“Jesús,
el sábado, fue a la sinagoga a enseñar, y
se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. La autoridad
que Jesús mostraba al enseñar, quedó confirmada aquel día concreto con la
liberación de un hombre que, según afirma el evangelista, tenía un espíritu
inmundo. En el ambiente cultural en el que se movía Jesús, se atribuian a
espíritus malignos las enfermedades y disturbios que podía padecer la gente. Con
este modo de hablar se intentaba expresar que Dios, el Creador bueno y
misericordioso, no puede aprobar las enfermedades y demás miserias que afligen
a la humanidad. Pero en realidad lo que conviene afirmar es que estas miserias,
estos males, de hecho son consecuencia del pecado, que desde el principio hasta
hoy, pesa sobre la humanidad, pecado del que Jesús ha venido a librarnos con su
muerte y resurrección.
El evangelista Marcos recuerda que el
espíritu maligno reaccionó con violencia
contra la persona de Jesús, al que confiesa como el «Santo de Dios», es decir
el que viene a destruir el reino del mal, para dar espacio al Reino de Dios. En
efecto, Jesús ha venido para vencer el mal, el pecado, la muerte. La lucha es
encarnizada y llegó a su ápice en la muerte del Hijo del hombre en la cruz que
le preparamos los hombres. Pero precisamente en aquel momento la potencia del
mal fue vencida con la esperanza de la victoria que es la resurrección del
crucificado, dando comienzo al Reino de Dios. La curación de aquel endemoniado
es un anuncio de esta victoria que se perfila a lo lejos y de la que podemos
participar.
Pero el Reino de Dios exige nuestra
cooperación. No basta escuchar y admirarse de la doctrina de Jesús. De nada
sirve que Jesús con su muerte haya vencido a la potencia del mal, si nosotros
nos dejamos dominar aún por el pecado, sea cual sea su naturaleza: egoísmo,
ambición, odio, sensualidad, injusticia, mentira. Como invita hoy el salmo
responsorial: “Ojalá escuchemos hoy su voz y no endurezcamos nuestros corazones”,
para abrirnos a la verdad, para dejar espacio a la vida.
San Pablo hoy ha hablado del celibato, o
si se prefiere de la virginidad. Se
trata de un signo del Reino de Dios, que subraya la dedicación total al
Señor. El celibato consagrado es un don de Dios, tal como lo es el matrimonio. Es
necesario insistir que lo importante no es ser célibe o casado: el auténtico
valor consiste en estar abiertos a la llamada de Dios y responder con
generosidad., sea cual sea la senda que escojamos.
Todo lo que hizo y anunció Jesús
durante su ministerio por tierras palestinas no es otra cosa que la realización
de la promesa realizada por Moisés cuando comunicó al pueblo de Israel: «Un
profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el
Señor, tu Dios. A él lo escucharéis», como recordaba la lectura del libro del
Deuteronomio. El auténtico profeta en la Biblia es aquel que habla en nombre de
Dios, que transmite el mensaje que ha recibido de él. Aunque a veces hayan
podido anunciar lo que estaba por suceder, su misión consistió sobre todo en
ser portadores fieles de la palabra de
Dios.
Los
profetas con frecuencia denunciaron y criticaron situaciones que no respondían
a la voluntad de Dios manifestada en su ley. Por esta razón, fueron personajes
incómodos, portadores de inquietud, en la medida que no dejaban dormir en paz a
quienes vivían en la mediocridad que se habían construído. Por esta razón, muchos
profetas fueron perseguidos e incluso pagaron con su vida la fidelidad a la
vocación recibida. Dios continúa suscitando en la historia de la humanidad
personajes que anuncian la Palabra salvadora, que indican el camino a seguir
para alcanzar la verdad que lleva a la vida. Pero esta misma promesa reclama,
de parte nuestra, disponer nuestros ánimos acoger el mensaje que se nos propone
y alcanzar la vida que Dios nos ofrece tan generosamente.
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