1. La liturgia en nuestra vida cisterciense hoy
Tradicionalmente, los monasterios han
desempeñado un papel de primerísimo orden en la historia del movimiento
litúrgico occidental, tanto por la elaboración y difusión de documentos, como
por la doctrina litúrgica transmitida. En este sentido, son los benedictinos
quienes ocupan un lugar preeminente en el campo de la restauración litúrgica;
mas todas las órdenes constatamos que vivimos en otro mundo y en una situación
muy diferente a la de las generaciones que nos precedieron.
La formación litúrgica, a lo largo de los
siglos, nos ha ido aclarando ideas, y las mentalidades han evolucionado
bastante en algunos momentos de la
historia. Esto no
ha sido fácil.
Como hemos visto ya, ha habido épocas en
nuestra historia en que el interés por la liturgia ha sido tal, que cualquier
otro elemento constitutivo de la vida monástica quedaba desplazado a un plano
mucho más inferior del que San Benito quería, rompiendo así el equilibrio que
observamos en su Regla. Con el paso del tiempo la espiritualidad se ritualizó
tanto, que el culto llegó a ser la única escuela del servicio de los monjes, y
así, éstos, descargados de los trabajos domésticos, pudieron dedicarse
totalmente a la absorbente tarea de la celebración litúrgica.
Las ideas a renovar se fueron aclarando
poco a poco, pero a costa de años de esfuerzos, y no hubiera sido posible la
renovación litúrgica si no se hubiera producido un cambio de mentalidad, aunque
fuera lentamente.
La reforma litúrgica imprime un sello
característico a la vida de la
Iglesia en
nuestro tiempo y, como consecuencia, a la vida monástica, pues a ritmos de vida
diferente han de responder también distintos ritmos de respiración orante. De
ahí los matices que reviste el hecho litúrgico celebrado en una época de la
historia o en otra, así como en una comunidad apostólica o en una asamblea de
contemplativos, etc.
El Concilio Vaticano II ha desencadenado y
realizado un “aggiornamento” de la vida religiosa -y precisamente en el campo
litúrgico- como no se había visto jamás en el curso de los dos milenios de la
historia de la
Iglesia. Ha sido,
sin lugar a dudas, la reforma
litúrgica más radical de toda la
historia. El Concilio Vaticano
II ha llegado a una visión nueva, más profunda y esencial de la liturgia,
precedida por notables trabajos del Movimiento bíblico, patrístico y litúrgico
del siglo XX, y también por la renovación de la
teología. Esta reforma
la ha expuesto en la
Constitución sobre la
Liturgia , Sacrosanctum
Concilium (de la que hemos hablado
al principio). En ella encontramos los dos mayores criterios para la renovación
de la liturgia de la
Iglesia : fidelidad a los orígenes, a la
“sana Tradición”, y a la vida concreta de cristianas
y cristianos en el mundo de hoy[1].
Después del concilio, en nuestros
monasterios la liturgia ha sido fundamentalmente renovada en el curso de los
últimos 35 años. El patrimonio litúrgico secular de nuestra orden fue
profundamente modificado: el latín fue reemplazado por la lengua vernácula y el
esquema benedictino del oficio casi abandonado.
La obra de renovación ha conducido a una
colaboración entre los monasterios, a nivel regional e interregional, y
entre las órdenes monásticas. El más bello fruto de este ecumenismo cisterciense en la liturgia es el Ritual Cisterciense, aparecido
en 1998, aprobado por el Capítulo General de cada una de las Órdenes y por la
Santa Sede.
De los cuatro principios de la reforma
litúrgica de los primeros cistercienses, han quedado en vigor dos: la
simplicidad y la autenticidad (pero no siempre ni en todos sitios).
