“Jesús subió a la montaña, se sentó y se puso a
hablar: Dichosos los pobres”. Con estas palabras San Mateo da comienzo al
llamado "Sermón de la montaña", en el que Jesús propone a sus
discípulos y a las muchedumbres que le seguían las líneas fundamentales del
Reino de Dios, que ha venido a anunciar. Las Bienaventuranzas que ha conservado
el evangelio de san Mateo las conocemos bien por haberlas oído muchas veces.
Las aprendimos de niños durante el
catecismo, y si bien parecen sencillas y claras, encierran un mensaje exigente.
Si las separamos de su contexto
adquieren una ambigüedad peligrosa. Las lágrimas, el hambre y la sed, la
pobreza, la piedad, el deseo de la justicia, la búsqueda de la paz, la
hostilidad del mundo son realidades de la vida cotidiana de todos los hombres
y, de por sí, no señalan el límite entre el bien y el mal. ¿Dónde está la
pobreza de aquel que no quiere trabajar? ¿Dónde empieza la pobreza del
explotado? ¿Cómo distinguir la auténtica compasión, de la condescendencia llena
de desprecio? ¿Cómo diferenciar el pacifismo cómodo que busca la tranquilidad,
de la fe invencible del que está dispuesto dar su vida por la paz? ¿Còmo
apreciar la fuerza de espíritu del mártir, del fanatismo del exaltado?
Con
las Bienaventuranzas, Jesús quiere proponer su mensaje: a los pobres, a los
sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los
misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los
perseguidos por causa de la justicia. A estos tales Jesús les llama
"dichosos" no por la situación en que se encuentran concretamente,
sino porque es a ellos a quienes la misericordia de Dios ofrece la posibilidad
de acoger el Reino, de obtener la salvación que Jesús ha venido a dar.
Pero al mismo tiempo las Bienaventuranzas
esbozan un programa muy concreto. No presentan ocho categorías distintas de
hombres. Cada una de las bienaventuranzas trae una luz nueva pero todas
convergen hacia un mismo centro: tratan de dibujar cómo ha de ser el pueblo de
Dios, quieren delinear la fisonomia del grupo de los que aceptan creer en Jesús.
No se realizan al mismo tiempo para cada hombre, pero, indudablemente,
aparecerán en el curso de la existencia de la comunidad y también de cada uno
de sus miembros.
Pero es necesario advertir que Jesús
no quiere un pueblo de gente pasiva y resignada, que vive alienada de la
realidad de cada día, esperando únicamente en un premio más allá de la muerte;
quiere que su pueblo esté formado hombres que, denunciando el desorden fruto
del egoismo, de la ambición y del abuso del poder, luchan por la justicia
verdadera y la paz equitativa; que viven atormentados por un hambre y una sed
que no pueden colmar vagas promesas o soluciones de compromiso; que, si bien
evitan la violencia, no ceden a la opresión o a la maldad; que, sin doblez de
corazón y llenos de amor por el hermano, buscan no la propia comodidad sino el
bien de todos, aunque ello suponga aceptar privaciones y dificultades.
Las
Bienaventuranzas, entendidas a la luz de la fe en Jesús nos vacían de nosotros
mismos y nos abren a la acción del Espíritu, nos ayudan a mantenernos abiertos
a la acción de Dios para dar una respuesta a la realidad, cruel y despiadada,
de la vida cotidiana, fruto del hombre que no se deja guiar por Dios, tal como
la historia de todos los tiempos nos enseña. El contenido que encierra esta
página del evangelio de san Mateo lo podemos contemplar convertido en ejemplo
viviente en la misma persona de Jesús, que ha vivido lo que ha enseñado y que
nos invita a imitarlo, si queremos poseer con el Reino de Dios.
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