19 de enero de 2018

Meditando la Palabra de Dios. domingo III del T.O. - B


“Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio”. Con estas palabras Jesús inició su  ministerio por tierras palestinas, y ahora, después de más de dos mil años de Iglesia, este mensaje continúa siendo proclamado, pues no ha perdido su actualidad. No ha perdido su actualidad por parte de Dios, que continua invitando a los hombres a la conversión para que puedan entrar en su Reino, para ser en verdad sus hijos, pero, sin embargo, por parte de la humanidad este mensaje lo hemos ido relativizándolo, banalizando la cuestión.
Por esta razón, la lectura del libro del profeta Jonás, que evoca el relato de la conversión de Nínive, la capital del imperio asirio, puede sernos de ayuda. Si bien puede parecer difícil de aceptar que todos, desde el rey al último habitante de la urbe, adopten posturas de conversión, planeen y realicen un cambio en su existencia, sólo porque a un buen hombre que se las daba de profeta, se atrevió a anunciar la próxima destrucción de la ciudad, el mensaje es que la llamada de Dios a la conversión es una realidad.
Una llamada a la conversión es algo complejo, más grave de lo que parece a primera vista, pues en el fondo exige nada menos que aceptar la idea de un Dios, creador de todo lo que existe, de un Dios legislador que señala a los hombres unas pautas para su comportamiento en la vida de cada día, de un Dios ante el cual, se quiera o no se quiera, habrá que rendir cuentas un día. Y es esto precisamente lo difícil, lo que se rechaza, lo inaceptable.
Si somos sinceros hemos de reconocer que no es fácil aceptar que dependemos de un Dios que, a menudo permanece demasiado tiempo escondido y sólo hace llegar su palabra por medio de personas que no siempre son testigos fiables, o que incluso a menudo barnizan el mensaje con sus propias preferencias. Pero, queramos o no, toda conversión supone abrirse para dejar espacio a Dios en nuestra vida. He aquí el punto neurálgico de la cuestión.
El hombre de hoy vive en un mundo en el que la técnica intenta resolver todos los problemas, y, en consecuencia, deja poco espacio para Dios, que aparece cada vez menos necesario, e incluso a veces como peligroso. En efecto, a menudo se presenta a Dios como un aguafiestas, que desbarata nuestros planes, que parece envidioso del valor, de la libertad y de la felicidad de los hombres. De ahí es fácil insistir con energía en favor de la autonomía del hombre. Seguir por esta linea, avanzar por esta senda puede conducir muy lejos, puede plantear graves problemas y, al mismo tiempo, aportar pocas respuestas y soluciones.
No hemos de cerrar nuestro corazón a la llamada de Dios. Hemos de acoger la advertencia de Jonás a los ninivitas: Conviene convertirse, reconocer ante Dios nuestro pecado y dar comienzo a un nuevo modo de ser. Como un día lo hicieron los corintios, hemos de aceptar la indicación de Pablo de que el momento es apremiante, porque la representación de este mundo se termina. Y también hemos de hacer nuestra la invitación a convertirnos y creer en el evangelio. De lo contrario, nuestra presencia aquí carecería de sentido, sería un formalismo vacio.

Dios nos llama a la conversión, es cierto, pero nos llama también a ser pescadores de hombres, a trabajar para que la llamada, el mensaje, llegue a todos los hombres. Escuchar la llamada no es difícil. Responder a la misma es más complicado. Pues todos tendemos a interpretar la llamada de Dios, haciendo que se acomode en lo posible a nuestro plan, a nuestra conveniencia, aunque para ello haya que mitigar el sentido radical de la llamada de Dios. ¡Cuántas veces queremos hacer nuestra propia voluntad, barnizada de modo que parezca voluntad de Dios, en lugar de ponernos a disposición de Dios, como nos lo muestran los apóstoles e incluso el mismo Jesús! Hoy por hoy tenemos tiempo. Aprovechémoslo para llevar a cabo cuanto el Señor nos pide, nos propone, cuanto espera de nosotros.

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