es considerado como uno de los grandes padres de la Iglesia, célebre por su elocuencia arrebatadora y grandes obras escritas que pasarían a la posteridad  enriqueciendo las grandes bibliotecas, porque además él fue quien llevó la voz  cantante en varios concilios, y lanzaría legiones de soldados hacia tierra Santa.   

  
Según las crónicas, su físico personal  era de tez rubia y ojos azules,  sobresaliendo por su candor angelical, un carácter dulce y amable, el cual jamás se enfrentaría con sus hermanos, antes era la alegría personificada de aquel hogar, haciendo que  cuando en los juegos -tan pronto aparecía él - recobraran un ambiente de festivo: Bernardo sería objeto  de las predilecciones de su madre Alicia. Pues si es innegable que toda madre ama a sus hijos con verdadera ternura, siempre hay uno que se lleva un cariño especial, por su modo de portarse con una conducta irreprochable, o por algo distinto que no encontraba en los demás hijos, aunque ella se guardara mucho de manifestarlo al exterior, con objeto de evitar que la envidia hiciera su aparición entre los demás hermanos, como sucedió entre los hijos de Jacob que odiaban a José por considerarle  predilecto de su padre.

   En aquel hogar se respiraba felicidad, se vivía una fe ardiente, siendo los padres los que marcaban la tónica, yendo delante de los hijos con el ejemplo, y la madre se esforzaba en educarles con todo esmero. Todos estaban en edad de la formación y perfeccionarse en la cultura. Bernardo asistía a las escuelas de Chatillón donde aprendió a echar las bases de una cultura que con el tiempo marcaría honda huella entre los historiadores y, como queda dicho, padres de la Iglesia.

 Alicia de Mombart.

Aprovechando una de esas casualidades inesperadas, tenemos la suerte de sorprender a aquella madre prudente y santa,  la cual llevando a Bernardo, su hijo angelical, a un lugar reservado, entabló con él un diálogo animado: ¡Hijo mío!, cada vez que mis ojos se posan en ti, no sé lo que presiente mi corazón maternal, es como si advirtiera un algo especial  que el cielo te tiene reservado. ¡Ojalá prepares tu corazón y te dispongas a ser fiel a Dios, en el estado en que se digne colocarte! Ante todo, mi deber de madre  es aconsejarte lo que me parece mejor: "Estás en la edad de perfeccionarte en los estudios, necesarios para triunfar en la vida, para llegar a desarrollar algún día la misión  que el cielo te tiene señalada; pero hay una cosa tan importante y aún más que la cultura,  ésta: que ante todo estimes la vida de  gracia, que te mantengas en fidelidad a Dios, que lleves en todo momento una conducta irreprochable, de modo que estés en disposición de llenar el papel que el Señor te tiene confiado por medio de los  maestros.

    BERNARDO - Yo no sé -mamá- lo que Dios tendrá dispuesto sobre mí persona cuando sea mayor. Ten en cuenta que tus consejos siempre han sido para mí algo importantísimo, sagrado, que he tomado muy en serio, desde que conocí las obligaciones que pesan sobre un hijo bien nacido. Comprendo que es la hora de ahondar y perfeccionarme en los estudios, y, sobre todo, debo llevar una vida angelical, digna de un cristiano que vive intensamente  su fe,  tratando de evitar toda ofensa a Jesús,  el Señor nuestro que tanto nos ama. Créeme, mamá, ¡me llena de entusiasmo el ideal de tratar de conservar indemne la vida de la gracia!

  ALICIA - Una cosa echo de menos en  ti, hijo mío; quisiera inculcarte con toda mi alma ésta: que aspires a observar de continuo  una tierna devoción a nuestra Madre la Santísima la Virgen María. ¡Cuánto me agradaría que tu vida fuera una entrega generosa, total, de amor continuo y entrañable  a la Virgen, que tanto hizo por nosotros, pues por ella hemos recibido a Cristo, y con él nos han venido todos los bienes que podemos apetecer en la tierra, y  no digamos en el cielo, como nos enseñan los santos padres. Por consiguiente, debemos amarla con la mayor ternura de nuestra alma, con verdadera obsesión; tienes que aspirar a ser, como el mejor de sus hijos; que te recuerdes de Ella cada momento, la invoques sin cesar, le pidas ayuda para ser fiel a Cristo. Su nombre dulcísimo llévalo siempre prendido de tu corazón para que acudas a su valimiento en las ocasiones en que te puedan asaltar dificultades, notarás luego la ayuda de la intercesión de tan dulcísima madre.

   BERNARDO - ¡Ay mamá!, todo cuanto acabas de decirme quisiera grabarlo profundamente en mi corazón! Precisamente es un  ideal que me cautiva en gran manera: la devoción mariana la siento muy dentro de mi pecho, sobre todo desde aquella Nochebuena dichosa en que  hallándonos ambos en la iglesia del pueblo, esperando en la media noche la santa misa - según tú me has contado muchas veces- me quedé dormido sobre uno de los bancos, y durante el sueño sentí en mi pecho, un algo inenarrable que se me quedó grabado profundamente en mi mente, la representación amorosa de la Virgen en el momento dichoso de dar a luz a su divino hijo  en el portal de Belén. Desde entonces, el recuerdo de Jesús Niño y de su bendita Madre los llevo de continuo prendidos en mi corazón, y noto que me ayudan a ser fiel a Dios en medio de mis estudios. Espero que tal devoción a la Virgen, queridísima madre mía, se vaya acrecentando en el correr de los años.

   ¡Fuera brujas! Vamos a referir aquí aquella curiosa anécdota que nos cuentan los autores de sus primeros tiempos, cuando contaría de  ocho a diez años. Eran  días en que  en  se vio afectado con fuertes dolores de cabeza. Hallándose en tal estado, se acercó al lecho donde reposaba, una mujer de aquellas que prometían la recuperación de la salud recitando sobre el enfermo ciertos versos y canciones señalados que olían a brujería. Como no paraba de importunarme con aquella novedad desquiciada, dándose cuenta el niño de que se hallaba ante una auténtica bruja, hizo cuanto pudo para hacer que se la arrojaran lejos de la alcoba, y que no se le ocurriera verla más por allí. Entonces acudió   él a la Santísima Virgen, invocó su protección , la cual le pagó con creces su devoción, devolviéndole la salud al instante,   de suerte que  pudo abandonar el lecho y volver a la vida normal que disfrutaba.

     Aunque tengamos que adelantar los hechos y sucesos de la vida del glorioso Santo, quiero añadir aquí que san Bernardo llegaría a ser el gran doctor mariano por excelencia que se distinguiría de manera especialísima en dedicar su pluma de oro a cantar las grandezas de la Virgen Madre.  A ver si podemos decir algo sobre esto, como hemos de ver muy pronto.

   ALICIA - ¡Hijo del alma!, qué alegría me causa conocer estas confidencias tan íntimas que  acabas de contarme. Ahora presumo que tu vida está destinada por Dios para cosas grandes. Cuando un alma se halla centrada en Cristo, y a la vez tiene a su Madre santísima como el mejor de los tesoros que Dios pudo darnos en la tierra, pienso que puede ejercer una irradiación sorprendente en medio del mundo. Así fue indudablemente la vida de Bernardo en el mundo, un apóstol abrasado de amor por Cristo y por María. Las obras escritas que dejó en abundancia, lo están delatando a quien se pone en contacto con ellas, al calificarle  los científicos de Doctor Melifluo.

   BERNARDO - Seguiré ¡madre! sin vacilar hasta la muerte, estas consignas que me aconsejas, acrecentando más y más cada día la tierna y ardiente devoción a María, nuestra Madre,  procurando que mi conducta sea siempre digna de un  hijo querido de la Virgen. Ese amor a la Virgen le ayudaba a desenvolverse en la vida ya en sus primeros años.

   Muerte de Alicia.

