2 de enero de 2016

II DOMINGO DE NAVIDAD

        

    “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Estas palabras de san Juan hacen palpar la gran paradoja de la fe cristiana: La lejanía y a la vez la cercanía de Dios para con nosotros. De una parte Dios es el gran desconocido. Nadie en la historia de la humanidad ha podido pretender haber visto a Dios cara a cara, conocerle tal como él es, en su esencia inmensa y omnipotente. Pero al mismo tiempo, Dios no ha querido quedar escondido en una profunda y tremenda oscuridad, sino que de muchas maneras ha intentado acercarse a los hombres, darse a conocer, para establecer un diálogo con ellos.

            El autor de la carta a los Hebreos dice: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas”. Esta afirmación hay que entenderla abrazando toda la revelación que, poco a poco, ha sido hecha a la humanidad para que conociera a Dios de alguna manera. Y ésto, no solamente en la linea representada por la fe judeocristiana, sino también en todas las demás corrientes de pensamiento y espiritualidad que han ido apareciendo a lo largo de la historia. Pues, como reconoce el Concilio Vaticano II, en la Declaración «Nostra ætate» sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, estas otras formas religiosas encierran también algo de santo y verdadero, y reflejan un destello de la Verdad eterna e indefectible que ilumina a todos los hombres.

            Dios pues, sin dejarse ver cara a cara, ha querido que el hombre descubriera paulatinamente su pensamiento, su voluntad, lo que en verdad esperaba de los humanos. Nuestro Dios no está encerrado en sí mismo, sino que reclama de los que quieren rendirle culto como elemento primordial una atención respetuosa hace los demás hombres. El programa está claro y perdura sin duda hasta hoy. Cualquier deseo de complacer a Dios pasa por la atención decidida a las necesidades del hermano, sea quien sea.

            La inicial y paulatina manifestación de Dios alcanzó su momento culminante cuando Dios quiso hablar por su Hijo Jesús, al que ha constituido heredero de todo y por quien ha ido realizando las edades del mundo. En aquel niño de carne y hueso, nacido de la Virgen María, cantado por los ángeles y manifestado a los pastores, el mismo Hijo de Dios, su Palabra hecha carne, vino con la misión fundamental de dar a conocer a Dios, al Padre como ama llamarle Jesús. A Dios pues sólo podemos conocerlo a través y por medio de Jesús, de sus enseñanzas, de su evangelio. Y cabe preguntarnos: Y yo, ¿cómo conozco a Jesús? ¿He trabajado sinceramente para profundizar en mi fe, para superar los límites de mi formación cristiana, recibida seguramente en mi infancia, para llegar a descubrir a Jesús como el Mesías, el Señor, el amigo con el cual he de construir mi existencia, el que ha de acompañarme en las vicisitudes de la vida, buenas o malas que sean? Por desgracia la experiencia muestra que el nivel de formación religiosa entre los que nos llamamos cristianos y católicos a menudo es sumamente elemental, y hace posible que las dudas y los planteamientos seculares minen la posibilidad de una relación adulta con Jesús, e incluso puedan ahogar la fe, para caer en un agnosticismo autosuficiente con pretendidas respuestas a todos los problemas que acucian al hombre de todos los tiempos.


            Aprovechemos este tiempo de Navidad, estos días del Dios con nosotros, para revisar nuestra relación personal con Jesús y ver el modo de actualizar nuestra fe, una fe adulta, exigente, comprometida, que nos haga salir de nuestro confortable y más o menos cómodo reducto religioso y nos disponga al combate de la vida. En contra de lo que se ha dicho a menudo, una fe cristiana sólida no significa evasión sino más bien dedicación plena a las necesidades del mundo y de la sociedad, un saber estar en la brecha para construir guiados por la luz que es Jesús, la Palabra que ha acampado entre nosotros.

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