A la máxima humillación de la Pasión, corresponde la máxima exaltación y glorificación. |
En la narración de las apariciones del resucitado, se
deja ver claro que Jesús no es “lo mismo” que era antes de la resurrección,
aunque sea él mismo.
Así en Mateo 28, 18: Se me ha
dado pleno poder en el cielo y en la tierra… La conclusión de Marcos 16,15,
se hace también eco del envío de los apóstoles por Jesús a anunciar el
evangelio a toda la creación. A los
de Emaús, Jesús le dice que era
necesario, que la pasión y la muerte en cruz fueron necesarias para que el Mesías entrara en su gloria[1].En Juan, tenemos los
mismos datos esenciales: Jesús sube al Padre[2];
envía a los apóstoles como el Padre lo envió a él[3]
y envía sobre ellos el Espíritu Santo con el poder de perdonar los pecados[4].
Lo que en los evangelios es dicho de modo narrativo, conoce en los
escritos paulinos un desarrollo más amplio, diríamos que “asombroso”.
Filipenses 2,9-11 constituye una bella síntesis de los elementos más
esenciales de la “exaltación de Jesús”: Por
lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para
que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en
los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de
Dios Padre.
Subraya la iniciativa del Padre, el que resucita a Jesús, y lo hace
como respuesta a la entrega obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Lo que
el Padre le da a Jesús es: el Nombre-sobre-todo-nombre;
la adoración de toda la creación, expresada en la genuflexión, y el Kyrios. La condición divina: el Nombre-sobre-todo-nombre, es el santo
nombre de de Dios; la proskynesis o
genuflexión es el signo de adoración del que solo Dios es merecedor; el título
de Kyrios, expresa la majestad que
recibe el resucitado. Es, pues, el reconocimiento más claro de la
“divinización” de Jesús, que le es concedida por el Padre como consecuencia de
su obediencia hasta la muerte de cruz.
El himno ha subrayado fuertemente la kénosis, el vaciamiento del que era de condición divina para
hacerse hombre. No es una renuncia al “ser Dios”, pero renuncia a la gloria
divina, a los derechos y prerrogativas divinos en su humanidad que ahora es
glorificada. Quien recibe la gloria es el mismo que era de condición divina,
pero la recibe en la carne en la que se ha hecho hombre y en la que ha sido
crucificado.
En las afirmaciones dispersas por las cartas de Pablo: Rom 1,3.4; 6,9;
8,3; 2 Cor 5,21; Ga 3,10-13, cabe subrayar el fuerte contraste que él establece
entre los dos estados de la existencia de Jesús. El primero, el terreno, que es
el de la debilidad, el de la maldición, el de la carne semejante a la carne de pecado, que se afirma, de
quien no conoció pecado. Así, el que la encarnación se produzca en carne de pecado, implica también la
asunción de una humanidad privada de gloria, aun no glorificada.
La exaltación es para Jesús un nuevo comienzo, una nueva acción del
Espíritu en él que viene a plenificar la humanidad asumida en la Encarnación y ungida
en el Jordán. Ya era Hijo de Dios desde la eternidad, comenzó a ser hijo de un
modo nuevo en su carne, engendrada por el Espíritu Santo, “completó”
existencialmente su filiación llevándola a la perfección en la obediencia
suprema[5];
y a esta filiación vivida y existencialmente perfeccionada, le sucede
“filiación en poder” que el Padre le otorga por el Espíritu cuando de nuevo le
glorifica.
La exaltación postpascual de Cristo revela también un aspecto central
de misterio de Cristo. El resucitado es el que hoy está vivo y presente en
medio de su Iglesia, el que vendrá sobre las nubes con gran poder y gloria. En
la resurrección de Cristo, se hace presente ya, en su carne, la gloria
escatológica, la que recibirán plenamente los justos cuando resuciten al final
de los tiempos; la misma gloria que ya está presente en la tierra vivificando a
la Iglesia y
a los justos por el bautismo y la fe.
Hna. Florinda Panizo
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