  Aquella madre que por si sola llenaba con su presencia el castillo de Fontaines, que era el paño de lágrimas, no sólo de los hijos que había traído al mundo, sino también de todos los desheredados de la fortuna, particularmente los más pobres y necesitados  que encontraban en ella una verdadera madre; bien pronto, cuando menos se esperaba, iba a rendir tributo a la muerte. Había cumplido en el mundo la misión que Dios la confiara: había sido modelo de esposas y de madres cristianas, había formado el corazón de sus siete hijos para una vida de piedad auténtica, se había deshecho en favorecer a todos cuantos desheredados de la fortuna pululaban por doquier. Ante el divino acatamiento, quiso Dios adelantarse a llamarla para si y darle el premio de los santos. Llevándola a una gloria inmarcesible. Ya nada le restaba en el mundo, sino recibir el premio reservado por Dios para todos aquellos que le han amado y servido con fidelidad total y exquisita en el  mundo. Cuando nadie lo esperaba, enfermó gravemente y rindió tributo a la muerte, a pesar de hallarse en una edad  todavía rebosante de juventud. El corazón de su esposo Tescelín quedó partido por el dolor de haber perdido a aquella fiel compañera que llenaba toda su vida, y sus hijos no acertaban a vivir sin ella. Por su parte los pobres la lloraron inconsolables durante mucho tiempo porque se acababa para ellos la ayuda eficaz que les socorría en todas sus necesidades.

   Dice la historia que era tal la fama de santidad de Alicia, que el clero de la ciudad la llevó en procesión hasta la abadía de San Benigno de Dijon donde fueron inhumados sus restos en la cripta familiar. Bernardo sería quien más experimentó el vacío de aquella madre en medio de los peligros que rodean a un joven de diecisiete abriles en medio de un mundo corrompido. Como obsequio perenne a su recuerdo, nunca olvidaría los consejos recibidos de ella: fidelidad a Dios, correspondencia a la gracia divina e intensa devoción a la Virgen Madre. Así fue como acertó a mantenerse fiel en el mundo, a pesar de que no le faltaron ocasiones graves que le llevarían al borde de sucumbir. No me explico cómo esta mujer santísima nunca ha sido propuesta para llegar al catálogo de los santos, que bien lo merecía.

    Ataque diabólico.

   A raíz de la muerte de aquel tesoro de madre, cuando las heridas del corazón de Bernardo  no se habían cicatrizado aún, se le presentó un ataque formidable del enemigo que intentó hacerle sucumbir. A pesar de la pena de aquella pérdida incomparable, él trató de observar  una vida normal en lo posible sorteando los peligros.   Para confirmarlo, vamos a referir un sólo  hecho histórico, sobre el  peligro que corrió en un viaje organizado con unos compañeros, los cuales se dirigían a un torneo con un grupo de jóvenes de la misma edad junto con Bernardo. Como la ciudad distaba bastante de su lugar de origen, en la primera etapa, al llegar a las últimas horas de la tarde, buscaron  alojamiento para poder pasar la  noche en un  mesón del camino. La  dueña de la casa se fijó más de la cuenta en el joven Bernardo, de porte distinguido, rostro sonrosado, ojos azules y brillantes. Aprovechó la ocasión para  armarle una emboscada asaz peligrosa durante la noche. Le preparó un lecho separado de los demás compañeros, y a altas horas de la madrugada -cuando todos los habitantes del mesón dormían hondamente, la mala hembra se le fue acercando como serpiente tentadora con fines mal intencionados. Bernardo, dándose cuenta del peligro diabólico que le amenazaba, comenzó a gritar fuertemente: "¡Ladrones, ladrones!..."

   Se despertaron todos los moradores del mesón, encendieron luz, recorrieron las distintas dependencias y no hallando a nadie, por lo que volvieron pronto a dormir tranquilamente en sus lechos. Pasadas algunas horas, la desvergonzada hembra, intentó nuevamente  acercarse con las mismas intenciones deshonestas, que antes; pero Bernardo que se dio cuenta del peligro repitió las mismas palabras de antes: ¡Ladrones!¡Ladrones! volviéndose a alborotar el mesón, pero no hubo más, por cuando aparecían las primeras  luces de la aurora.  A la mañana siguiente -ya en el camino- bromeaban entre si  los compañeros de Bernardo, creyéndole que había pasado la noche delirando durante el sueño, pero les disuadió diciéndoles que no eran delirios, sino que un ladrón muy peligroso se le acercaba cautelosamente en la oscuridad intentando robarle la perla que mas amaba, la pureza de su alma. No fue esta la única ocasión en que peligró su honestidad, pero el recuerdo de su santa madre Alicia, sobre todo el cariño  a la Virgen, que llevaba de continuo prendido hondamente en el corazón, le ayudaron en todo momento a triunfar de todos los peligros manteniéndose fiel a Cristo hasta el último momento.

Huida del mundo

 BENARDO, entristecido, con la reciente pérdida de su santa madre  que fue para él  la mayor de las desgracias que pudo acaecerle; viendo los grandes peligros que le acechaban, ansiando mantener su alma limpia como tanto le había aconsejado ella, le llevó a conseguir los mayores triunfos. Sobre todo, se atribuye también a ella la inspiración  o el deseo de retirarse de un mundo donde tantos peligros asediaban la vida de los jóvenes. Lo pensó seriamente, sintiendo prontamente la ansiedad de retirarse a la vida del claustro, y al fin decidió  consagrarse a Dios. Lo tomó muy en serio, estudió el problema de su vocación, y una vez convencido de que Dios le llamaba a la soledad, decidió ingresar en un monasterio alejado del mundo y retirado de pasatiempos mundanos.  Lo que más admiración causa en él, es el hecho de resolviera ingresar no solamente él, sino sintió el carisma de ejercer un apostolado vocacional que pocas veces o nunca se habrá dado,  arrastrando consigo a la soledad a un grupo de jóvenes, y algunos no tan jóvenes. Vamos a ver la estrategia empleada en este apostolado singular de conquistar corazones para el mismo ideal de huir del mundo hacia la soledad del desierto.

 Hermanos de Bernardo
  

NARRADOR. La soberbia fortaleza de Fontaines seguía ocupada de continuo por  el bizarro caballero Tescelín, en la viudez y rodeado de sus siete hijos, algunos   todavía formándose en los colegios próximos. Todo transcurría normal sin que nadie presagiara los sucesos del porvenir. Pero cuando menos lo esperaban, Bernardo, a sus dieciséis o dieciocho años sintió la inspiración de intentar vaciar el castillo, llevando consigo a la vida religiosa a algunos de sus hermanos.¡Caso nunca visto! Quería hacerles partícipes de la misma dicha que él esperaba encontrar en la casa de Dios. Pensó que dos de ellos: Bartolomé y  Andrés no opondrían dificultad en ir con él, como así fue, y sobre todo Nivardo, de unos diez u once años. Bastaron breves insinuaciones para atraerles hacia su ideal, no oponerle dificultad los mayores quedando decididos a seguirle, pero no obstante la conquista de algunos le daría bastante qué hacer. De manera especial el mayor Guido,  único que se hallaba comprometido en el matrimonio y Gerardo, enrolado en las huestes del Conde. Veamos cómo se las arregló para entrarles y llegar a poder contar con ellos para acompañarle a la soledad del desierto.

   GUIDO era una persona buena, pacífica, padre honrado de familia, con una reputación excelente en toda la comarca. Casado con Isabel de Forez, del matrimonio habían brotado dos preciosas niñas que alegraban la casa y hacían la felicidad de ambos cónyuges y demás familiares. Bernardo no se anduvo con contemplaciones, se preparó para el ataque. En aquellos tiempos era fácil que los matrimonios se deshicieran de mutuo acuerdo -no por un divorcio necio e insensato como sucede ahora- sino para abrazar uno de ellos - o ambos contrayentes - un ideal más elevado de perfección y  nobleza, como era la vida religiosa. Lo vamos a ver a  través de esta  familia. Escuchemos  cómo Bernardo inicio su apostolado vocacional  en busca de servidores fieles de la causa de Dios, tarea iniciada en la  propia familia, comenzando por este su hermano mayor Guido, de unos 25 años poco  más o menos en aquellas circunstancias. Escuchemos el diálogo animado entablado entre ambos hermanos.

   BERNARDO. Sentados frente a frente en un salón secreto,  inició el diálogo el más joven  de los dos: Estoy convencido -Guido- de que este mundo es una auténtica farsa donde cada cual representa su papel con mayor o peor acierto. En él peligra tanto la inocencia del joven como la fidelidad del casado. Los enemigos del alma  cercan por doquier, deseosos de acometernos y hacer estragos en nosotros. Por eso no te extrañes si te descubro un secreto que estoy madurando en mi interior,  me hallo decidido a ponerlo en práctica. Deseo a toda costa  huir al desierto, a una soledad donde me vea libre de muchos peligros que aquí me cercan por doquier  y pueda vivir  allí sólo para Dios y para las cosas del cielo.

