“Cuando
llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a
Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor de acuerdo con lo escrito en la
ley del Señor”. La lectura de esta página del evangelio según san Lucas ofrece
algunos rasgos de la vida que el Hijo de Dios hecho hombre vivió junto con
María, su Madre, y José, su padre legal, que permiten reflexionar acerca del
valor de la vida de familia, que es el núcleo fundamental de la convivencia
humana y que hoy, como resultado de una serie de circunstancia de la sociedad,
está pasando un momento de crisis. Por esto, la oración colecta que abre la
celebración de este domingo invita a imitar las virtudes domésticas y la unión
en el amor que muestran Jesús, María y José.
El
Hijo de Dios, al hacerse hombre, entró a formar parte de un núcleo familiar, el
hogar formado por María y José, lo que llevaba consigo el hecho de quedar
integrado en el pueblo judío tal y como era en aquel momento. Es importante subrayar
que Jesús no desdeña encarnarse en aquella sociedad, en asumir las prácticas
religiosas y humanas que encuentra. A lo largo de su vida pública irá
expresando su modo de pensar acerca de esta realidad. Baste recordar sus
intervenciones sobre el reposo del sábado, sobre su opinión sobre el tema
matrimonio-divorcio como lo vivía el pueblo, y sobre otras tantas cuestiones.
Pero su crítica de la opinión vigente iba precedida por una integración
positiva. Se puede decir que su toma de posición se hace desde dentro, como un
esfuerzo destinado a convencer a los demás desde la propia experiencia vivida.
En
nuestra sociedad es fácil constatar que existen aspectos que no agradan,
situaciones que muchos no pueden aprobar y menos aún asumir. Y en consecuencia
se adoptan actitudes de desentendimiento voluntario, y cabe preguntarse si este
modo de actuar es positivo y, sobre todo, si conduce a algo, si sirve para
mejorar el mundo, para construir una sociedad más justa, más humana. Jesús no
se comportó así, sino que asumió la realidad de la vida, frecuentó el templo y
la sinagoga, habló con todos, comió con fariseos, con publicanos y pecadores. Y
fue su modo de comportarse que daba valor a sus palabras y convencía,
arrastrando.
En
la escena del templo, Simeón dijo a a María, la madre: “Éste está puesto para
que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así
quedará clara la actitud de muchos corazones”. Jesús vino al mundo para
transmitir de parte de Dios un mensaje de salvación. Fue consciente, como
reflejan los evangelios, que sus palabras, sus gestos, su misma presencia,
planteaba a los hombres un dilema. Fue siempre sumamente acogedor incluso de
pecadores convictos de sus graves errores. Pero nunca mitigó la dureza de sus
enseñanzas, para ser más popular, para convertirse en un demagogo. La cuestión
que está en juego no es la de revisar el evangelio para acomodarlo al modo de
pensar y sentir del hombre de la calle. Lo importante es aprender a conocer a
Jesús, descubrir exactamente quien es, qué mensaje propone y decidirse, una vez
por todas, a seguir su propuesta. Y, ciertamente, ésto no es fácil, pues romper
con tantas y tantas realidades que hemos ido forjándonos día a día, para
abrirnos a Jesús y permanecer junto a él, dejando de lado nuestra propia
concepción de la vida, de la realidad, cuesta. Pero Él está ahí, esperando
nuestra respuesta. ¿Cómo responderemos?
Hoy, el apóstol Pablo propone el recurso a la plegaria, a la Palabra de
Dios, a la corrección fraterna para mantenernos fieles a Jesús. Los consejos que
da san Pablo para nuestra vida familiar o comunitaria son sin duda alguna la
realidad de aquel grupo familiar formado por Jesús, María y José. Su ejemplo ha
de ayudarnos a trabajar sin descanso, a superar nuestros límites, empezando de
nuevo cada vez que constatemos que no hemos sido fieles a la vocación de vivir
en común
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