1-
Comentario sobre el Salmo.
El comentario está extraído
de las Enarraciones de San Agustín sobre el Salmo 129: San Agustín, Obras de
San Agustín. Enarraciones sobre los Salmos. IV volumen, a cargo del P.
Balbino Martín Pérez, B.A.C., Madrid 1967, p. 398-413.
San Agustín, comienza
diciendo que éste es un salmo de grado porque es de quien desde lo hondo, sube.
Cada cual sube desde una profundidad distinta y hemos de adivinar cuál es
nuestra profundidad desde la que clamamos a Dios. Nos muestra el ejemplo de
Jonás que estando en lo profundo del mar y dentro de un cetáceo, oró al Señor y
su súplica fue escuchada.
Según Agustín nos comenta
que la profundidad es la vida mortal y que el alma ansía subir hasta el Señor
para que sea libertada, para que fuese renovada, porque el hombre peca, cae,
pero sólo puede sanarnos Dios. Y es el grito del que clama en el abismo el que
le permite subir hasta Dios. Sin embargo, los que no claman al Señor desde lo
más hondo, son los pecadores que han caído a un abismo profundísimo. Y lo peor,
es que muchos de los más grandes pecadores, prosperan en sus vicios y así, se
creen que son más felices y por tanto, no sienten necesidad de gritar al Señor.
Y viéndose en lo profundo del abismo, piensan que se condenarán sin remedio y
en ese caso, coma van a ser castigados igual, cometen todos los delitos que
pueden. Pero Jesús, que por nosotros se hizo hombre, que se abajó hasta nuestra
condición por amor, ha puesto en el hombre el ansía de gritar a Él desde lo más
profundo del abismo y así, el clamor y el arrepentimiento del pecador lleguen a
Dios.
“Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus
oídos atentos
a la voz de mi súplica” (129, 1-2). Es el
pecador quien clama al Señor desde lo más profundo porque está firmemente
convencido que ya que vino a perdonar los pecados, perdonará al que clama desde
el abismo de sus iniquidades. El pecador se da cuenta de que todos los hombres
son culpables y pecadores y todos los hombres deben estar seguros de la
misericordia divina, porque: “Si llevas cuentas de los
delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?” (129, 3).
Y ¿por qué el pecador tiene esa
esperanza?, esta respuesta nos la da también el salmo: “Pero de ti procede el
perdón” (129, 4). Pues bien, ese perdón,
esa “propiciación” como dice San Agustín, procede del sacrificio del Hijo del
Hombre, de Cristo, que ofreció Su sangre inocente para redimir a los hombres. Y
si existe esta propiciación, es porque el Señor es misericordioso.
Sigue hablando ahora Agustín de la Ley ; dice que a los judíos se
les dio una ley para que descubriesen sus pecados, no era una ley que pudiese
vivificar, y así, la ley le hizo al hombre, reo, era una ley que ataba al
pecado pero el Autor de la ley libró al pecador porque existe otra ley, la de
la misericordia.
Ahora, habla sobre la ley del amor y
dice el Apóstol: “Sobrellevaos mutuamente vuestras cargas, y así cumpliréis la
ley de Cristo”. Es decir, unos a otros debemos llevar sobre nosotros mismos las
cargas de nuestros hermanos y perdonarlos, y también ellos deben perdonarnos y
cargar con nuestras flaquezas. Pero eso no significa que debamos consentir en
los pecados ajenos, pues si es así, los hacemos nuestros. Llevar las cargas del
otro, significa que cuando cae en una falta, se debe rogar por él, nos debe
desagradar su falta y debemos perdonar si nos pide el perdón, y así, obraremos
como Cristo nos enseñó: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”.
Prosigue ahora San Agustín, con el
perdón que necesitamos de Dios, pues aunque no hayamos caídos en pecados
sumamente graves, nadie se puede escapar de los pecados de la lengua aunque
sean leves, pues dice el Evangelio quien llame a su hermano “imbécil”, es reo
del infierno. Y si por creer nosotros que son leves, seguimos cometiéndolos,
amontonamos pecado sobre pecado y al final, existe una montaña gigante de
pecados.
