“A Dios nadie le ha visto jamás: el
Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”.
Estas palabras de san Juan hacen palpar la gran paradoja de la fe cristiana: La
lejanía y a la vez la cercanía de Dios para con nosotros. De una parte Dios es
el gran desconocido. Nadie en la historia de la humanidad ha podido pretender
haber visto a Dios cara a cara, conocerle tal como él es, en su esencia inmensa
y omnipotente. Pero al mismo tiempo, Dios no ha querido quedar escondido en una
profunda y tremenda oscuridad, sino que de muchas maneras ha intentado
acercarse a los hombres, darse a conocer, para establecer un diálogo con ellos.
El autor de la carta a los
Hebreos dice: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente
a nuestros padres por los profetas”. Esta afirmación hay que entenderla
abrazando toda la revelación que, poco a poco, ha sido hecha a la humanidad
para que conociera a Dios de alguna manera. Y ésto, no solamente en la linea
representada por la fe judeocristiana, sino también en todas las demás
corrientes de pensamiento y espiritualidad que han ido apareciendo a lo largo
de la historia. Pues, como reconoce el Concilio Vaticano II, en la Declaración «Nostra
ætate» sobre las relaciones de la
Iglesia con las religiones no cristianas, estas otras formas
religiosas encierran también algo de santo y verdadero, y reflejan un destello
de la Verdad
eterna e indefectible que ilumina a todos los hombres.
Dios pues, sin dejarse ver
cara a cara, ha querido que el hombre descubriera paulatinamente su
pensamiento, su voluntad, lo que en verdad esperaba de los humanos. Nuestro Dios
no está encerrado en sí mismo, sino que reclama de los que quieren rendirle
culto como elemento primordial una atención respetuosa hace los demás hombres.
El programa está claro y perdura sin duda hasta hoy. Cualquier deseo de
complacer a Dios pasa por la atención decidida a las necesidades del hermano,
sea quien sea.
La inicial y paulatina
manifestación de Dios alcanzó su momento culminante cuando Dios quiso hablar
por su Hijo Jesús, al que ha constituido heredero de todo y por quien ha ido
realizando las edades del mundo. En aquel niño de carne y hueso, nacido de la Virgen María , cantado
por los ángeles y manifestado a los pastores, el mismo Hijo de Dios, su Palabra
hecha carne, vino con la misión fundamental de dar a conocer a Dios, al Padre
como ama llamarle Jesús. A Dios pues sólo podemos conocerlo a través y por
medio de Jesús, de sus enseñanzas, de su evangelio. Y cabe preguntarnos: Y yo,
¿cómo conozco a Jesús? ¿He trabajado sinceramente para profundizar en mi fe,
para superar los límites de mi formación cristiana, recibida seguramente en mi
infancia, para llegar a descubrir a Jesús como el Mesías, el Señor, el amigo
con el cual he de construir mi existencia, el que ha de acompañarme en las
vicisitudes de la vida, buenas o malas que sean? Por desgracia la experiencia
muestra que el nivel de formación religiosa entre los que nos llamamos
cristianos y católicos a menudo es sumamente elemental, y hace posible que las
dudas y los planteamientos seculares minen la posibilidad de una relación
adulta con Jesús, e incluso puedan ahogar la fe, para caer en un agnosticismo
autosuficiente con pretendidas respuestas a todos los problemas que acucian al
hombre de todos los tiempos.
Aprovechemos este tiempo
de Navidad, estos días del Dios con nosotros, para revisar nuestra relación
personal con Jesús y ver el modo de actualizar nuestra fe, una fe adulta,
exigente, comprometida, que nos haga salir de nuestro confortable y más o menos
cómodo reducto religioso y nos disponga al combate de la vida. En contra de lo
que se ha dicho a menudo, una fe cristiana sólida no significa evasión sino más
bien dedicación plena a las necesidades del mundo y de la sociedad, un saber
estar en la brecha para construir guiados por la luz que es Jesús, la Palabra que ha acampado
entre nosotros.
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