“Se ha cumplido
el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio”. Con
estas palabras Jesús inició su
ministerio por tierras palestinas, y ahora, después de más de dos mil
años de Iglesia, este mensaje continúa siendo proclamado, pues no ha perdido su
actualidad. No ha perdido su actualidad por parte de Dios, que continua
invitando a los hombres a la conversión para que puedan entrar en su Reino,
para ser en verdad sus hijos, pero, sin embargo, por parte de la humanidad este
mensaje lo hemos ido relativizándolo, banalizando la cuestión.
Por esta razón,
la lectura del libro del profeta Jonás, que evoca el relato de la conversión de
Nínive, la capital del imperio asirio, puede sernos de ayuda. Si bien puede
parecer difícil de aceptar que todos, desde el rey al último habitante de la
urbe, adopten posturas de conversión, planeen y realicen un cambio en su
existencia, sólo porque a un buen hombre que se las daba de profeta, se atrevió
a anunciar la próxima destrucción de la ciudad, el mensaje es que la llamada de
Dios a la conversión es una realidad.
Una llamada a la
conversión es algo complejo, más grave de lo que parece a primera vista, pues
en el fondo exige nada menos que aceptar la idea de un Dios, creador de todo lo
que existe, de un Dios legislador que señala a los hombres unas pautas para su
comportamiento en la vida de cada día, de un Dios ante el cual, se quiera o no
se quiera, habrá que rendir cuentas un día. Y es esto precisamente lo difícil,
lo que se rechaza, lo inaceptable.
Si somos
sinceros hemos de reconocer que no es fácil aceptar que dependemos de un Dios
que, a menudo permanece demasiado tiempo escondido y sólo hace llegar su
palabra por medio de personas que no siempre son testigos fiables, o que
incluso a menudo barnizan el mensaje con sus propias preferencias. Pero,
queramos o no, toda conversión supone abrirse para dejar espacio a Dios en
nuestra vida. He aquí el punto neurálgico de la cuestión.
El hombre de hoy
vive en un mundo en el que la técnica intenta resolver todos los problemas, y,
en consecuencia, deja poco espacio para Dios, que aparece cada vez menos
necesario, e incluso a veces como peligroso. En efecto, a menudo se presenta a
Dios como un aguafiestas, que desbarata nuestros planes, que parece envidioso
del valor, de la libertad y de la felicidad de los hombres. De ahí es fácil
insistir con energía en favor de la autonomía del hombre. Seguir por esta
linea, avanzar por esta senda puede conducir muy lejos, puede plantear graves
problemas y, al mismo tiempo, aportar pocas respuestas y soluciones.
No hemos de
cerrar nuestro corazón a la llamada de Dios. Hemos de acoger la advertencia de
Jonás a los ninivitas: Conviene convertirse, reconocer ante Dios nuestro pecado
y dar comienzo a un nuevo modo de ser. Como un día lo hicieron los corintios,
hemos de aceptar la indicación de Pablo de que el momento es apremiante, porque
la representación de este mundo se termina. Y también hemos de hacer nuestra la
invitación a convertirnos y creer en el evangelio. De lo contrario, nuestra
presencia aquí carecería de sentido, sería un formalismo vacio.
Dios nos llama a
la conversión, es cierto, pero nos llama también a ser pescadores de hombres, a
trabajar para que la llamada, el mensaje, llegue a todos los hombres. Escuchar
la llamada no es difícil. Responder a la misma es más complicado. Pues todos
tendemos a interpretar la llamada de Dios, haciendo que se acomode en lo
posible a nuestro plan, a nuestra conveniencia, aunque para ello haya que
mitigar el sentido radical de la llamada de Dios. ¡Cuántas veces queremos hacer
nuestra propia voluntad, barnizada de modo que parezca voluntad de Dios, en
lugar de ponernos a disposición de Dios, como nos lo muestran los apóstoles e
incluso el mismo Jesús! Hoy por hoy tenemos tiempo. Aprovechémoslo para llevar
a cabo cuanto el Señor nos pide, nos propone, cuanto espera de nosotros.
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