“Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o
les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”. San Lucas, en el evangelio de
hoy, evoca con sobrios rasgos las dos figuras de una viuda y de un juez, que
sirven a Jesús para proponernos su mensaje. De la viuda sólo dice que estaba
convencida del derecho que le asistía y que por esta razón reclamaba con
insistencia ante el juez injusto, pero una vez recordada su perseverancia, desaparece
de la escena. En cuanto al juez, Jesús lo califica de injusto, dado que su
actuación no era según conciencia sino según capricho, evitando así que se le
pueda interpretar como imagen del Dios al que van dirigidas nuestras plegarias.
Jesús afirma que si un hombre sin conciencia, en una determinada situación, es
capaz de actuar rectamente y satisfacer las peticiones que se le hacen según
justicia, mucho más nuestro Dios escuchará a quienes le gritan día y noche, y
hará justicia sin tardar a quienes le interpelan sin desanimarse.
Jesús quiere dejar claro
que es necesario orar, sin desanimarse nunca, porque nuestro Dios, que es
justo, está siempre dispuesto a escucharnos. Pero cada día resulta más difícil
orar a Dios y aún más hablar de oración en nuestro mundo dominado por la técnica.
Nuestra sociedad, al poner su confianza en las enormes posibilidades de la
humanidad, se siente autorizada a prescindir cada vez más de Dios. Y a medida
que se va diluyendo la figura de Dios, disminuye la necesidad de orar. Por otra
parte, ante tantas y tan graves catástrofes que se abaten tan a menudo sobre
los más inocentes de la tierra, es posible pensar que Dios queda lejos de la
problemática de los humanos. Y hay quien puede razonar: Si Dios no responde es
o porque no escucha o porque es impotente para atender nuestras súplicas. Las
consecuencias de un tal razonamiento serían destructivas.
Aunque, en otro pasaje,
Jesús afirma que el Padre conoce nuestra realidad antes de que se la
presentemos en la plegaria, a pesar de ello, invita a orar, a dialogar con él
para entender sus designios, su voluntad de salvación. La oración constante a
la que invita Jesús, la oración que practicó el mismo Jesús y que practica la
Iglesia, es respuesta a la Palabra que Dios nos dirige. Hoy Jesús insiste en la
necesidad de no desfallecer nunca en este diálogo con Dios por medio de la
oración.
Pero también es necesario
purificar nuestro concepto de Dios y superar la imagen de alguien siempre
dispuesto a satisfacer nuestros
caprichos, como si debiera estar haciendo milagros constantemente para
suplir los esfuerzos que no hemos hecho. La fe en Dios no puede disminuir la
responsabilidad del hombre de intervenir en el universo, que Dios mismo propuso
al género humano desde la creación. Lo que hemos de pedir a Dios por medio de la
oración es la voluntad, la fuerza, la valentía y el tesón para llevar a cabo la
misión que los humanos recibimos de Dios para edificación de un mundo más equilibrado.
El evangelio de hoy
termina con una extraña pregunta que se hace Jesús mismo: “Cuando venga el Hijo
del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. He aquí una cuestión importante
y de suma actualidad. El problema de la plegaria que Jesús recomienda está
estrechamente ligado al tema de la fe. Si no creemos en Dios, no nos será
posible orar. Y creer no es simplemente aceptar unas ideas abstractas e
indefinidas. Creer es dar la mano, creer es estar dispuesto a trabajar, a
colaborar con Dios y con los hombres para llevar a cabo la vocación de la
humanidad trabajar para mejorar este mundo. Cuando Jesús vuelva tal como ha
prometido, cuando nos encontremos con él, ya sea al final de nuestra vida, ya
al final de los tiempos, ¿habremos sido fieles como la viuda en la plegaria, en
la confianza indefectible, sin dejarnos desanimar cuando la respuesta de Dios a
nuestras peticiones se ha hecho esperar?. Dios ha sido, es y será siempre fiel.
¿Y nosotros? Toca a cada uno de nosotros dar la respuesta.
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