   Pero he pensado una cosa que te va a chocar no poco: Quiero hacerme monje de una orden religiosa nueva que acaba de establecerse aquí en la Borgoña, habiéndose fundado un monasterio en unos bosques de Cîteaux, en nuestra misma región borgoñona, pero no quisiera ingresar solo en ella, sino deseo llevar conmigo otros pretendientes de la familia y algunos amigos conocidos míos que espero acepten la incorporación al número de pretendientes. Entre ellos me he fijado en ti, al ver que tienes una madera excelente para sacar de ella un perfecto monje. ¿Qué me dices a todo esto que te estoy proponiendo?

GUIDO -¿Qué quieres que te diga, Bernardo? me parece un puesto excelente ese que quieres elegir. Pero, ¿te has dado cuenta de lo que me dices? ¿No ves que me es imposible complacerte, por cuanto estoy  ligado con los lazos indisolubles del matrimonio? Bien lo sabes tú, tengo una esposa buena, hermosa complaciente; dos hijas como dos soles; bienes necesarios, paz, bienestar..., es decir,  todo aquello que puede hacer feliz al hombre y al matrimonio  en el mundo. ¿Cómo quieres tú que lo renuncie todo  sin más ni más, para lanzarme a un estado de vida nada atractivo e hipotético? El estado de monje creo que es una cosa seria, para el cual comprenderás que se necesita tener una vocación especial  o llamada de Dios manifiesta, y jamás  pasó por mi cabeza  cosa semejante por hallarse a sentada mi vida, como sabes.

   BERNARDO - Desde luego es cierto que se trata de una cosa seria --Querido Guido-, per quiero añadirte: considera estas palabras eternas de la sagrada  Escritura: "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? O estas otras: El que dejare padres, esposa, hijos, heredades... por mi amor, recibirá el ciento por uno ya en este mundo, y heredará después la vida eterna".

   GUIDO - Estoy totalmente de acuerdo en lo que me dices, pero te repito que me es imposible complacerte... Además, esas palabras son de consejo, nada de precepto, por lo tanto, no me obligan a renunciar el estado  matrimonial que tengo abrazado. También nos podemos salvar viviendo en el mundo una vida honesta, cumpliendo los deberes que nos impone el santo matrimonio. Santo de veras es este estado cuando se cumplen las obligaciones que impone,  lo sabes tú de sobra.

   BERNARDO Me doy perfecta cuenta de que has abrazado un estado comprometido, el matrimonio, pero eso no obsta para que puedas y debas aspirar a otro estado de mayor perfección. El matrimonio es un estado santo, pero la vida religiosa es muy superior a él, por cuanto en ella se vive con un corazón indiviso para el Señor. Además, lo que te he dicho ha sido por inspiración divina, te he hablado porque sentía un impulso interior a proponerte este camino de santidad, que no dudo te ha de hacer ilusión.

   GUIDO - Insisto en que hay dificultades muy serias que me impiden poder complacerte, porque estoy anclado en el matrimonio, convencido de que con ello estoy dando gloria a Dios, y por otra parte, dejar a la esposa y a las dos hijas pequeñas es algo que Dios no quiere ni manda. ¡También se necesitan matrimonios cristianos que vivan en el mundo dando ejemplo, cumpliendo los deberes que impone ese deber querido por Dios!

   BERNARDO - Ciertamente es una  cosa muy seria la que le propongo, pero no es rara, ni mucho menos. Se dan muchos casos de esposos que lo tratan en serio se separan voluntariamente en vida para abrazar un estado santo que les proporcionará mayor gloria y una santidad eminente. También reconozco que se necesitan en el mundo matrimonios comprometidos, fieles a la palabra dada, pero pienso que si podemos emprender un camino de mayor perfección, con ello daremos mayor gloria a Dios, cosa que hemos de  buscar siempre.

   GUIDO - Si así es, si tú crees que la voluntad de Dios es que Isabel y yo nos separemos en vida por su amor, en último término yo no dispongo de mi persona: cuando me uní en matrimonio con Isabel, le di palabra de serle fiel hasta la muerte, a eso estoy resuelto, pero si tu dices que Dios quiere otra cosa de nosotros, tú te las arreglarás con ella para convencerla. Yo seguiré la decisión que acordéis ambos...

    Espera unos minutos voy a llamarla para que os careéis los dos, a ver quién sale vencedor.

   - Se retiró Guido en busca de ella unos instantes, y al punto salió de nuevo con Isabel, la cual luego de saludar a su cuñado Bernardo, los tres se sentaron alrededor de  la mesa.  

Guido inició el diálogo:      
GUIDO - (Dirigiéndose a Isabel) Te he llamado, querida, para que te enteres de la propuesta que me acaba de hacer Bernardo. Escucha el plan que tiene trazado: quiere dejar el mundo y retirarse a un monasterio para llevar una vida penitente, porque dice que allí se puede  uno salvar más fácilmente que en el mundo. Lo peor es que quiere que yo me separe de ti y me vaya con él. He estado discutiendo un buen rato con él, aduciendo toda clase de razones para convencerle de que estoy comprometido en el matrimonio, de que tú y yo somos felices en él, pero por más razones que le he expuesto, no he logrado hacerle desistir. Ya sabes lo obstinado que es Bernardo, siempre tiene que salir con la suya. Mira a ver si tú tienes más suerte, y logras convencerle de que nos deje vivir en paz como estamos.

 ISABEL (Iracunda).
   ¡Este Bernardo… está siempre metiéndose donde no le llaman! La propuesta que te hace la considero completamente disparatada. Yo me encargaré de hacer que nos deje en paz. Ya lo verás. No hagas ningún caso de él: porque si quiere retirarse a un convento, que se vaya en buena hora, pero que a nosotros nos deje disfrutar de la paz que tenemos en el matrimonio. Mira que somos jóvenes, tenemos medios de vida..., sobre todo, Dios nos ha regalado las dos criaturas angelicales  que alegran nuestro hogar.

BERNARDO (Tranquilo) Comprendo de sobra -Isabel- que no sea para ti ningún plato agradable la propuesta hecha a Guido, pero levanta un poco la mirada y piensa que Dios puede pedirle algo mejor que el matrimonio, otro estado más santo en el que sea más fácil la salvación, y si Dios le pide eso, no debemos oponernos nunca a los planes divinos.

   ISABEL - (Sigue airada). ¡No me hables de que Dios quiere que nos separemos, después de haber convivido tantos años juntos en un estado santo, establecido por él, cumpliendo lo mejor posible los deberes que impone! Tú, si quieres irte de monje, márchate de una vez y déjanos a nosotros disfrutar de una paz envidiable en nuestro hogar. Te repito que también aquí podemos salvarnos, y eso espero, porque la salvación depende del cumplimiento fiel de los deberes que impone el santo matrimonio, y nosotros creo que somos enteramente fieles en ese sentido.

   BERNARDO - (De acuerdo-Isabel): podéis salvaros ambos llevando una vida cristiana como exige el santo matrimonio, pero si Guido abraza la vida religiosa conmigo, puede llegar a ser un apóstol de primer orden en la Iglesia, y esto aquí en el mundo le es imposible realizar por los muchos problemas de todo género que asedian al matrimonio.

   ISABEL - (Sigue malhumorada). ¡Te he dicho que te vayas de una vez con la música a otra parte y nos dejes en paz, que busques un medio de  hacer penitencia por nosotros! En cuanto a permitir que tu hermano te acompañe, eso de ninguna manera, porque nos hemos prometido fidelidad uno a otro hasta la muerte y debemos cumplir esa palabra sagrada. No me cabe en la cabeza que Dios quiera romper las ligaduras tan estrechas que a los dos nos unen. Además, somos jóvenes y nos agrada disfrutar de la vida cumpliendo los planes de a Dios.