El salmista contempla la gran cantidad
de pecados aunque leves, que cometen cada día los hombres y observando la
fragilidad del ser humano, clama: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor,
escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz mi súplica: Si llevas cuenta
de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?” (129, 1-3). Entonces, se pueden
evitar muchos pecados de los más graves como el homicidio o el robo entre
otros, pero ¿quién es capaz de omitir los pecados de la lengua o del
pensamiento? Por tanto, si Dios en vez de ser un Padre misericordioso es un
juez severo, “¿quién podrá resistir, Señor?” (129, 3).
Sobre el versículo del salmo:
“Espero en tu palabra” (129, 5). Dice que sólo puede esperar quien todavía no
ha recibido la promesa, esto es, han sido perdonados nuestros delitos, no
debemos sufrir el castigo merecido por nuestro mal, pero esperamos todavía,
entrar en el Paraíso, la vida eterna. Hay que esperar en el Señor, como nos
dice el salmo, pero no sólo un momento, sino: “mi alma aguarda al Señor,
más
que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la
aurora” (129, 6-7). Y al ser perdonados, sabemos que igual que resucitó el
Señor, resucitaremos nosotros.
Cristo tomó de nosotros la carne, el
Verbo se hizo carne y ofreciéndose por nosotros como sacrificio, en la
resurrección innovó lo que fue matado.
Cristo resucitó en la vigilia
matutina, y nosotros debemos esperar hasta la noche, es decir, hasta la muerte,
porque hay muchos que esperan en Dios cuando toda va bien, pero al ver a los
malvados prosperar, dejan de esperar en el Señor si las cosas no les van como
ellos quieren.
El Señor resucitó al rayar el alba
para ya no morir más y nosotros tenemos que esperar desde la vigilia matutina,
sabiendo que resucitaremos como el Señor y que ya no habremos de morir.
Hemos de esperar hasta la noche, es
decir, hasta el fin de nuestra vida o del mundo, porque entonces ya no se
necesitará la esperanza pues estaremos en posesión de la realidad, pero debemos
esperar con esperanza, y cuando venga Cristo, los justos alegrándose, irán con
Dios, y los impíos, irán al fuego eterno.
“Mi alma aguarda al Señor, más que
el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la
aurora” (129, 6-7). Por tanto, Israel
debe esperar al Señor, pero desde la vigilia matutina. Hay que esperar en el
Señor desde la mañana hasta la noche, pero aquí también deberemos sufrir
tribulaciones como las sufrió Jesús, pues lo que debemos esperar con esperanza,
es la resurrección a la vida eterna; “Aguarde Israel al Señor, como el centinela
la aurora” (129, 7).
“Porque
del Señor viene la misericordia, la redención copiosa” (129, 7); y “él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 8). Pero debemos ser
librados de todos nuestros pecados por Cristo que sin cometer pecado es el
Único que puede librar a Israel, para resucitar como ha resucitado nuestra
Cabeza. Debemos acudir a Cristo con confianza para pedir perdón y esperar Su
redención segura, ya que él nos mandó decir: “Perdona nuestras ofensas como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y el salmo nos termina diciendo:
“él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 8).
2-
Comentario en modo litúrgico.
5º Domingo de Cuaresma – Ciclo A
Lo primero que se debe tener en cuenta a la hora de comentar un salmo
que aparece en una celebración dominical, es el conocer que el Evangelio es la
lectura más importante de la celebración eucarística, y que a su comprensión
van encaminadas todas las demás lecturas. Así, la Primera Lectura ,
el Salmo Responsorial, la
Segunda Lectura y el Aleluya con su versículo, se deben leer
teniendo como clave de comprensión el Evangelio.