Hoy tenemos una liturgia renovada, viviente, fácilmente comprensible y realizable. Aunque la reforma litúrgica que nos
pedía el Concilio Vaticano II está terminada, nos queda profundizar las
celebraciones litúrgicas, los textos y los cantos, y penetrar principalmente en
el espíritu de la liturgia, tal como nos la describe la
Constitución SC. Para este fin es
indispensable una sólida formación litúrgica en el comienzo de la vida
monástica, y a lo largo de toda la vida, como un trabajo permanente. Disponemos
hoy de excelentes manuales y libros que tratan de todos los campos y aspectos
de la liturgia, y de revistas litúrgicas para la formación litúrgica.
Al ser un acontecimiento y obra de
naturaleza teológica y comunicativa-dialogal, la liturgia reviste numerosos aspectos:
antropológico, sociológico, bíblico, teológico, patrístico, histórico y otros.
Estos aspectos son para tomarlos en consideración y profundizarlos. La
dimensión antropológica de la liturgia ha atraído la atención estos últimos
años: la liturgia como acto de comunicación, como acción expresiva y simbólica.
La visión teológico-espiritual de la liturgia y de su celebración que
más interesa a los monjes/as, “profesionales de la liturgia”, como por ejemplo, la Teología de las Horas,
ocupa un amplio lugar en nuestra vida.
El “aggiornamento” de la vida cisterciense
que ha seguido al último concilio condujo a redefinir el lugar y la
significación de la liturgia a nuestras órdenes, para nosotros hoy, y ha tenido
que repensar el equilibrio entre la liturgia, la lectio y el trabajo.
II. TEOLOGÍA DE LA
LITURGIA MONÁSTICA
1. La liturgia sigue siendo oración hecha arte
Los monjes, ya de madrugada, cuando los
primeros rayos de la aurora se filtran a la iglesia por los rosetones o
ventanas, inundándola con una miríada de colores, estarán uniendo sus voces a
las de los coros de los ángeles y haciendo resonar el eco de sus alabanzas al
Padre misericordioso, al Dios de toda consolación.
El silencio contemplativo del monasterio,
entrelazado con los esplendores litúrgicos y el canto del Oficio Divino – como
decía San Gregorio de Nacianzo: la alabanza es hija del silencio-,
ha ido haciendo germinar continuamente los cambios, siempre sorprendentes, en
la vida cristiana de todos los tiempos.
En todo esmero por la liturgia, el
criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios: Él nos habla y
nosotros le hablamos a Él. La belleza del culto, la calidad y el esplendor del
canto y de los ornamentos litúrgicos, o el cumplimiento estricto de las
rúbricas, todas estas cosas tienen como fin despertar en el monje y en los fieles el asombro y suscitar la
contemplación de la majestad divina.
La liturgia hemos de celebrarla dirigiendo
la mirada a Dios, en la comunión de los santos, de la
Iglesia viva
de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de belleza y de la sublimidad del Dios amigo de
los hombres[2].
Las “acciones espirituales”, que son
representaciones litúrgicas, piden al monje la misma apertura del alma, la
misma atención, hecha de deseo e impregnada de humildad, que tuvo en la lectio divina, en donde Dios se
comunica con él. Lo que los conceptos y las palabras son impotentes de
expresar, Dios mismo lo manifiesta por símbolos. Las manifestaciones litúrgicas
están llenas de palabras, ornamentos y ceremonias simbólicas que requieren de
nosotros, ayudados de la luz divina, inteligencia espiritual apta para
comprender el sentido oculto de esas acciones sagradas: cantos, himnos,
luminarias, que no son de suyo un fin.
Todo ha de ser un concierto sublime de
armonía; nada falta y nada sobra. La obra de Dios es grande y maravillosa, pero
es infinitamente más grande y maravilloso ese Dios para el que cantamos salmos.
¡Nos vemos tan pequeños al abismarnos en Su grandeza! Y para adentrarnos en el
abismo de Su grandeza, de Su belleza y del amor insondable e infinito de Dios,
necesitamos del misterio eucarístico.
El candidato a la vida monástica puede ser
atraído por la calidad de la celebración litúrgica, su gusto estético puede
sentirse satisfecho. Pero San Benito advierte que el Oficio Divino es también
un “pensum servitutis”[3], un ejercicio
oneroso. No se trata de dejarse mecer por cualquier fervor ambiguo, sino -como
vuelve a decir San Benito- “que la mente concuerde con los labios”[4], esto es, que la persona, en su mente y
en su corazón, se comprometa con su actividad bucal[5].