   BERNARDO - (Serio: ¡nada! veo que tienes un espíritu obstinado, Isabel! Como veo que no valen razones ¿Sabes lo que te digo? Lo que  no quieres hacer por las buenas, Dios se encargará de llevarlo a cabo, aunque sea a costa tuya, ya lo verás. Estoy persuadido, y no me falla el presentimiento: muy pronto  me has de llamar tú misma para pedir que admita a tu esposo Guido en el número de los seguidores de Cristo que aspiran a encaminar sus pasos hacia el monasterio de“Cîteaux”.

   ISABEL - ¡Me entran dudas de esto que me estás diciendo llegue a suceder!
   BERNARDO - ¡Apuesto que  cuanto te acabo de decir, has de verlo no tardando mucho!

  NARRADOR - Las palabras de Bernardo afectaron profundamente a su hermano Guido, quien quedó convencido de que Dios le llamaba a ser el primer seguidor suyo hacia una vida de sacrificio y austeridad; pero de momento se guardó mucho de hacer la menor insinuación a Isabel, esperando paciente la hora de Dios. -- Todo continuó normal en el matrimonio, hasta llegar a creer Isabel que se había desvanecido el peligro de la  separación. Guido, en cambio, seguía con la mosca tras de la oreja, porque conocía perfectamente a  Bernardo, que era muy amigo de salirse siempre con la suya. Isabel -por el contrario- juzgó que la sombra de su cuñado no aparecería más por allí aconsejando la separación de lo que Dios había unido.

Pero hete aquí que ella, de salud robusta, al cabo de unos días comenzó inesperadamente a sentirse mal: Dolores intestinales, fiebre alta, mareos constantes, falta de apetito, malestar insoportable… insomnio… En una palabra, los médicos auguraron un desenlace fatal, sin tardar mucho tiempo. Enterada la enferma del peligro que podía correr su vida, se acordó de las últimas palabras de su cuñado, y desde aquel momento cambió de actitud: mandó llamarle y le dijo que se daba por vencida: es decir, desde aquel momento podía disponer de Guido a su antojo, pues ella y sus dos hijitas aceptaban el sacrificio que Dios les pedía y  se las arreglarían para vivir las tres solas en el mundo. Tomar esta resolución y comenzar a mejorar su estado físico, todo fue uno. Se vio bien clara la voluntad de Dios. La prueba que le había pronosticado Bernardo acababa de cumplirse.

   Antes de despedirse, tuvieron un animado diálogo marido y mujer, en presencia  de las dos niñas:
 GUIDO - A Isabel: Ha llegado la hora -amada mía - de hacer un sacrificio muy grande por Dios. Piensa, Isabel querida, que este sacrificio solamente lo podemos hacer por Dios, que es dueño absoluto de nuestra vida. Hemos sido muy felices ambos durante tantos años, Dios nos ha bendecido con el tesoro de estas dos hijas encantadoras, que espero las eduques con todo esmero  para que logren algún día dar mucha gloria a Dios en el mudo.

   ISABEL. - (Llorosa)- ¡Ay Guido de mi alma, qué pena tan profunda siento por verte  separado de mí! Pero veo que esa es la voluntad de Dios. Si así es, No hemos de querer nosotros oponernos a su voluntad santísima, sino darle toda la gloria que podamos en el lugar que nos tiene señalado. Tú procura serle fiel en el monasterio, y pídele mucho por nosotras; yo también procuraré servirle lo mejor que pueda en la vida y me entregaré de lleno a la formación de nuestras dos niñas, que es normal sientan en el alma el vacío grande que tú dejas en nuestro hogar que parecía lo llenabas todo.

   ADELINA - (Llorosa) - ¡Papá! ¿Por qué te marchas y nos dejas solas en el mundo? Mira que Lucrecia y yo necesitamos de tu presencia cariñosa y constante. A tu lado somos muy felices ambas, sin ti, el día nos parecerá noche oscura. ¡No podremos hacernos a la idea de que en casa no volveremos a verte! ¡Piénsalo bien y no te decidas a dejar solo a  mamá y a estas tus hijitas, que te aman con inmenso  cariño!

   LUCRECIA -(Igualmente llorosa) ¡Si -papá- nuestra vida será muy triste si faltas tú de nuestro lado!. ¡Para mí se me acabaron ya todas las alegrías de este mundo! ¡Mi vida va a ser una angustia continuada! (Llora…)

   GUIDO - (Conmovido y con lágrimas en los ojos) ¡Sí, hijitas mías! Es muy grande el sacrificio que Dios nos pide a todos, pero cuando Dios llama, no hay más remedio que acudir a su llamada. Este gran sacrificio que hacemos los cuatro por su amor, algún día se trocará en gloria inmarcesible que es imposible calibrar!. Por lo tanto, Animémonos todos a ofrecer a Dios esta separación temporal, seamos generosos con Dios, hagamos por él todo lo que sea necesario, que pronto, muy pronto llegará el día en que nos reuniremos de nuevo todos, pero será una reunión  para no separarnos jamás, y entonces será cuando nos alegraremos de haber hecho esta separación tan costosa, al experimentar el peso de gloria que ella trajo consigo para nosotros los cuatro.


 NARRADOR -  ¡Secretos juicios de Dios


 Isabel, la que tanto se oponía en un principio a la marcha de su esposo Guido, ella misma vino a parar -con una de sus hijas- al monasterio de religiosas benedictinas de July, del que llegaría a ser abadesa, mientras que Lucrecia, la otra hija menor, unos años más tarde, ejercería el mismo cargo de abadesa en otro monasterio cisterciense al poco tiempo de fundada la rama femenina de la orden. Los planes de Dios son insondables, debemos aceptarlos siempre con sumisión y respeto. Cuantas veces tanto la madre como las dos hijas, bendecirían el día en que su esposo y padre Guido, decidió dejarlo todo, posesiones, mujer e hijas por amor suyo. ¡Ahora todo sería gozar, en el cielo y ¡ por toda la eternidad!

CONTINÚA

   1ª PARTE   
   2ª PARTE   

23 de mayo de 2015

PENTECOSTÉS ( Ciclo B)

   

           Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto exhaló su aliento sobre los discípulos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. San Juan, en el evangelio, evoca hoy la experiencia que los discípulos vivieron en la tarde del día de Pascua, cuando Jesús, apenas resucitado, les entregó el mayor don que podía ofrecerles: el Espíritu Santo. El mismo evangelista, al describir la muerte de Jesús, al decir que “entregó su Espíritu”, deja entender que, en el momento de su muerte, devuelve al Padre el Espíritu Santo que había recibido. Se trata de aquel mismo Espíritu que, desde las primeras páginas de la Biblia aparece como viento, lleno de fuerza e ímpetu, que, en el momento de la creación suscitaba la vida en el universo. Este mismo Espíritu, a lo largo de la historia, guió a todos los justos, animó a los patriarcas y profetas, cubrió con su sombra a la Virgen María para hacer de ella la Madre de Dios, descendió en forma de paloma sobre Jesús en el momento de su bautismo y estuvo con él durante su vida: se manifestaba en la fuerza que salía de Él en la predicación del Evangelio y la realización de los milagros. Este mismo Espíritu Jesús lo recibe de nuevo al resucitar de entre los muertos, para entregarlo a los suyos.
Con la fuerza del Espíritu los discípulos podrán continuar la obra de Jesús y llevarla hasta los confines de la tierra. Los que le había acompañado durante la vida pública, son llamados ahora a ser sus testigos, y para ello les otorga el Espíritu Santo. La misión que Jesús confía a los apóstoles con el don del Espíritu, encuentra su solemne comienzo en la escena que san Lucas ha recordado en la primera lectura, diciendo que el Espíritu, en forma de lenguas de fuego, bajó sobre los apóstoles, y éstos empiezan a proclamar las maravillas de Dios de tal manera que todos los pueblos, a pesar de las distintas lenguas, los entendían. El Espíritu ha puesto fin a las barreras que separan a las diversas naciones, para que en la unidad de la fe en Jesús, bajo la acción del único Espíritu, se lleve a cabo la unidad y la fraternidad de todos los hombres. 

San Lucas recuerda cómo todos los presentes en Jerusalén con motivo de la fiesta judía de Pentecostés, procedentes de distintas y variadas regiones del mundo, quedaron sorprendidos por el hecho de oir a los apóstoles hablar cada uno en su propia lengua. Esta característica del primer Pentecostés ha de entenderse en sentido espiritual y de hecho ha continuado a lo largo de los siglos en cuanto hombres y mujeres, de raza, lengua y cultura, temperamento y condición diferentes, han sabido, por la fuerza del Espíritu, vivir y trabajar en la unidad por haber sabido escuchar el único lenguaje de la fe y del amor que vienen de Dios. 

