27 de enero de 2017

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo A-


           “Jesús subió a la montaña, se sentó y se puso a hablar: Dichosos los pobres”. Con estas palabras San Mateo da comienzo al llamado "Sermón de la montaña", en el que Jesús propone a sus discípulos y a las muchedumbres que le seguían las líneas fundamentales del Reino de Dios, que ha venido a anunciar. Las Bienaventuranzas que ha conservado el evangelio de san Mateo las conocemos bien por haberlas oído muchas veces. Las  aprendimos de niños durante el catecismo, y si bien parecen sencillas y claras, encierran un mensaje exigente.

Si las separamos de su contexto adquieren una ambigüedad peligrosa. Las lágrimas, el hambre y la sed, la pobreza, la piedad, el deseo de la justicia, la búsqueda de la paz, la hostilidad del mundo son realidades de la vida cotidiana de todos los hombres y, de por sí, no señalan el límite entre el bien y el mal. ¿Dónde está la pobreza de aquel que no quiere trabajar? ¿Dónde empieza la pobreza del explotado? ¿Cómo distinguir la auténtica compasión, de la condescendencia llena de desprecio? ¿Cómo diferenciar el pacifismo cómodo que busca la tranquilidad, de la fe invencible del que está dispuesto dar su vida por la paz? ¿Còmo apreciar la fuerza de espíritu del mártir, del fanatismo del exaltado?

            Con las Bienaventuranzas, Jesús quiere proponer su mensaje: a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por causa de la justicia. A estos tales Jesús les llama "dichosos" no por la situación en que se encuentran concretamente, sino porque es a ellos a quienes la misericordia de Dios ofrece la posibilidad de acoger el Reino, de obtener la salvación que Jesús ha venido a dar.

Pero al mismo tiempo las Bienaventuranzas esbozan un programa muy concreto. No presentan ocho categorías distintas de hombres. Cada una de las bienaventuranzas trae una luz nueva pero todas convergen hacia un mismo centro: tratan de dibujar cómo ha de ser el pueblo de Dios, quieren delinear la fisonomia del grupo de los que aceptan creer en Jesús. No se realizan al mismo tiempo para cada hombre, pero, indudablemente, aparecerán en el curso de la existencia de la comunidad y también de cada uno de sus miembros.

Pero es necesario advertir que Jesús no quiere un pueblo de gente pasiva y resignada, que vive alienada de la realidad de cada día, esperando únicamente en un premio más allá de la muerte; quiere que su pueblo esté formado hombres que, denunciando el desorden fruto del egoismo, de la ambición y del abuso del poder, luchan por la justicia verdadera y la paz equitativa; que viven atormentados por un hambre y una sed que no pueden colmar vagas promesas o soluciones de compromiso; que, si bien evitan la violencia, no ceden a la opresión o a la maldad; que, sin doblez de corazón y llenos de amor por el hermano, buscan no la propia comodidad sino el bien de todos, aunque ello suponga aceptar privaciones y dificultades.

            Las Bienaventuranzas, entendidas a la luz de la fe en Jesús nos vacían de nosotros mismos y nos abren a la acción del Espíritu, nos ayudan a mantenernos abiertos a la acción de Dios para dar una respuesta a la realidad, cruel y despiadada, de la vida cotidiana, fruto del hombre que no se deja guiar por Dios, tal como la historia de todos los tiempos nos enseña. El contenido que encierra esta página del evangelio de san Mateo lo podemos contemplar convertido en ejemplo viviente en la misma persona de Jesús, que ha vivido lo que ha enseñado y que nos invita a imitarlo, si queremos poseer con el Reino de Dios.


     

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