“Ha sido revelado ahora por el
Espíritu el misterio que también los gentiles son coherederos, miembros del
mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”. Estas
palabras del apóstol Pablo resumen el contenido de la solemnidad de la Epifanía
del Señor. Epifanía es un término de la lengua griego que significa
manifestación, aparición, revelación y que la liturgia cristiana ha adoptado
para recordar la dignación de Dios a manifestarse a los hombres en el misterio
de la encarnación de su Hijo. Nosotros, cristianos, creemos y afirmamos que el
Hijo de Dios, la Palabra que siempre ha estado junto al Padre, y que ha querido
asumir nuestra misma naturaleza y convivir con los hombres y mujeres de su
tiempo, para comunicarles el mensaje de salvación del que es portador.
Si en el evangelio de la noche de Navidad Lucas hablaba
de unos pastores judíos que velaban en la noche junto a sus rebaños y fueron
los primeros en recibir el mensaje del nacimiento del hijo de María, hoy es
Mateo que hace llegar a los pies del recién nacido a unos personajes no judíos,
venidos de Oriente, siguiendo una estrella. Mateo propone de hecho un mensaje
acerca del Mesías, el esperado Salvador del mundo, envuelto en determinadas
coordenadas históricas que le dan viveza, que ayudan a retener los detalles y
percibir su verdadero contenido de dimensión teológica.
Mateo habla de unos personajes, a los que da el apelativo
de magos, término ambiguo que por el contexto hay que entender como gente
dedicada al estudio de los astros. Igualmente imprecisa es la indicación de su
procedencia. Es bien poco y por esto la piedad cristiana ha confeccionado
leyendas alrededor de estos personajes. Lo que interesa sobre todo es saber que
estos hombres, estos magos descubrieron una estrella y supieron interpretarla
como signo de un nuevo Rey, que debía salvar a los hombres. Les basta algo tan
fugaz como el brillo de una estrella, para dejarlo todo de lado y convertirse
en peregrinos en búsqueda de su ideal. Como comentan los Padres, a los pastores
judíos fueron ángeles que les movieron, a los paganos una simple luz del cielo.
Vieron la estrella, un signo, pero creyeron y no pararon hasta postrarse ante
un niño, que de hecho es otro signo. Los magos ven un pobre niño envuelto en
pañales, signo de su condición humana, que sólo será Rey, Mesías y Señor en la
gloria de su resurrección.
Mateo, para expresar gráficamente la actitud de adoración
de los magos ante el Niño, o si se prefiere para mostrar que la fe no puede
quedar en simple adhesión mental, habla de los dones que le ofrecieron: oro,
incienso y mirra. La devoción de los Padres de la Iglesia se ha entretenido en
buscar significados a estos tres dones viendo en el oro, en cuanto signo de
poder, la condición regia del Mesías recién nacido, en el incienso, elemento
importante en el culto del templo de Jerusalén, la dimensión sacerdotal de
Jesús, que en la cruz se ofrecerá como víctima de salvación. En la mirra,
substancia olorosa muy usada en el antiguo oriente, se ha querido ver un
anuncio velado de la sepultura del Señor. La oración sobre las ofrendas nos
recordará hoy que aquellos elementos eran signos materiales que aludía al
misterio de Jesús que hoy está presente en los dones del pan y del vino.
Lo importante es retener que todo peregrino de la fe debe
traducir en formas concretas la nueva realidad que le ha iluminado. Por si no
bastase, Mateo concluye su relato diciendo que los magos recibieron un oráculo,
para que evitaran a Herodes y volvieran a sus tierras por otro camino. El que
ha sido iluminado, el que se ha revestido de Jesús, el que ha llegado a
confesar su fe, no puede quedarse en los caminos trillados, que no conducen
precisamente a la vida. Es una invitación a la conversión que constituye uno de
los puntos importantes del mensaje de Jesús, que no cesa de repetirnos: “Convertíos,
que el Reino de Dios está cerca”. Acojamos con la prontitud y geneosidad de los
magos la invitación del Señor.
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