La manifestación sorprendente del Espíritu en el día de Pentecostés fue algo insólito, pero, de alguna manera, continuó en los primeros momentos de la vida de la Iglesia como recuerda el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los Corintios enumera los carismas de sabiduría, ciencia, fe, gracia de curaciones, don de los milagros, profecía, discernimiento de los espíritus, don de lenguas, el saber interpretarlas, que el Espíritu suscitaba en los creyentes. Sería un error pensar que hoy el Espíritu ha dejado de actuar, por el hecho de que ya no son habituales aquellas manifestaciones sorprendentes. La actividad del Espíritu no ha cesado ni puede cesar. 

En efecto, San Pablo afirma hoy en la segunda lectura: “Nadie puede decir «Jesús es el Señor» si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Es decir se puede afirmar sin lugar a dudas que si la Iglesia existe, es por la acción del Espíritu. Es el Espíritu que hace a la Iglesia, que perdona los pecados de los hombres, los fortalece y anima, los hace permanecer unidos en la confesión de Jesus y su evangelio, para dar testimonio de él con una vida plasmada por la voluntad de Dios. No por ser menos visible y aparente la acción del Espíritu es menos real. No apaguemos al Espíritu, no le contristemos, sino déjemonos llevar por él para que nos conduzca a la plenitud del Reino de Dios.

16 de mayo de 2015

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Ciclo B)

        
         
         Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo. Estas palabras del apóstol San Pablo nos introducen a contemplar el misterio de la exaltación de Jesús, que se ha sentado a la diestra de Dios en el cielo y ha sido constituido Mesías y Señor, rey del universo entero. Cada vez que proclamamos nuestra fe en el Credo, decimos de Jesús: “Padeció y fue sepultado, resucitó al tercer día, según las Escrituras, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”, y en este domingo celebramos con toda la Iglesia la Ascensión de Jesús, es decir cuando fue exaltado a la diestra del Padre, elevando nuestra pobre naturaleza humana hasta el mismo trono de Dios. De hecho se trata de un momento importante de la misión que el Padre le había encomendado y que él mismo resumió diciendo: “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y regreso al Padre”.

 El Nuevo Testamento es muy sobrio al evocar este momento de la vida de Jesús, evitando detalles que podrían satisfacer nuestra imaginación.El libro de los Hechos de los Apóstoles simplemente dice: “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Y el evangelio de Marcos se limita a decir que Jesús, después de hablar con los discípulos, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. A los autores del Nuevo Testamento les preocupa menos el hecho en sí mismo que lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, los textos recuerdan como Jesús, después de darles pruebas de que estaba vivo, les prepara para la misión de anunciar el Reino que les encomendaba. 

        Si el retorno de Jesús al Padre supone el término de su presencia visible en medio de sus discípulos, en compensación se les promete el don del Espíritu, el bautismo de fuego que recibirán y que les dará la fuerza necesaria para ser los testigos del Maestro y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a toda la humanidad. En este sentido, la ascensión de Jesús señala indudablemente un momento importante en la historia de la salvación, pues inicia el tiempo de la Iglesia, tiempo de la fe, no ya el tiempo de la visión. No vemos ya a Jesús de forma visible, pero él continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo, que encontramos en la palabra de las Escrituras, en la predicación de los apóstoles, en la realidad de los sacramentos.

  La Ascensión de Jesús invita a evitar una doble tentación: la de una estéril nostalgia del pasado y la de una quimérica idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de reproducirlo de alguna manera. No podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. La manifestación futura del reino y las características de su realización son el secreto que el Padre se ha reservado. No tenemos derecho a malgastar nuestro tiempo, que es caduco y pasa, para pretender describir algo que no depende de nuestra decisión y que, seguramente, superará cualquier imagen o boceto que podamos diseñar.

  Lo importante para nosotros es la tarea del presente, la de continuar anunciando con nuestra vida y nuestras palabras el misterio de Jesús, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios ofrece a todos sin distinción y con gran generosidad. 




9 de mayo de 2015

DOMINGO VI DE PASCUA (Ciclo B)



        “Como mi Padre me amó, así Yo os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que Yo, he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.  Os he dicho estas cosas, para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado”. 


        “Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”. Estas palabras que el libro de los Hechos de los Apóstoles pone en labios de San Pedro, señalan el momento en que la primera comunidad cristiana tuvo que abrirse, superando prejuicios y estrecheces de espíritu, para acoger a los no judíos a la promesa del Reino de Dios que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, vino a anunciar a la humanidad entera, por encima de toda distinción de razas, lenguas y culturas. Esta nueva dimensión de acogida llegó a su plenitud cuando los discípulos de Jesús entendieron toda la dimensión de las palabras que el evangelio de hoy proclama con énfasis, es decir que todos los hombres y mujeres estamos llamados a ser en verdad los “amigos de Jesús”.

“Vosotros sois mis amigos”, dijo Jesús a sus discípulos. El testimonio de la literatura universal, antigua y moderna, religiosa o no, asegura que una amistad auténtica es uno de los mayores tesoros de que se puede disfrutar en esta vida. Por esta razón nunca agradeceremos bastante que Jesús se digne en llamar amigos a quienes él mismo escogió para hacerlos testigos destinados a transmitir el mensaje de salvación al resto de la humanidad. Con esta afirmación, Jesús invita a todos a mantener con él la relación que se acostumbra a tener entre amigos de verdad y no la que puede existir entre un amo y sus siervos, entre un señor y sus dependientes. 

Esta afirmación de Jesús la encontramos en el Evangelio en el conjunto de un discurso en el que aparecen entremezclados con insistencia dos conceptos que podrían parecer contradictorios: el concepto del amor, que dice relación espontanea entre personas libres, y el del cumplimiento de mandamientos o normas, que podría suponer sumisión u obligación. En efecto, cabe preguntarse si son realmente compatibles estas dos realidades del amor y de los mandamientos. Hay quien que no ha dudado en afirmar que un Dios, que es creador de los hombres, que es bueno y que realmente ama, no debería imponer preceptos y normas que pueden coartar la libertad. Conviene seguir con la lectura del texto para entender su mensaje y disipar dudas.

“Permaneced en mi amor”, propone Jesús. Y a continuación  añade: “El que quiera permanecer en el amor, ha de guardar los mandamientos”. Guardar los mandamientos aparece como el modo de permanecer en el amor. Y para salir al paso de posibles objeciones y mostrar que lo que pide no es absurdo o incoerente, Jesús se propone a sí mismo como ejemplo concreto y real, al decir: “Lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Y si él puede hacerlo, no ha de ser imposible tampoco para nosotros. 

Y por si pudiera quedar aún alguna duda, y facilitar la aceptación de sus palabras, Jesús da un paso más y concluye: “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Amor y mandamientos en la perspectiva de Jesús no pueden oponerse  porque el contenido de lo que llamamos “mandamientos” no es otra cosa que el amor, o mejor, el auténtico ejercicio del amor. Y como broche final añade: “Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Es decir, lo que él ha hecho, lo que explica el sentido de la venida del Hijo de Dios hecho hombre entre la humanidad. Jesús ha venido para amar, para amar a Dios, que le ha enviado, para amar a los hombres a los que ha sido enviado. Y pide de nosotros que nos dejemos arrastrar por esta corriente de amor, que nos abramos para recibir y para dar amor.


Reconozcamos, como decía el apóstol Juan en la segunda lectura, la iniciativa de amor que parte de Dios y se nos ofrece, y esforcémonos en amarnos unos a otros, demostrando así que conocemos de verdad a Dios y que tratamos de agradarle de todo corazón, para ser realmente sus amigos.

