“El
Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su
favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. El leccionario recuerda hoy
la antigua fórmula de bendición que los
sacerdotes israelitas pronunciaban sobre su pueblo. Bendecir, en lenguaje
bíblico, significa invocar a Dios, para que manifieste hacia su pueblo su favor
y su protección, contemple a los que son sus hijos y les acompañe en todas sus
vicisitudes y asegure la paz. La gran bendición que nosotros, cristianos, hemos
recibido de Dios es Jesús, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre. Y esta
bendición la hemos recibido por medio de María. Por esto hoy, ocho días después
de la Navidad ,
honramos de modo especial a la
Virgen Madre que ha dado a luz al Rey eterno, a aquella que
tiene al mismo tiempo el gozo de la maternidad y la gloria de la virginidad.
María recibió de
Dios esta doble condición de virgen y de madre, pero la asumió de modo
consciente, con todo lo que entrañaba. La divina maternidad de María, que se
hizo realidad cuando pronunció su “si” al escuchar el anuncio angélico, no es
todo gozo y alegría. Es también dolor y sufrimiento. Porque María es Madre no
sólo en Navidad, sino también el Viernes Santo, cuando, al pie de la cruz,
repite con generosidad su “si” incondicional. El evangelio recuerda hoy a María
en una actitud contemplativa, conservando y meditándo en su corazón todos los
particulares del nacimiento de su Hijo. María es la primera creyente, la
totalmente disponible a Dios y a su voluntad.
Según nuestro calendario, uno de los
tantos calendarios que el ingenio humano ha ideado en el curso de la historia,
empezamos hoy un nuevo año. El tiempo es una realidad palpable que el hombre ha
experimentado, desde que tuvo conciencia de su existencia: es un sucederse de
luz y tinieblas, que llamamos día y noche, de calor y frío, que llamamos estaciones,
y que hemos organizado en semanas, meses, años y siglos. Este pasar del tiempo
significa a la vez el pasar de nuestra existencia y en consecuencia cada vez
que iniciamos un año podemos decir que es un año más que hemos pasado y un año
menos que nos queda por vivir.
Nuestro calendario, con más o menos
precisión, calcula el tiempo a partir del nacimiento de Jesús de Nazaret. Este
hecho tiene su importancia. Quiere decirnos que consideramos que Jesús es el
centro de la historia, del tiempo. Para antiguas culturas provenientes del
oriente, el tiempo era entendido como un ciclo eterno en el que las cosas se
reproducían sin cesar. Y en esta concepción, la salvación, la liberación
consistía en salir del tiempo, en romper este círculo fatal que oprime. En
cambio, los primeros cristianos, fieles a la tradición recogida en el Antiguo
Testamento, entendieron el tiempo en un sentido lineal que parte del acto
creador de Dios, al principio de todo y que encontrará su fin, al final de la
historia. Y es precisamente en este tiempo que fluye que proclamamos que Dios
ha intervenido para ofrecer a los hombre la verdadera salvación, salvación que
no consiste en huir del tiempo sino en asumirlo para responder con generosidad
a la voluntad divina.
En este sentido, san Pablo ha podido
afirmar en la segunda lectura que cuando se cumplió el tiempo, es decir, cuando
llego el momento adecuado según el plan divino, Dios envió a su Hijo para
salvar al mundo. Y este Hijo aparece entre nosotros por la vía normal de los
hombres: nace de una mujer, nace en un pueblo concreto y acepta estar bajo la
ley que en él regía. Una vez hecho hombre, el Hijo de Dios ha llevado a cabo su
obra redentora, que el apóstol define como un dejar de ser esclavos para llegar
a ser hijos de Dios por adopción, y también herederos de las promesas de
salvación. Con la encarnación del Hijo de Dios el tiempo deja de ser profano en
cuanto se convierte en el escenario en el que se actúa la salvación querida por
Dios. Por esto los cristianos aceptamos en todo su significado el tiempo; damos
gracias por el tiempo transcurrido e invocamos la ayuda del Señor para poder
aprovechar el tiempo que nos queda por delante.
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