El contexto es fundamental,
pues es éste el que da el significado. Cuando se saca un texto de la Biblia para “colocarlo” en
el Leccionario, se cambia el contexto, la situación y por tanto, el
significado.
Primero comentaré la relación de la Primera y Segunda Lectura con el Evangelio y
luego comentaré el salmo dentro del contexto de este domingo, pues como ya
dijimos, todas estas lecturas se relacionan entre sí y crean una unidad
encaminada hacia el Evangelio.
Este domingo está caracterizado por una Liturgia de Resurrección, en
la que domina el concepto de Jesús fuente de vida, capaz de devolverla incluso
a los muertos. “Os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ez 37, 14). La profecía
que se lee en Ezequiel este domingo, preanuncia la era mesiánica, contramarcada
por las resurrecciones espirituales y corporales realizadas por el Hijo de
Dios, y no menos el fin de los tiempos, en el que se hará verdad la
resurrección de la carne.
Entre las resurrecciones obradas por Cristo, la de Lázaro tiene una
importancia capital. La respuesta que Jesús da a quienes le anuncian la
enfermedad de Lázaro: “Esta enfermedad
no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios” (Jn 11, 4); Su
demora en llegarse a Betania y , por último, la declaración imprevista: “Lázaro
ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que
creáis” (Jn 11, 14-15), manifiestan que el hecho estaba ordenado a glorificar a
Jesús “resurrección y vida”, y al mismo tiempo a perfeccionar la fe de quien
creía en Él y a suscitarla en quien no creía (Jn 11, 42). El Maestro insiste sobre estos dos muertos en el
coloquio con Marta. La mujer cree: está convencida de que si Jesús hubiera
estado presente, Lázaro no habría muerto; pero Jesús quiere llevarla a que
reconozca en Su Persona al Mesías Hijo de Dios venido a dar la vida eterna a
cuantos creen en Él, por eso declara: “Yo soy la resurrección y la vida; el que
cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vida y cree en mí, no
morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Jn 11, 25-26). He aquí hasta dónde tiene
que llegar la fe: creer que el poder de resucitar a los muertos pertenece a
Cristo y se sirve de este poder para asegurar la vida eterna a cuantos viven en
Él por la fe.
El tema vuelve a ser tratado por San
Pablo en su carta a los Romanos: “Si Cristo está en vosotros (por la fe y el
amor), el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la
justicia” (Rom 8, 10). Jesús no ha abolido la muerte física, pero librando al
hombre del pecado, le ha hecho participar de Su propia vida, que es vida
eterna; por eso, la muerte no tiene poder alguno sobre el espíritu de quien
vive “por la justicia”. Llegará un día en que también los cuerpos de los que
creyeron resucitarán gloriosos para nunca más morir, partícipes de la
resurrección de Jesús. Entonces el Señor será , en su pleno sentido, “la
resurrección y la vida”, glorificado por los elegidos, resucitados y vivos para
siempre por la gracia que brota de su misterio pascual.
Al aproximarse la Pascua , el relato de la
resurrección de Lázaro es una exhortación a desatarnos cada vez más del pecado,
confiando en el poder vivificador de Cristo, que quiere hacer a los hombres
partícipes de su propia resurrección.
El versículo del Aleluya toca el
tema fundamental que se desarrolla en estas lecturas: “Yo soy la resurrección y
la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y todo el que vive y
cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11 25a-26). Y vemos también su conexión
con el salmo; si se es perdonado, si se acoge el perdón de Dios, será una
criatura nueva, y entonces, vivirá y creerá en el Señor y “no morirá para
siempre” (Jn 11, 26).
Ahora vamos a relacionar este salmo
y el versículo que se repite para ver su significado en este concreto contexto:
Este es un salmo penitencial y se
usa en la liturgia de los difuntos. Es un clamor hacia la misericordia del
Señor pidiendo perdón por el pecado, por el mal cometido; solo Dios puede
otorgarnos el perdón y llevarnos a resucitar con Él no sólo después de la
muerte, sino también proporcionándonos una vida nueva al ser cancelado,
perdonado nuestro pecado.
