“Yo os bautizo con agua, pero viene
el que puede más que yo y él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Juan el
Bautista advertía a quienes se
presentaban para escucharle que su ministerio era simplemente una preparación
para recibir la salvación que estaba por llegar, y que su bautismo no era más
que un anuncio del que el Mesías ofrecería, un bautismo de Espíritu y fuego,
que traería para todo el que lo recibiese la salvación que Dios ofrece a los
hombres. Y un día, ante el Bautista se presentó el que estaba por venir, que pidió a
Juan ser bautizado junto con todos los que reconocían sus pecados y esperaban
al Mesías. La tradición cristiana se ha preguntado sobre el sentido que puede
tener que Jesús, el que venía a quitar los pecados del mundo, quisiera comportarse
como los demás hombres pecadores.
Los
Padres y comentaristas de este episodio afirman que el sentido del mismo se
encuentra en su momento final, cuando, según el evangelista se abrió el cielo,
bajó el Espíritu Santo sobre Jesús en forma de paloma, y vino la voz del cielo:
“Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. Jesús de Nazaret, el Hijo de María,
es reconocido públicamente por Dios como su Hijo, como el enviado, el Mesías,
el heredero de las promesas y la plenitud del Espíritu de Dios se posa sobre él
para que pueda llevar a cabo la obra de salvación que le ha sido confiada. Las
palabras de la voz del cielo han de interpretarse en el contexto de los
cánticos del siervo de Yahvé del libro de Isaías, que anuncian que Jesús es el
verdadero siervo, con cuya inmolación se consumará la redención.
La
realidad de esta manifestación, de hecho, quedó reservada al mismo Jesús y a
Juan, ya que no se habla de que hubiese sido percibida por la muchedumbre
presente. Sin embargo, el cuarto evangelio informa como el Bautista, testigo
del hecho, no se calló, sino que lo fue anunciando, porque esta visión
convalidaba definitivamente su actividad como Precursor. El bautismo, que los
discípulos de Jesús recibieron de su Maestro para comunicarlo a los creyentes
del mundo entero no sería sólo una ablución más o menos religiosa, sino el
signo que contendría la presencia de la Trinidad : el Padre
acogiendo al recién bautizado, y en Jesús, por Jesús y con Jesús, reconociéndole
como hijo, colmándolo con la plenitud del Espíritu.
Los
evangelistas, al transmitir el encargo que Jesús confió a los apóstoles después
de Pascua, y que explica la actividad que la Iglesia ha llevado a cabo durante dos mil años,
recuerden la necesidad de predicar y de bautizar a los que crean a sus
palabras. Jesús no propone un rito
mágico, sino un signo que señala la incorporación en la Iglesia de los creyentes y
a la vida trinitaria. El bautismo, para el individuo que lo recibe, es el gesto
que le ayuda a tener conciencia de la opción que hace de seguir a Jesús y a su
evangelio, del compromiso que asume personalmente y ante los demás creyentes.
De la parte de Dios, este signo externo significa y lleva a cabo una realidad
importante: el bautizado se convierte en hijo de Dios, se incorpora al cuerpo
de Cristo, forma parte de la
Iglesia.
Desde
esta perspectiva cabe preguntarse: ¿Nosotros que por el bautismo nos hemos
puesto de parte de Jesús, somos fieles a las exigencias que comporta el
compromiso que hemos asumido? No estará de más recordar que Jesús dijo un día: “Si
uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante
mi Padre en el cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré
ante mi Padre del cielo”. Que la conmemoración del Bautismo de Jesús nos ayude
a renovar nuestra conciencia de bautizados, de modo que sepamos mostrar con
nuestra vida de cada día, la realidad del bautismo que hemos recibido.
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