Dios quiso que la contemplación de la
gloria actual de Cristo, prenda de la gloria futura de la Creación , fuese
comunicada a los hombres por medio de la encarnación del Hijo, que como modo y
finalidad de la salvación, había sido decidida por Dios antes de la creación
del mundo. Entonces Dios para salvarlo envía a su Hijo, que se hace hombre y,
muriendo por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación, nos
alcanza la glorificación con el Padre.
Si el evangelio
subraya que el Verbo se hizo carne (y no hombre) es para acentuar el fuerte
realismo de la encarnación. Haciéndose plena y verdaderamente hombre asume
también la carne humana.
Comprender la
encarnación es imposible sin comprender su finalidad. Confesamos en el Credo
que fue “por nosotros y por nuestra salvación”. Salvación, en el cristianismo,
implica dos cosas: el perdón de los pecados, y la participación en la
naturaleza divina, el llegar a ser hijos de Dios. La encarnación tiene esa
doble finalidad: el designio eterno -anterior a la creación- del Padre era
hacernos hijos de Dios por medio de su Hijo [1]
y, consiguientemente, por medio de la encarnación.
La máxima comunión
posible entre Dios y el hombre se da en el mismo Jesucristo, pues Él es esa comunión
en cuanto que es Dios y hombre. Por
Cristo y en Cristo son expresiones que aparecen continuamente y son la
clave para entender la razón última de la encarnación: la salvación de Dios -perdón
de los pecados y filiación divina- nos viene de Dios, pero nos viene de modo
humano, es decir, por y en un hombre que está unido a nosotros por su
humanidad. Es por y en comunión con la humanidad de Cristo como nosotros
recibimos la gracia redentora y salvífica.
La muerte de Jesús
era una consecuencia inevitable de la encarnación. Hacerse hombre significa
para el Verbo tomar la existencia humana en todo su espesor. No habría sido
verdadera la encarnación si se hubiese eximido del dolor y de la muerte. Y la
encarnación lleva consigo la entrada en este mundo, subyugado por el poder del
mal. Y el Padre quiere salvar a los hombres por su amor y no con alardes de su
poder.
Filipenses 2,6-11, resume
de forma admirable la “encarnación-exaltación”. Los vv. 6-8, presentan este
camino que llevaba desde el ser en Dios, anterior al mundo, hasta el mundo
humano. Y los vv. 9-11, ese camino que va desde la condición humana al dominio
en Dios, a su “exaltación”. El himno, intenta expresar lo inefable: A pesar de su condición divina. Actuación
plenamente libre, se despojó a sí mismo,
tomando la condición de esclavo,
además afirma, actuando como un hombre
cualquiera.
Y al despojarse a
sí mismo sigue para Cristo Jesús la humillación de sí mismo, hasta el extremo
en la sumisión obediente hasta la muerte, que es el punto de destino y la que
demuestra que Él se ha hecho realmente uno de los nuestros, ya que la muerte es
el destino común de todo ser humano. Y
muerte de cruz, la cual se trasformará en fuente de salvación, como se
indica a continuación.
En la segunda parte
del himno (vv.9-11) entra Dios en el plan, y a la singularidad del camino que
Cristo había elegido al humillarse, responde una singular reacción de Dios, “lo
exaltó”, otorgándole el “Nombre-sobre-todo-nombre”, ese nombre indica que Dios
le exaltó tan alto que está más allá de toda medida.
El acontecer
salvífico finaliza en la gloria de Dios Padre, a quien la comunidad cristiana
reverencia a través de este mismo himno. Quien recibe “la gloria” es el mismo
que era de condición divina, Jesucristo, pero la recibe en la carne, en la que
se ha hecho hombre, ha padecido, ha sido crucificado y glorificado después de Su
Resurrección.
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