14 de octubre de 2016

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario


           “Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”. San Lucas, en el evangelio de hoy, evoca con sobrios rasgos las dos figuras de una viuda y de un juez, que sirven a Jesús para proponernos su mensaje. De la viuda sólo dice que estaba convencida del derecho que le asistía y que por esta razón reclamaba con insistencia ante el juez injusto, pero una vez recordada su perseverancia, desaparece de la escena. En cuanto al juez, Jesús lo califica de injusto, dado que su actuación no era según conciencia sino según capricho, evitando así que se le pueda interpretar como imagen del Dios al que van dirigidas nuestras plegarias. Jesús afirma que si un hombre sin conciencia, en una determinada situación, es capaz de actuar rectamente y satisfacer las peticiones que se le hacen según justicia, mucho más nuestro Dios escuchará a quienes le gritan día y noche, y hará justicia sin tardar a quienes le interpelan sin desanimarse.

            Jesús quiere dejar claro que es necesario orar, sin desanimarse nunca, porque nuestro Dios, que es justo, está siempre dispuesto a escucharnos. Pero cada día resulta más difícil orar a Dios y aún más hablar de oración en nuestro mundo dominado por la técnica. Nuestra sociedad, al poner su confianza en las enormes posibilidades de la humanidad, se siente autorizada a prescindir cada vez más de Dios. Y a medida que se va diluyendo la figura de Dios, disminuye la necesidad de orar. Por otra parte, ante tantas y tan graves catástrofes que se abaten tan a menudo sobre los más inocentes de la tierra, es posible pensar que Dios queda lejos de la problemática de los humanos. Y hay quien puede razonar: Si Dios no responde es o porque no escucha o porque es impotente para atender nuestras súplicas. Las consecuencias de un tal razonamiento serían destructivas.

            Aunque, en otro pasaje, Jesús afirma que el Padre conoce nuestra realidad antes de que se la presentemos en la plegaria, a pesar de ello, invita a orar, a dialogar con él para entender sus designios, su voluntad de salvación. La oración constante a la que invita Jesús, la oración que practicó el mismo Jesús y que practica la Iglesia, es respuesta a la Palabra que Dios nos dirige. Hoy Jesús insiste en la necesidad de no desfallecer nunca en este diálogo con Dios por medio de la oración.

            Pero también es necesario purificar nuestro concepto de Dios y superar la imagen de alguien siempre dispuesto a satisfacer nuestros  caprichos, como si debiera estar haciendo milagros constantemente para suplir los esfuerzos que no hemos hecho. La fe en Dios no puede disminuir la responsabilidad del hombre de intervenir en el universo, que Dios mismo propuso al género humano desde la creación. Lo que hemos de pedir a Dios por medio de la oración es la voluntad, la fuerza, la valentía y el tesón para llevar a cabo la misión que los humanos recibimos de Dios para edificación de un mundo más equilibrado.

            El evangelio de hoy termina con una extraña pregunta que se hace Jesús mismo: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. He aquí una cuestión importante y de suma actualidad. El problema de la plegaria que Jesús recomienda está estrechamente ligado al tema de la fe. Si no creemos en Dios, no nos será posible orar. Y creer no es simplemente aceptar unas ideas abstractas e indefinidas. Creer es dar la mano, creer es estar dispuesto a trabajar, a colaborar con Dios y con los hombres para llevar a cabo la vocación de la humanidad trabajar para mejorar este mundo. Cuando Jesús vuelva tal como ha prometido, cuando nos encontremos con él, ya sea al final de nuestra vida, ya al final de los tiempos, ¿habremos sido fieles como la viuda en la plegaria, en la confianza indefectible, sin dejarnos desanimar cuando la respuesta de Dios a nuestras peticiones se ha hecho esperar?. Dios ha sido, es y será siempre fiel. ¿Y nosotros? Toca a cada uno de nosotros dar la respuesta.

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