2 de febrero de 2018

Meditando la Palabra de Dios. Domingo V Del T.O. -B


El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y, ¡ay de mí sí no anuncio el Evangelio!”. El apóstol Pablo nos recuerda que su vocación supuso la transformación de un fariseo perseguidor de la primera iglesia en un ardiente heraldo de la buena nueva, del Evangelio que Jesús había anunciado con palabras y signos. Pablo está convencido de que su trabajo apostólico significa dar a conocer el Evangelio para participar él mismo de los beneficios que supone para la humanidad la obra de Jesús. Pero esta disposición de Pablo no es algo que atañe sólo a él, sino que caracteriza a toda la Iglesia, desde Pablo hasta hoy: anunciar el Evangelio con decisión y generosidad, sin buscar compensaciones humanas. Al decir Iglesia no hemos de pensar sólo en el papa, en los obispos o en los presbíteros. Todos los bautizados, si hemos entendido qué significa aceptar el seguimiento de Jesús, estamos llamados a anunciar el Evangelio, la Buena Nueva del Reino, con nuestra vida y con nuestra palabra.
Anunciar el Evangelio de Jesús. Es una frase que se repite a menudo pero que conviene comprender su profundo significado. Jesús vino al mundo para salvar al hombre del pecado y de todas sus consecuencias, la más importante de las cuales es la misma muerte que, queramos o no, angustia y oprime el vivir de los hombres. Hoy escuchamos la lamentación de Job, un hombre que representa a todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia y aún hoy día, están sujetos a la fatiga, a la injusticia, al dolor, al sufrimiento, a la desesperación, a la nostalgia, consientes de la brevedad de la existencia, que se encamina fatalmente hacia la muerte. Job describe con metáforas familiares muy expresivas sus penas para las que humanamente hablando no se ve remedio.
Su problema, como el problema de todos los que le asemejan, sólo encuentra solución en la fe, en la acogida de la Buena Nueva que Jesús ha traído a los hombres. Pues Jesús ha venido para salvar al hombre todo entero, no sólo de las contrariedades de la vida presente sino incluso de la nada que parece esconderse detrás de la muerte: Jesús ha venido a ofrecer la vida y una vida que es más vida que la que vivimos cada día, que no conoce ninguna clase de límite, porque es un don de Dios y en Dios.
El Jesús que delinea el evangelio de hoy ofrece tres rasgos que se complementan mutuamente y señalan cómo interpretar su venida entre los hombres. Marcos habla de la oración de Jesús, que se levanta de madrugada, y se retira en descampado para orar, para orar al Padre, como precisan los otros evangelistas. Jesús, por ser quien es, el Hijo de Dios, tiene necesidad de orar, de estar en comunicación intensa y profunda con el Padre que le ha enviado y que le asiste en todo su ministerio. Es en la oración que Jesús recibe la fuerza de predicar, de anunciar el Reino, de invitar a los hombres a la conversión, a volverse hacia Dios y abrirse a su amor. Éste es el contenido de la Buena Nueva de Jesús, éste es el Evangelio que Pablo anunciaba y que la Iglesia de todos los tiempos ha de continuar haciendo llegar a todos los hombres sin excepción, incluso a aquellos que, por considerarse suficientemente adultos, creen poder prescindir de Dios.

Y para que sus palabras no vuelen con el viento y queden en el corazón de los hombres para dar el fruto conveniente, Jesús se prodiga en favor de los necesitados. Primero es la suegra de Simón Pedro que recibe el beneficio de su presencia. Después de ella son todos los enfermos y poseídos de la comarca. Pero Jesús no se para, continúa caminando de aldea en aldea para anunciar el Reino, que es para lo que ha venido. El Señor que constantemente se nos acerca en sus sacramentos, quiere levantarnos de nuestra postración espiritual para que vivamos  generosamente al servicio del Evangelio, en bien de todos nuestros hermanos.

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