1º Capítulo del Abad General Mauro-Giuseppe Lepori OCis
1. El espacio entre el corazón y Dios
Comenzamos este
curso de formación online de cinco días que se ofrece a toda la Orden, desde
Asia hasta América pasando por Europa y África. Es como un pequeño curso de
ejercicios espirituales que no sólo debe reunirnos para hablar y meditar sobre
el tema de la oración, sino también reunirnos en la oración. Es un gesto y un
signo de comunión que queremos vivir juntos en este momento tan especial de la
historia del mundo en el que tantos contactos directos se han interrumpido o
han sido difícil de implementar. Por eso agradezco a todos los que aceptan
participar en este gesto, ya sea ofreciendo los cursos, ya sea organizándolos
técnicamente, ya sea traduciendo, y también a todos los que participan
individualmente o en comunidad, ciertamente no sin algún sacrificio.
Me pregunté
desde qué punto de vista meditaría la oración. Está claro que me siento
impulsado a hacerlo dentro de la preocupación pastoral con la que miro a la
Orden, y por tanto desde la experiencia de las visitas y encuentros con las
distintas comunidades, en las distintas culturas. Somos una Orden monástica y
esto significa que la oración debe ser lo que más nos une, lo que nos une más
profundamente. ¿Es esto cierto? ¿Y cómo se produce? Me parece una preocupación
importante porque, al fin y al cabo, esto es válido para toda la Iglesia en
todo el mundo y en todas las épocas de la historia. Y esto es así dentro de
cada comunidad. ¿Están nuestras comunidades unidas en la oración? Para
comprenderlo, tenemos que entender lo que significa “estar unidos en la oración”.
Tal vez sea precisamente este tema el que es importante profundizar con
vosotros para que este curso, enriquecido por el magisterio autorizado, y
ciertamente mucho más conspicuo que el mío, de sor Manuela Scheiba y del padre
Jordi-Agustí Piqué, ambos benedictinos y profesores del Pontificio Ateneo
Sant'Anselmo, nos ayude a dar un salto de conciencia y también de conversión en
el modo de vivir juntos nuestra vocación, nuestro carisma
benedictino-cisterciense, aunque las circunstancias actuales hagan raros y
difíciles nuestros encuentros.
Sabemos que San
Benito nos pide que empecemos todo con la oración: “Ante todo, cuando te
dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y
apremiante que él la lleve a término”[1]. Este
modo de expresarse me parece un eco de lo que San Pablo escribe a los
Colosenses: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al
Señor, y no a los hombres: sabiendo que recibiréis del Señor en recompensa la
herencia. Servid a Cristo Señor”.[2]
“Hacedlo con
toda el alma, como para servir al Señor”. ¿Qué significa esto? Significa que
entre nuestra alma, nuestro corazón y Dios hay, por así decirlo, un espacio por
llenar, un espacio en el que nuestra libertad está llamada a elegir lo que
quiere poner ahí, o cómo quiere vivirlo. Ahora bien, cuando San Benito nos pide
que recemos antes de iniciar todo el camino de nuestra vocación, es como si
fuera consciente de que, si queremos que toda nuestra vida sea algo bueno, algo
bien hecho, algo bien vivido (quidquid
agendum… bonum) entre nuestro corazón y Dios, es necesario, en primer lugar, llenar este espacio con la oración. La oración con la que
nuestra libertad clama con gran insistencia, es decir, siempre, significa
preparar para nuestra vida, para todo lo que vivimos y todo lo que sucede y
sucederá, un espacio entre nuestro corazón y el Señor. Mejor: un espacio para
nuestro corazón que es el Señor, porque no hay espacio fuera de Él. Nuestro
corazón, nuestra alma, están hechos para respirar en un espacio infinito, y
este espacio es el Corazón de Dios, es decir, un Dios que es Amor y que nos ama
personalmente, hasta el punto de saber cuántos cabellos tenemos en la cabeza[3].
“Lo que hacéis,
hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres”. San
Pablo, como San Benito, y sobre todo como el mismo Jesús, nos advierte que el
espacio entre nuestro corazón y los hombres es demasiado limitado para contener
toda la vida, todo lo que estamos llamados a vivir, a hacer, a desear. Siempre
tenemos la tendencia a vivir sólo en una dimensión horizontal, una dimensión
“plana”, bidimensional. Pablo habla aquí sólo de la relación entre los seres
humanos, pero también podría añadir que no debemos vivir sólo para las cosas,
para los bienes, para nuestro cuerpo y, en última instancia, ni siquiera para
nuestro corazón, porque todo lo que es sólo horizontal no crea un espacio
adecuado para vivir nuestra vida. Vivir sólo entre nuestro corazón y las cosas,
entre nuestro corazón y nuestro corazón, o entre nuestro corazón y nuestro
cuerpo, bueno, este espacio sería demasiado limitado para contener toda la
vida, todo lo que estamos llamados a vivir, a hacer, a desear. Sólo el espacio
entre el corazón y Dios, entre nuestro corazón y el Corazón de Dios, es
adecuado para nuestra vocación humana, porque Dios creó nuestro corazón a
imagen y semejanza del suyo y para Él.
Entendemos
inmediatamente una cosa: que no se trata tanto de poner un poco de oración en
nuestra vida, sino de poner nuestra vida en la oración. Se trata de volcar toda
nuestra vida y la vida del mundo en la oración, en la relación con el Señor. Se
nos invita así a cultivar una concepción grande, dilatada, universal, infinita
de la oración, aunque se exprese en nuestros corazones y en nuestras
comunidades, que siempre nos parecen pequeños y frágiles. La oración, como
tensión entre nuestro corazón y el Señor, es un aliento infinito dado a nuestra
miseria y fragilidad.
Cuando Jesús, y después de él toda la tradición
cristiana y monástica, nos pide “orar siempre, sin desfallecer”(4), antes de llamarnos a
una práctica, quiere educarnos para tener una conciencia justa y verdadera de
nosotros mismos, de nuestra vida, de toda la realidad. Orar siempre, pedir
siempre, significa vivir todo dentro de la relación del corazón con el Señor, y
por lo tanto poner y vivir todo en su justo lugar, en la verdad. Puedo realizar
una acción heroica, pero sin la conciencia de que todo se hace por Dios y para
Dios. Así, esta acción heroica es menos verdadera, menos humana, menos santa
que un pequeño gesto, incluso ordinario y cotidiano, hecho y vivido con la
conciencia de la relación con el Señor, es decir, en la oración. La oración se
nos da y se nos pide para vivir todo con verdad. Porque la verdad de nosotros
mismos, de todos y de todo es la relación con un Dios que nos crea, que nos
ama, que es la plenitud de nuestra vida.
Sólo recibí el capítulo I y capítulo II, me gustaría recibir los siguientes. Gracias.
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