2 de mayo de 2015

QUINTO DOMINGO DE PASCUA (Ciclo B)

“Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.
 El que permanece en mí y yo en él,
 ése da mucho fruto”
            
       Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El evangelista san Juan, poniendo en labios de Jesús la imagen de la vid y de los sarmientos, invita a comprender a la Iglesia como comunidad de los creyentes. Jesús se sirve, como en otras ocasiones, de una imagen sacada de la vida real, la imagen de una cepa, algo familiar a los palestinos de su tiempo. Para quien la contempla, una vid, una cepa con sus sarmientos forman una unidad de vida. La vid saca de la tierra la savia vital que comunica a sus sarmientos, para que estos puedan dar el fruto que se espera de ellos. Los sarmientos tienen vida en la medida en que están unidos a la vid. Sólo hay posibilidad de dar fruto y es la de permanecer unidos a la vid. Precisamente por esta razón, Jesús no duda en afirmar: “Sin mí no podéis hacer nada”. Permaneciendo unidos a él se nos promete la vida, vida que se manifiesta en el dar fruto abundante. En cambio, si el sarmiento se separa de la vid, ya sea por propia voluntad, ya por la intervención de alguien que corta y aparta los sarmientos que no producen fruto, a ese sarmiento no le espera otra cosa que la destrucción, pues el sarmiento inútil se deja secar, y termina en el fuego. 

          Saliéndose un poco de los límites de la comparación, Jesús termina su discurso afirmando que, precisamente, en la medida en que permanezcamos unidos a él, podremos dirigirnos al Padre por la oración y ser escuchados. Si somos sarmientos de la verdadera vid, tenemos libre acceso al Padre, al labrador, que nos conoce y nos ama en la medida que formamos una sola cosa con su Hijo, el predilecto. El eco de estas palabras de Jesús relativas a la oración lo encontramos también en la segunda lectura en la que el apóstol san Juan recuerda que, en la medida en que guardemos sus mandamientos y hagamos lo que le agrada, cuanto pidamos en la oración lo recibiremos de su generosidad. Esta insistencia en el valor de la plegaria tiene una enorme importancia. Creer que Dios nos ha salvado pero aplazar el resultado de esta salvación únicamente para después de la muerte podría ser causa de desánimo. En cambio, cuando Jesús insiste que con la oración podemos pedir cuanto necesitamos, sin miedo, con el atrevimiento propio de los hijos, acerca de alguna manera a nosotros el resultado del misterio pascual de Jesús. Éste no queda lejos, está junto a nosotros, podemos acceder a él por la oración hecha en su nombre.

Pero esta oración no es un instrumento que se nos ofrece para servirnos de Dios según nuestros caprichos y obtener de él lo que nos plazca. La verdadera oración, la plegaria hecha al Padre en nombre de Jesús sólo será tal si brota de una vida de amor profundo que vincule a los hermanos. Para entendernos: nuestra unión con Jesús, en virtud de la cual podemos dirigirnos al Padre en la plegaria, exige una unión real con los hermanos: “No amemos de palabra ni de boca, -nos decía el apóstol san Juan-, sino con obras y según la verdad”. Si nos amamos así, si guardamos de este modo sus mandamientos, daremos el fruto abundante que se espera de los sarmientos unidos a la vid.

La Iglesia cristiana, de la que formamos parte, no es otra cosa que este conjunto de sarmientos enraizados en la vid que es Jesús, que saben mantener la unidad en la fe y el amor. La primera lectura de hoy, sacada de los Hechos de los Apóstoles, ha recordado un episodio de los primeros tiempos de la Iglesia. Pablo, el que fue perseguidor de los discípulos de Jesús, después de que viera a éste en el camino a Damasco, pasó a ser un ardiente propagador de él y de su evangelio. Pero no todos se fiaban de él: sólo cuando su actividad fue aprobada por los apóstoles, cuando no quedaron dudas de que era un sarmiento unido a la vid se le reconoció la misión que había recibido y que mucho contribuyó a la edificación de la Iglesia en la fidelidad a Jesús por obra del Espíritu Santo. También nosotros, en este momento de la historia, hemos de creer en Jesús resucitado, que nos vincula con Dios, pero  también entre nosotros, y así formamos parte de un pueblo, que es la Iglesia, guiados y sostenidos por el Espíritu que nos recuerda cuanto Jesús hizo y enseñó, durante su vida mortal.

25 de abril de 2015

DOMINGO IV DE PASCUA (Ciclo B)

“Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas
y las mías me conocen a mí”
           Yo soy el buen Pastor, afirma hoy Jesús en el evangelio. El tema del pastor y del rebaño aparece a menudo en la Biblia, porque Israel fue siempre un pueblo de pastores y Jesús, para hacerse entender utilizó el lenguaje y las figuras que más respondían a la realidad de su pueblo. Así, con esta imagen Jesús quiere recordar que un pastor que se interesa por sus ovejas hace los posibles para defenderlas del lobo, evitando que éste haga estragos y disperse a las ovejas. Jesús se interesa por su rebaño, y busca una relación personal con cada una de las ovejas. No se trata de un simple conocimiento instintivo sino una relación personal, que desemboca en el amor, en la amistad.

    Precisamente porque existe esta relación, llegado el caso, el pastor no duda en sacrificar su propia vida. Y Jesús precisa: “Doy la vida por mis ovejas, -dice-; nadie me la quita, la entrego libremente. Tengo poder para darla y para recuperarla”. Dado que la vida es lo mejor que poseemos, todos somos capaces de hacer imposibles para sobrevivir y continuar existiendo. Pero Jesús asegura que él da su vida, la entrega por nosotros, libremente, sin dudar, porque nos ama. El misterio de la cruz es misterio de amor, pues se dejó crucificar porque nos ama. Es ley de vida amar y ser amado. Todos deseamos que haya alguien nos ame, alguien en quien descansar, alguien para quien seamos algo más que un número o un instrumento. Cuanta gente va por el mundo mendigando amor o amistad sin lograr saciar esta ansia. Y he aquí que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos asegura: Yo te conozco, yo te amo y por ti, por todos vosotros, doy mi vida, libremente, sin dudar.

            Por este amor que Jesús profesa a los humanos, san Pedro puede decir a los judíos que le echaban en cara la curación del paralítico: “Ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otra posibilidad de salvación sino en Jesús”. Los hombres pueden formular, al margen de Jesús de Nazaret, muchas teorías, sistemas, ideologías o doctrinas para mejorar el mundo y la sociedad, pero sólo Jesús es la piedra que Dios ha puesto como cimiento, sobre el cual todo tiene que ser edificado, descansar y permanecer.

            Tratando de precisar un poco más el plan de Dios para con la humanidad, san Juan, en la segunda lectura, recuerda que somos hijos de Dios. Pero, saliendo al encuentro de las objeciones que una afirmación de este género puede suscitar, el apóstol precisa que esta realidad de ser hijos de Dios ahora aún no podemos comprenderla, pues aún no se ha manifestado lo que seremos. En efecto un día seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal cual es. Este modo de hablar no deja de suscitar perplejidad. ¿Pueden repetirse estas palabras a quienes viven en la zozobra por falta de trabajo, a quienes desfallecen de hambre por el egoismo de unos pocos, a quienes les falta un techo donde cobijarse, a los que mueren cada día en tantos lugares del planeta, a los que ven sus cuerpos destrozados por implacables enfermedades, a quienes son víctimas de discriminaciones por razón de raza, de lengua o de religión? ¿Estas afirmaciones no serán una invitación a evadirnos de las dificultades y de los horrores de la vida más que un mensaje de salvación? Son muchos los que han naufragado ante este mensaje, difícil de entender para quien cree tener los pies bien asentados en la tierra en que vivimos y sufrimos.

            La respuesta podemos encontrarla releyendo estos textos en el marco del resto de la Escritura. Jesús, la piedra angular, fuera de la cual no hay salvación, por quien hemos sido hechos hijos de Dios, que se declara el buen pastor que da la vida por los suyos, a los que conoce y ama, es el mismo que nos invita a dar la vida por los hermanos siguiendo su ejemplo, que nos recomienda practicar la justicia y la verdad, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos. Es el mismo que nos invita a trabajar por la paz, a tener el corazón limpio, a ser pobres de espíritu. Urge abrir el corazón a las enseñanzas del evangelio para poder alcanzar lo que se nos promete y poder entrar en el Reino que Jesús nos ha preparado con su muerte y su resurrección.

18 de abril de 2015

DOMINGO 3º DE PASCUA


            " Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.
 Palpadme y daos cuenta de que un fantasma
 no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo."