El perdón del Señor se espera con
ansia, con un anhelo realmente profundo y que nace de lo más íntimo del corazón
del hombre: “Mi alma aguarda al Señor , más que el centinela la aurora”
(Versículo 6).
Del mismo modo que en la Primera Lectura se
nos muestra como vuelven a la vida los huesos secos que representan a la casa
de Israel y Dios les dice: “Infundiré en vosotros mi espíritu y reviviréis; os
estableceré en vuestro suelo y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago” (Ez
37, 14). También en el salmo vemos este despertar espiritual, pero en esta
vida, no hablamos ahora de la vida eterna; es un resucitar a una vida nueva sin
haber llegado todavía a la muerte física: “Desde lo hondo a ti grito, Señor”
(versículo 1); “pero de ti procede el perdón...” (versículo 4); “Porque del
Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de
todos sus delitos” (versículos 7-8). Es esta deseo de perdón que nace de lo más
profundo del alma, es esta acogida del perdón que Dios nos regala, la que nos
hace “resucitar” a una nueva vida siguiendo y obedeciendo al Señor; y es esta
nueva vida la que nos hará alcanzar (por la gracia de Dios), la vida eterna
donde resucitará todo lo que somos, cuerpo y alma.
Leyendo la
Segunda Lectura , vemos: “Y si Cristo está en vosotros, el
cuerpo ciertamente está muerto por el pecado, pero el espíritu está vivo por la
justicia” (Rm 8, 10). Para vivir plenamente necesitamos el perdón de Dios y
así, Cristo “vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su
Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 11b). Dios infunde vida a los huesos
que son la casa de Israel a través del soplo de Su Espíritu, vivifica nuestros
cuerpos mortales por medio de Su Espíritu y por eso el salmo dice: “Mi alma
espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más
que el centinela la aurora” (Sal 130, 5-6).
Advertimos pues, que estas lecturas están interconectadas entre sí
para llevarnos a una comprensión del Evangelio más plena, pero teniendo en
cuenta que se trata de una comprensión de lo que la liturgia en este domingo
nos quiere expresar.
La antífona que se repite en el salmo este domingo es: “Del Señor
viene la misericordia, la redención copiosa” (Sal 130,7). El Señor siempre está
pronto para perdonar y ofrecernos Su amor y Su misericordia y llevarnos a una más íntima y profunda unión
con Él. Siempre perdona, nunca se cansa, nos quiere a Su lado para siempre y
siempre está esperando a que deseemos acoger Su perdón y resucitarnos a una
vida nueva ya aquí y después tenernos siempre a Su lado en el Paraíso.
3- Lectura con la
Liturgia de las Horas.
Este salmo aparece en las Completas del miércoles, después del Salmo
31 (30).
Las Completas se rezan antes de ir a la cama, por la noche, cuando ya
todo está oscuro y por tanto, esta oscuridad por simboliza muy bien el estado
del alma cuando se peca y por eso, este salmo está muy bien elegido para
rezarlo a esta hora diciendo al Señor: “Desde lo hondo a ti grito, Señor” (129,
1). Pero igual que después de la noche llega la mañana y la luz, al invocar al
Señor, se alcanza Su perdón y la luz vuelve al alma.
El Himno de este día repite dos veces: “Mi corazón te sueña, no te
conoce”; quizás, si el corazón hubiese conocido al Señor, no habría pecado,
pero también es cierto, que sí se conoce al Señor, pues es conocida Su
misericordia y Su perdón: “porque del Señor viene la misericordia, la redención
copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 7-8).
El salmo que se recita antes, es un grito de ayuda a Dios al
encontrarse amenazado por los enemigos; se refiere a un peligro externo, ajeno
a la persona y se pide al Señor la ayuda que necesitamos de Él para rechazar
este trance. Sin embargo, el salmo que estamos comentando, también hace
referencia a un peligro, pero interior, que viene de dentro del ser humano y
así, nos encontramos que en las Completas de este día pedimos Dios que nos libre de todo mal, de TODO mal,
externo e interno.
