“Vosotros sois la sal de la
tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que
para tirarla fuera y que la pise la gente. Hoy, continuando la lectura del
sermón de la montaña, Jesús invita a considerar la importancia que está
reservada a sus discípulos: ser sal de la tierra, luz del mundo, ciudad
construída sobre una montaña. Tres imágenes fáciles de entender, que subrayan a
la vez la esencia misma de la condición del discípulo y la proyección social
que se espera de ellos.
La
sal, este elemento natural que se usa cada día para dar sabor a los alimentos,
no puede dejar de salar pues siempre permanece fiel a su naturaleza; de lo
contrario dejaría de ser lo que es. Pero además la sal ha de ser usada en
justas proporciones, de lo contrario los alimentos no pueden comerse o se comen
a disgusto. El sabor de la sal ha de notarse cuando comemos el plato preparado,
pero la cosa no va si notamos no sólo el sabor sino la misma sal, porque no se
ha deshecho.
Algo
parecido ha de decirse de la imagen de la luz. No encendemos una lámpara para
taparla, impidiendo que su luz irradie.
Cuando un foco de luz luce, ilumina toda la realidad circunstante; ésta
mantiene sus rasgos propios, y mantiene una relación estrecha con la fuente
luminosa, sin confundirse con ella. Una relidad iluminada es diferente de una
realidad sumida en la oscuridad. La intensidad de la luz no cambia la
naturaleza íntima de las cosas que ilumina pero las hace ver de otra manera,
permitiendo ver aspectos que antes pasaban desapercibidos.
Así
el cristiano, para ser cristiano de veras, ha de corresponder y ser fiel a la
llamada recibida de Dios y decidirse, sin cálculos o restricciones, a seguir a
Jesús. Pero al mismo tiempo no debe ni puede distanciarse de la realidad en la
que vive antes bien, ha de esforzarse por transformarla, ha de contribuir para
que la realidad que lo circunda sea a su vez transformada por la novedad que
entraña el Evangelio.
“No
se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte”. Al hablar de esta
ciudad, Jesús sin duda alguna evoca antiguas profecías que contemplaban a Sión,
es decir la ciudad de Jerusalén, como el lugar dónde debía manifestarse la luz
divina, para atraer a todos los pueblos de la tierra para participar de la
salvación ofrecida por Dios. Los privilegios que el Antiguo Testamento
atribuían a la ciudad santa, Jesús los reconoce precisamente como propios de la
comunidad de sus discípulos, es decir de la Iglesia.
Dar
un sabor nuevo al mundo, disipar las tinieblas que ofuscan el corazón de los
hombres, ser un signo que atraiga a los alejados, son actitudes que suponen un
comportamiento activo, decidido y valiente. Jesús mismo resume este modo de
hacer con la expresión «que vean vuestras buenas obras», las cuales han de ser
percibidas por los demás, de tal manera que puedan dar «gloria a vuestro Padre
que está en los cielos». No se trata de "buenas obras" en un sentido
restrictivo, como podrían ser determinadas observancias religiosas, sino un
cierto modo de vivir nuevo que exprese con toda la fuerza posible la realidad
que supone creer en Dios y en Jesús.
La
primera lectura propone un ejemplo muy claro de este modo nuevo de actuar. El
profeta, contemplando como sus contempráneos se preocupaban de las prácticas
religiosas, ignorando el respeto y el amor al prójimo, no duda en gritar: “Cuando
destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando
partas tu pan con el hambriento, y sacies el estómago del indigente, cuando
acoges a los pobres sin techo, vistes al desnudo y no te cierres a tus
hermanos, entonces y sólo entonces romperá tu luz como la aurora, brillará tu
luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía, te abrirá camino la
justicia”.
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