25 de mayo de 2018

Encarnación y exaltación de Jesús, II


Dios quiso que la contemplación de la gloria actual de Cristo, prenda de la gloria futura de la Creación, fuese comunicada a los hombres por medio de la encarnación del Hijo, que como modo y finalidad de la salvación, había sido decidida por Dios antes de la creación del mundo. Entonces Dios para salvarlo envía a su Hijo, que se hace hombre y, muriendo por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación, nos alcanza la glorificación con el Padre.
Si el evangelio subraya que el Verbo se hizo carne (y no hombre) es para acentuar el fuerte realismo de la encarnación. Haciéndose plena y verdaderamente hombre asume también la carne humana.
Comprender la encarnación es imposible sin comprender su finalidad. Confesamos en el Credo que fue “por nosotros y por nuestra salvación”. Salvación, en el cristianismo, implica dos cosas: el perdón de los pecados, y la participación en la naturaleza divina, el llegar a ser hijos de Dios. La encarnación tiene esa doble finalidad: el designio eterno -anterior a la creación- del Padre era hacernos hijos de Dios por medio de su Hijo [1] y, consiguientemente, por medio de la encarnación.
La máxima comunión posible entre Dios y el hombre se da en el mismo Jesucristo, pues Él es esa comunión en cuanto que es Dios y hombre. Por Cristo y en Cristo son expresiones que aparecen continuamente y son la clave para entender la razón última de la encarnación: la salvación de Dios -perdón de los pecados y filiación divina- nos viene de Dios, pero nos viene de modo humano, es decir, por y en un hombre que está unido a nosotros por su humanidad. Es por y en comunión con la humanidad de Cristo como nosotros recibimos la gracia redentora y salvífica.
La muerte de Jesús era una consecuencia inevitable de la encarnación. Hacerse hombre significa para el Verbo tomar la existencia humana en todo su espesor. No habría sido verdadera la encarnación si se hubiese eximido del dolor y de la muerte. Y la encarnación lleva consigo la entrada en este mundo, subyugado por el poder del mal. Y el Padre quiere salvar a los hombres por su amor y no con alardes de su poder.
Filipenses 2,6-11, resume de forma admirable la “encarnación-exaltación”. Los vv. 6-8, presentan este camino que llevaba desde el ser en Dios, anterior al mundo, hasta el mundo humano. Y los vv. 9-11, ese camino que va desde la condición humana al dominio en Dios, a su “exaltación”. El himno, intenta expresar lo inefable: A pesar de su condición divina. Actuación plenamente libre, se despojó a sí mismo, tomando la condición de esclavo, además afirma, actuando como un hombre cualquiera.
Y al despojarse a sí mismo sigue para Cristo Jesús la humillación de sí mismo, hasta el extremo en la sumisión obediente hasta la muerte, que es el punto de destino y la que demuestra que Él se ha hecho realmente uno de los nuestros, ya que la muerte es el destino común de todo ser humano. Y muerte de cruz, la cual se trasformará en fuente de salvación, como se indica a continuación.
En la segunda parte del himno (vv.9-11) entra Dios en el plan, y a la singularidad del camino que Cristo había elegido al humillarse, responde una singular reacción de Dios, “lo exaltó”, otorgándole el “Nombre-sobre-todo-nombre”, ese nombre indica que Dios le exaltó tan alto que está más allá de toda medida.
El acontecer salvífico finaliza en la gloria de Dios Padre, a quien la comunidad cristiana reverencia a través de este mismo himno. Quien recibe “la gloria” es el mismo que era de condición divina, Jesucristo, pero la recibe en la carne, en la que se ha hecho hombre, ha padecido, ha sido crucificado y glorificado después de Su Resurrección.



[1][1] cf. Ef 1,4s

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