15 de abril de 2017

PASCUA DE RESURRECCIÓN

Aleluya. Cristo ha resucitado y con
su claridad Ilumina  al pueblo
rescatado con su sangre. Aleluya.


        “Entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”. El evangelista san Juan ha recordado como los apóstoles Pedro y Juan, alertados por María Magdalena, corrieron al sepulcro de Jesús para cerciorarse por sí mismos de que allí algo había sucedido. Aquellos hombres que acompañaron al Maestro mientras predicaba el mensaje del Reino, habían quedado desconcertados ante la terrible muerte de Jesús en la cruz. En aquella mañana de Pascua es fácil imaginar la tristeza y el desánimo de aquellos hombres, cuyas esperanzas puestas en su amado Maestro se habían derrumbado estrepitosamente. ¿Quién de nosotros no ha vivido alguna que otra vez situaciones parecidas ante algo que se derrumba? 
              El aviso de María Magdalena despiertó a los dos apóstoles de sus tristes pensamientos. Unas palabras bastan para que Pedro deje de atormentarse por sus negaciones y Juan venza su sensibilidad herida por los acontecimientos vividos al pie de la cruz. El rescoldo, aunque cubierto de ceniza, no está apagado. Basta una bocanada de aire fresco y la llamita aparece, dispuesta a provocar un incendio. Y aquellos hombres, serios y graves, no dudan en ponerse a correr. Pero cuando llegan al lugar encuentran sólo un sepulcro vacío y unas vendas por el suelo. Poco, muy poco es lo que encuentran.        Sin embargo, este poco basta para que el evangelista pueda decir decididamente: “Vio y creyó”. Lo poco que ven les permite dar un paso enorme, que queda resumido en las palabras del evangelista: “Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”.
              De las palabras de María Magdalena se deduce que estaba que alguien se había llevado el cuerpo. Pero ese alguien no se habría entretenido en quitar las vendas y el sudario para dejarlos donde estaban cuando cumplían su misión adheridos al cuerpo sin vida. A los dos apóstoles se les abren los ojos del espíritu, ven más allá de aquellos pobres y mudos lienzos, y en su corazón no dudan en proclamar: ¡El Señor ha resucitado verdaderamente! La consecuencia: el débil y miedoso Pedro no dudará en afirmar: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo. Lo mataron colgándole de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. Nos encargó predicar al pueblo que los que creen en él reciben, por su nombre el perdón de los pecados”. Y cuando las autoridades de Israel intentan hacerle callar, exclama: “¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros.”
         Y en Juan, toda la ternura que hirió su corazón mientras veía morir a quien le amaba de verdad, se convirtió en mensaje dicho y repetido hasta la saciedad: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
         A Pedro y a Juan la experiencia vivida junto al sepulcro les transforma. Desde ahora ya no mirarán hacia atrás. Su correr hacia el sepulcro se convierte en carrera rápida y decidida. Unas palabras de Pablo se pueden aplicar a ellos: “Continuo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, que es Cristo”. Que el ejemplo de los apóstoles que ha evocado este evangelio que acabamos de proclamar en nuestra celebración de la Pascua, reavive nuestra fe, fortalezca nuestra voluntad y nos haga conscientes de nuestra condición de testigos de la Resurrección, que, desde nuestro bautismo y confirmación, configura nuestra condición de cristianos, de discípulos del Señor resucitado.
J.G

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