Es verdad que en el salmo anterior se dice: “A tus manos encomiendo mi
espíritu: tú, el Dios leal, me librarás” (30, 6). Aquí, parece que se refiere
también a un peligro que viene de dentro de la persona, pero no es así, pues
también se dice: “sácame de la red que me han tendido” (30, 5), por lo que se
observa que se pide verse libre de un peligro que viene de fuera. Y el salmo
del que ahora nos ocupamos, dice: “Si llevas cuenta de los delitos, Señor”
(129, 3), es decir, se refiere a los delitos cometidos por un mismo y por los
demás. Y también: “Mi alma espera en el Señor” (129, 5); es el alma de la
persona que espera el perdón de Dios por sus delitos, porque sabe que solo Él
puede perdonarle y también es poderoso para perdonar a todo “Israel”.
El título de este salmo es: “Desde lo hondo a ti grito, Señor”, que
corresponde al primer versículo del mismo salmo. Pero ya nos da la clave de
cómo leer e interpretar este salmo. Es un grito que proviene de lo más profundo
del hombre, donde la oscuridad es total y de donde sin la ayuda y la
misericordia de Dios, no se puede salir. Desde lo hondo de las tinieblas, de lo
hondo del pecado, se grita a Dios Su ayuda, Su perdón; se “grita” por temor a
que Dios no nos oiga, tan hondo hemos caído y tanto nos hemos apartado de Él.
Pero es un grito no desesperado, sino lleno de confianza en la misericordia
divina. Si no existiera esta inquebrantable confianza en Dios, ¿existiría este
grito? No, no es un salmo para la tristeza, sino para la esperanza y la
alegría, después de la noche, llega siempre el día. A pesar de estar en lo más
profundo del mal, nos podemos acercar a Dios, Él es más grande que nuestros
pecados.
La sentencia que aparece después del título y antes de comenzar el
salmo es esta: “ Él salvará a su pueblo de los pecados (Mt 1, 21)”. No puede
ser más clara, en el salmo se espera “la redención copiosa; y él redimirá a
Israel de todos sus delitos” (129, 7-8). Por tanto, sólo Dios, puede salvar del pecado a los que
acuden a Él con confianza. Todo el Antiguo Testamento debe ser leído desde la
perspectiva del Nuevo Testamento, es decir, El Antiguo Testamento es un
referencia continua de la
Persona de Jesús. En la sentencia del salmo: “Él salvará a su
pueblo de los pecados”. Ese “Él”, revela a Cristo. Cristo, Segunda Persona de la Trinidad es Dios y Él
vino al mundo a redimir a todos los hombres del pecado y de la muerte eterna,
vino a traernos Su salvación y a ser nuestra Luz. Por tanto, aquí nos dirigimos a Cristo para
que Él nos perdone y redima. Pero hay más: el salmo dice: “Mi alma espera en el
Señor, espera en su palabra” (129, 5). Cuando decimos que esperamos en Su
palabra es decir que esperamos en Su “Palabra”; Cristo es la Palabra del Padre. Así que
decimos que esperamos en la salvación que Cristo nos quiere regalar. Durante
siglos se ha anhelado que llegase el “esperado de Israel” para que trajese a
los hombres la salvación tan ansiada, aunque no siempre ha sido comprendida
cuál era esta salvación, y a este propósito nos dice el salmo: “Aguarde Israel
al Señor, como el centinela la aurora” (129, 7), pero también nos da la clave
de qué tipo de salvación se trata: “Porque del Señor viene la misericordia, la
redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 7-8).
Hna. Marina Medina
¡Si cada oración brotara desde lo más profundo!¡Qué inundación de misericordia donde lanzarnos para vivir en la claridad total de tu Amor, Señor! ¡Amén!
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