16 de enero de 2016

II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


“Había una boda en Caná de Galilea: la madre de Jesús estaba allí y también Jesús y sus discípulos”. San Juan evoca un episodio de la vida de Jesús que deja entrever a la vez su dimensión humana y el anuncio de la obra de salvación que ha venido a realizar en el mundo. En una fiesta de bodas, que en aquellos tiempos duraban varios días y en las que el vino corría en abundancia, se llega a una situación desesperada: el vino empieza a faltar. Es la madre de Jesús que con femenina intuición advierte lo delicado de la situación. Para los novios y familiares se ciernen las críticas, el bochorno y la vergüenza. A menudo en la Biblia encontramos momentos parecidos: una situación límite, en la que parece que no hay salida desde el punto de vista humano, pero que generalmente se resuelve con una intervención de Dios.

A la constatación que hace María, Jesús responde de manera algo enigmática: “Todavía no ha llegado mi hora”. La falta de vino pasa de la dimensión de un problema doméstico que interesa a los que celebran la boda, a ser imagen de una realidad mucho más importante: la situación del hombre ante el misterio de la salvación. La hora de Jesús es, sin duda alguna, la hora de su entrega al Padre, de su sacrificio supremo que obtendrá para todos los que crean la plenitud de la vida, evocada por la imagen del vino. María, entrando de lleno en la intención de su Hijo, propone a los sirvientes y en ellos a todos nosotros, la actitud justa para aprovecharse de la hora de Jesús: “Haced todo lo que él diga”.

La transformación del agua en vino que sigue es un signo, como dice san Juan. Ciertamente, la abundancia de un vino nuevo y mejor saca del embarazo a los de la boda, pero sobre todo indica la salvación inesperada, excelente, copiosa que Jesús ha ofrecido cuando llegó su hora. Si el mayordomo puede felicitar al esposo por el vino nuevo que ha reservado para el final, nosotros podemos agradecer a Dios el amor que nos ha manifestado en Jesús y responder con una fe activa, como la de los discípulos, al signo que el Señor nos ofrece.

A los padres y exegetas que han comentado esta página no ha pasado desapercibido el significado de este banquete de bodas del que nada se nos dice de los interesados, ni del esposo ni de la esposa. De ahí que se ha querido entender la realidad significada por esta boda a un nivel más profundo: la relación entre Dios y su pueblo a menudo descrita como un matrimonio entre Dios e Israel, entre Dios y Sión, entre Dios y Jerusalén, que culminará en la intimidad entre Cristo y la Iglesia.

El tema aparece descrito en la primera lectura: El profeta, en los momentos delicados de la restauración después del destierro, quiere fortalecer la esperanza del pueblo y le invita a mirar hacia el futuro, en el que, por obra del mismo Dios, la salvación será una realidad. Si los judíos, incluso en los momentos de graves dificultades habían sabido conservar un amor tan vibrante hacía la ciudad de Jerusalén, confiando ver realizada en ella la salvación, cuanto más nosotros hemos de amar a la Iglesia, la esposa por la que Jesucristo se ha entregado, para purificarla de sus pecados e introducirla en la riqueza desbordante de su amor.


En la Iglesia, de la que formamos parte, encontramos el vino nuevo y óptimo que es el don del Espíritu, del que nos ha hablado san Pablo en la segunda lectura. El Espíritu se manifiesta por medio de diversos dones, servicios y funciones, todos orientados al bien común, para que Dios obre todo en todos. Cada uno de nosotros hemos de ser conscientes de la propia vocación, de la llamada recibida, para contribuir, con los carismas que se nos han confiado, al crecimiento de la Iglesia.

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