          Se presentó Jesús en medio de sus discípulos, que llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Después les abrió el entendimiento para entender las Escrituras. Acabamos de escuchar el relato que el evangelista San Lucas ha conservado de la primera aparición del Resucitado a sus discípulos. Aquellos hombres sencillos no aceptaron sin dificultad la nueva realidad, manifestando primero un miedo que después se transformó en sorpresa, pues no acababan de creer por la alegría que embargaba sus corazones. Jesús viene en su ayuda, les muestra sus llagas, se deja tocar, e incluso come ante ellos. La intención del evangelista no es presentar un hermoso relato de un gozoso encuentro con el amado Maestro, sino preparar a los discípulos para la obra que les estaba reservada, la de ser testigos de la resurrección de Jesús. Para poder llevar a término esta misión, ante todo debían estar convencidos de la realidad pascual, es decir de la identidad entre el Crucificado y el Resucitado.

            Porque la resurrección de Jesús es la gran intervención de Dios en la historia de la humanidad para llevar a cumplimiento las promesas que desde antiguo había hecho a su pueblo para ofrecerle la verdadera vida. Por esto Jesús, además de mostrar su cuerpo resucitado, se dirige a las mentes de los apóstoles y les explica las Escrituras, la ley de Moisés, los profetas y los salmos para que comprendan que todo lo sucedido había sido ya anunciado, y formaba parte de las promesas y del designio salvador de Dios. En efecto, si nosotros somos cristianos lo somos porque creemos y confesamos que Jesús murió en la Cruz pero después resucitó de entre los muertos. Precisamente por esto, el apóstol san Pablo, escribiendo a los corintios, no dudará de afirmar que si Jesús no ha resucitado, nuestra fe es vana, y en consecuencia, si esta resurrección no es verdadera y auténtica, resulta que somos los más desgraciados de los hombres y vivimos aún bajo el peso de nuestros pecados, sin esperanza de futuro.

          Hoy, la primera lectura ha evocado un fragmento del discurso de san Pedro a los judíos recordando cómo el Dios de Israel, el Dios de los Padres es el autor de la glorificación de su Hijo, el Siervo fiel y obediente, que los suyos habían negado como Mesías y lo habían entregado a la muerte. Mataron al autor de la vida y dieron libertad a un homicida, afirma el apóstol, y lo hicieron por ignorancia pero precisamente su ignorancia sirvió para que se cumplieran los designios de Dios, y así podemos gozar con los frutos de la redención. Pedro invita a sus oyentes y también a nosotros, al arrepentimiento y a la conversión, prometiendo el perdón de todos los pecados.

          Es posible que sorprenda, en medio de la alegría pascual, la insistencia en el recuerdo de los pecados de los hombres, de nuestros pecados. Pero precisamente ahí está la importancia del mensaje pascual. La resurrección de Jesús, su victoria sobre la muerte, no es una simple leyenda hermosa, ni una evasión de la realidad en que vivimos. Cada uno de nosotros conoce su propia historia, sus contradicciones interiores, sus combates entre el bien y el mal. Y si miramos el mundo en que vivimos podemos constatar el cúmulo de egoísmos, ambiciones, injusticias y violencias que oprimen a la humanidad, que arrancan lágrimas y quejas, que son fuente de dolor y sufrimiento. Y toda esta realidad, nos dice la Escritura, es consecuencia de aquella actitud de los humanos que llamamos “pecado”, que no es otra cosa que un acto de desobediencia al amor y a la voluntad de Dios.


          Por esto, san Juan, en la segunda lectura, ha insistido en que Jesús, el Resucitado, en cuanto es víctima de propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo, está ante el Padre intercediendo por nosotros. Si aceptamos como auténtica esta realidad, si confesamos que conocemos a Jesús, se impone una decisión: hemos de evitar el pecado, hemos de guardar los mandamientos. Aceptar a Jesús resucitado lleva consigo una unión estrecha entre fe y acción, entre creencia y vida. Unicamente así sabremos que conocemos en verdad a Dios y a Jesús, si permanecemos unidos a él en íntima comunión de amor y obediencia.

11 de abril de 2015

II DOMINGO DE PASCUA (Ciclo B)



           ¡Porque me has visto Tomás, has creído? ¡Dichosos los que crean sin haber visto!”. El evangelio de san Juan recuerda hoy las primeras apariciones de Jesús resucitado a sus apóstoles, sin ocultar las dudas de Tomás. Este apóstol, ausente en la primera aparición, exigía para creer el tocar con sus propios dedos las llagas del crucificado, y cerciorarse así de la realidad de la resurrección. Jesús no toma a mal la dificultad de Tomás, no duda en venirle al encuentro, invitándole a palpar sus llagas. Esta condescendencia arranca obtiene la conocida confesión: “¡Señor mío y Dios mío!”. Comentando en sus homilías este pasaje, el Papa San Gregorio Magno dice que las dudas de Tomás son una ayuda para nuestra fe vacilante, para tomar en serio el mensaje de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte.

Pero las palabras de Tomás son algo más que una manifestación de sorpresa ante el Resucitado. Tomás fue testigo de la resurrección de Lázaro, pero sabe distinguir muy bien entre lo sucedido a Lázaro y lo que significa la presencia de Jesús resucitado. No se trata de la reanimación de un cadáver sino de una presencia nueva, que permite adivinar una realidad que va mucho más allá de lo que los hombres podían esperar. Por esto no duda en proclamar que Jesús es Señor, el Mesías, el Cristo o Ungido del Padre, que es el Hijo de Dios, en su sentido pleno, es decir que es Dios.

La misma fe de Tomás la confirma el apóstol Juan cuando afirma que Jesús es el Hijo de Dios, que vino con agua y con sangre, aludiendo así concretamente a la lanzada que infligieron a Jesús en la cruz, de cuya herida brotaron sangre y agua, que la tradición interpreta como símbolos de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, por los cuales entramos en estrecha comunión de vida con Jesús resucitado. Porque el hecho de la resurrección supone un cambio profundo en Jesús, pero también en todos los que creemos en él. Por esto el apóstol  continua: “El que cree que Jesús es Hijo de Dios, vence al mundo”. El que participa en la victoria de Jesús resucitado recibe la fuerza para vencer el mundo, para poder vivir sin miedo ni temor. Y ésto, según san Juan, porque el que cree que Jesús es el Cristo nacido de Dios llega a ser en verdad hijo de Dios, y, en consecuencia, demuestra que ama a Dios cumpliendo sus mandamientos.

Cumplir los mandamientos. He aquí un punto delicado que crea dificultades. El apóstol Juan asegura que los mandamientos no son pesados. Y no lo son porque los mandamientos, en la perspectiva del evangelio, sólo se pueden entender y aceptar desde una perspectiva de amor. El que ama cumple los mandamientos, así como el amigo, el amante, busca libremente como expresión de cariño el bien de la persona amada.

Sería empobrecer el mensaje de la resurrección reducirlo a la observancia fría y escrupulosa de determinadas reglas o normas. El que vive en el ámbito del resucitado entra en una dimensión nueva, cambia parámetros. Es lo que Lucas trata de esbozar en la primera lectura de hoy, al describir, de manera bastante idealista, la primera comunidad de Jerusalén. Aquella gente, dice Lucas, se tomó tan en serio el mensaje de la novedad de Jesús resucitado que todos pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían lo ponían a disposición de los apóstoles que lo distribuían según lo que necesitaba cada uno. Para concluir diciendo que Dios los miraba a todos con mucho agrado.

El ideal trazado por Lucas, el hecho de la resurrección de Jesús debería invitarnos a revisar nuestro modo de pensar, de hacer, de vivir, para dejar nuestros egoísmos y abrirnos al amor y al servicio de todos los hermanos, de modo que los que no creen, al vernos deban reconocer que Jesús ha resucitado verdaderamente por que hay hombres y mujeres que viven ya una vida nueva.











4 de abril de 2015

¡ALELUYA. EL SEÑOR HA RESUCITADO. ALELUYA!

       

  ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. En la tarde del viernes santo, mientras los discípulos se  dispersaban ante la cruz en la que agonizaba Jesús, unas mujeres habían mostrado su fidelidad quedando junto a María al pie del patíbulo. La misma fidelidad las lleva en la mañana del primer día de la semana a prestar un último homenaje al crucificado, pero  al entrar en el sepulcro encuentran a alguien les dice que el crucificado ha resucitado y que han de comunicar a los demás discípulos que va por delante de ellos a Galilea. Marcos deja entrever la sorpresa, más aún, el espanto que la noticia produce en aquellas mujeres, que salen corriendo, hasta el punto de que, como atestigua Marcos, no son capaces de comunicar por el momento, el encargo recibido del ángel.

          La buena nueva de Jesús no es algo que el espíritu humano puede aceptar sin quedar profundamente desconcertado. Es necesario callar, permanecer en el silencio y esperar que Dios ilumine para alcanzar la verdad, y poder después actuar de acuerdo con ella. En esta noche pascual, en el ambiente de fiesta y de alegría de esta gran vigilia, se nos invita a escuchar el anuncio pascual: El Señor ha resucitado, anuncio de vida renovada en nuestras relaciones con Dios y con los hermanos. Con los signos del fuego nuevo y de la luz del cirio, hemos saludado a Aquel que es la luz verdadera que brilla en la tiniebla y alumbra a todo hombre.

          A la luz de Cristo resucitado, hemos escuchado unas páginas de la Escritura que subrayaban algunos momentos y aspectos de la historia de la salvación, que pueden ayudarnos a ser más conScientes de la voluntad salvadora de Dios que, a través de los tiempos, ha ido preparando la victoria pascual de Cristo.

Empezando por el relato de cómo la Palabra creadora de Dios, por medio de su Espíritu, fecundaba el universo y daba vida al hombre, siguiendo por el ejemplo del patriarca Abrahán, el hombre que creyó en la palabra de Dios, que esperó contra toda esperanza, hasta el acontecimiento del paso de Israel por mar Rojo, se nos ha introducido en las intervenciones de Dios en bien de la humanidad.
          Las lecturas de los profetas Isaías, Baruc y Ezequiel confirman que Dios no ha cesado nunca de manifestar su amor, que va más allá de cualquier limitación y que se ha concretado en la alianza ofrecida a los hombres por Dios, alianza que en Jesús ha llegado a ser la alianza nueva y eterna.

          La noche de Pascua es el lugar apropiado para recordar, como decía san Pablo, la relación entre la resurrección de Cristo y nuestro renacimiento espiritual. El bautismo realizó en su día nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús, realidad que hemos de demostrar cada día viviendo vida nueva por la fuerza del Espíritu Santo que hemos recibido.

          Hoy la liturgia invita a renovar nuestras promesas bautismales, las que el día de nuestro bautismo hicieron por nosotros nuestros padres y padrinos, renunciando de nuevo al pecado y a las seducciones del mal, para reiterar nuestra fe en el Dios Uno y Trino. Olvidando nuestro pasado, podemos aprovechar esta oportunidad para responder con decisión a la llamada de Dios e iniciar una vida nueva.


          Nosotros no hemos podido ver con nuestros ojos carnales al Señor resucitado, pero hemos de saber reconocerlo al partir el pan, según lo que Jesús dijo a su apóstol Tomás: “Dichosos los que crean sin haber visto”. De esta manera la celebración de la victoria pascual de Jesús puede significar una renovación del espíritu, una fe más ardiente, para ser testigos del Señor resucitado, anunciando con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, que Jesús ha vencido la muerte y vive para siempre.

SÁBADO SANTO


TE ADORAMOS OH CRISTO Y TE BENDECIMOS
 PORQUE POR TU GRAN  BONDAD REDIMISTE AL MUNDO

        ¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa Y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido Y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor está con todos vosotros.» Y responde Cristo a Adán: «y con tu espíritu.» Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, Y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.

Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: "Salid", y a los que estaban en tinieblas: "Sed iluminados", Y a los que estaban adormilados: "Levantaos."

Yo te lo mando: Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti somos una sola cosa.

Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aun bajo tierra; por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas, abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto.

Mira los salivazos de mi rostro, que recibí, por ti, para restituirte el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas, que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado. Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz, por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol prohibido.

Me dormí en la cruz, y la lanza penetró en mi costado, por ti, de cuyo costado salió Eva, mientras dormías allá en el paraíso. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te sacará del sueño de la muerte. Mi lanza ha reprimido la espada de fuego que se alzaba contra ti.

Levántate, vayámonos de aquí. El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí comer del simbólico árbol de la vida; mas he aquí que yo, que soy la vida, estoy unido a ti. Puse a los ángeles a tu servicio, para que te guardaran; ahora hago que te adoren en calidad de Dios.

Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y preparado desde toda la eternidad el reino de los cielos.»

Homilía anónima en el gran Sábado Santo




3 de abril de 2015

VIERNES SANTO (Ciclo B)

   

“Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para las judíos, necedad para los paganos”. Estas palabras de san Pablo pueden resumir el sentido que para los cristianos tiene la celebración del Viernes Santo, que no es otro que el deseo de venerar a Jesús que, por amor nuestro quiso ser clavado en la cruz, ser escándalo y necedad para muchos, pero también salvación y fuerza para todo el que cree en él. Hoy, para recordar la muerte del Salvador, después de haber escuchado el relato de la Pasión, veneramos la Cruz, patíbulo y a la vez trono glorioso de Jesús, que elevado, nos atrae a todos hacia él.

            La Pasión según san Juan nos hace acompañar a Jesús en su camino doloroso desde el Huerto hasta el sepulcro, subrayando sobre todo el ángulo de victoria y triunfo más que el aspecto de sufrimiento y humillación. En la escena del huerto de los Olivos, el evangelista subraya la libertad soberana del que se entrega, el mismo que puede hacer caer en tierra a sus mismos perseguidores, al decir de si mísmo: YO SOY, es decir atribuirse el nombre que Dios comunicó a Moisés en la teofanía del Sinaí. En su coloquio con Pilato, no ha dudado en afirmar su realeza mesiánica, cambiando los papeles y demostrando que es él, Jesús el verdadero juez, y que los juzgados, pero no condenados, son todos los demás. La presencia de María al pie de la Cruz y las palabras del Hijo a su Madre, han recordado que está empezando el reino de Jesús, la nueva creación, en la cual no falta una mujer, llamada a ser la Madre de todos, y que, al contrario de Eva, será fiel a su vocación. Por fin, Jesús, desde la Cruz anuncia que su obra está cumplida: y entregando su Espíritu, el mismo que estuvo presente en su concepción, que se posó sobre él en el bautismo de Jordán, que le acompañó en su ministerio, y que, después de su resurrección, dará a todos los que crean en él, como signo de que han llegado los tiempos mesiánicos, anunciados por el profeta Joel.

            La historia de la Pasión está encuadrada entre dos textos que completan la presentación de la oblación del Hijo de Dios hecho hombre. La palabra del Profeta en la primera lectura, ha evocado las vejaciones progresivas hasta llegar a la muerte de un personaje que la tradición ha llamado el Siervo de Yahvé. Con su aceptación generosa transforma su suerte en sacrificio expiatorio que puede dar a los hombres la verdadera justicia y llevar a término el designio de Dios de salvar a todos. El sufrimiento del Siervo de Yahvé, de modo semejante al modo como Juan ha recordado la Pasión, lleva hacia una visión positiva, anuncia una luz, una salvación para mucha gente.

            En la segunda lectura se nos ha hablado del hombre Jesús, el cual, en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas. El autor de la carta a los Hebreos, evoca la obra de Jesús en términos sacerdotales y sacrificales y le presenta como el Pontífice definitivo, que entrando en el santuario del cielo, obtiene la salvación eterna para todos los que le obedezcan.

            Como respuesta a este amor que Dios manifiesta a toda la humanidad en la Pasión de su Hijo, tendrá lugar la plegaria universal, de la que nadie quedará excluído: creyentes e incrédulos, cristianos y miembros de otras religiones. La solemne plegaria del Viernes Santo ha de hacernos sentir en verdad católicos, universales, superando los estrechos límites de nuestro habitual egoísmo.


            Hoy se termina la celebración participando al Pan eucarístico consagrado en la Misa de la Cena del Señor que celebramos ayer. Al recibir la Eucaristía reafirmamos nuestra comunión con Aquel que ha llegado a ser el Sacerdote de la Nueva Alianza, por medio de su obediencia al Padre, llevada hasta la muerte, que ha de ayudarnos a mantener firme la profesión de nuestra fe cristiana, y a preparnos para una provechosa celebración de la noche de Pascua.