Por otra parte, el Opus Dei no se reduce sólo a la liturgia;
tener celo por el Opus Dei,
es convertirse en “cooperador de Dios”, con toda su vida en la obediencia[6].
Como bien dice Thomas Merton:
“La liturgia es la gran escuela de oración
de la
Iglesia , que no es simplemente una cuestión
de arte, canto y simbolismo, sino que va mucho más allá. En la liturgia, Cristo
mismo, por el Espíritu Santo, ora y ofrece un sacrificio en su cuerpo que es la
Iglesia. La participación
activa en la liturgia es, por tanto, mucho más que un mero cumplimiento exacto
de rúbricas y gusto estético; es incluso más que la comprensión y aplicación
espiritual de los grandes textos inspirados. Es una participación mística en la
oración y sacrificio de Jesucristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán y sumo
sacerdote de la nueva creación.
Cuando celebramos la
Sagrada Liturgia , Cristo ora en nosotros, y
su Espíritu adora y ama en nosotros. La luz para entender lo que cantamos y
estamos haciendo, la recibimos sobrenaturalmente del Espíritu Santo. Su gracia
nos transformará en Cristo, de tal manera, que en lo más íntimo de nuestras
almas comenzamos a asemejarnos a Cristo, y nuestros corazones participan en el
amor y en la entrega con que Él mismo, en la tierra, se ofreció al Padre por
los pecados del mundo”[7].
Y con palabras del Beato Rafael Arnáiz:
Alrededor del Sagrario gira toda la actividad del monje
cisterciense; los Oficios divinos en el coro no cansan nunca; las horas que se
pasan en la iglesia parecen minutos…La fe nos dice que estamos alabando a Dios,
y Dios está allí, muy cerca, a unos pasos en el Sagrario… ¡Qué sabe el mundo lo
que es una Trapa! Yo cada vez le doy más gracias a Dios de mi vocación y le
pido que me lleve de Venta de Baños al cielo, para allí, ya cara a cara con Él,
como decía Santa Teresita, poder seguir cantando[8].
2. La liturgia:
escuela de vida en común
Hablar de la liturgia no es afrontar un
aspecto más -al lado de otros- de la vida en común, sino reconocer su carácter,
también aquí, de fons et
culmen, según la bella expresión de la
Constitución del
Concilio Vaticano II[9]. Al calificar a la
liturgia, nos da ya la idea de una realidad que está en el origen y, a la vez,
es condición indispensable para un desarrollo en madurez de la vida comunitaria.
Romano Guardini señaló con fuerza, a
principios de este siglo, en su obra El
espíritu de la liturgia[10], cuando declaraba
que la liturgia no tiene “objeto”, no tiene finalidad práctica, no es un medio,
ni una etapa para conseguir una noble meta que está fuera de ella; su “fin”
está en sí misma y el motivo de ello es que la liturgia mira a Dios, es
contemplación de su gloria, por lo cual el auténtico sentido de la liturgia consiste en el
hecho de que el alma esté delante de Dios, se expanda delante de Él, penetre en
su vida, en el mundo santo de las realidades, verdades, misterios, signos
divinos, y asuma su real y verdadera vida.
“En la liturgia el hombre no se mira a sí
mismo, sino a Dios; hacia Él dirige su mirada. En ella el hombre no debe tanto
educarse, como contemplar la gloria de Dios”[11]. Es por ello que
la liturgia “moraliza” un poco. “En ella el alma se forma, pero no a través de
una elaborada doctrina de la virtud o de un ejercicio sistemático, sino
viviendo en la luz de la eterna Verdad, en el orden genuino, naturalmente y
sobrenaturalmente sano”[12].
Hay que agradecer al Papa Juan Pablo II su
magisterio cuando escribió, con ocasión de los veinticinco años de la
promulgación de la
Sacrosanctum Concilium : “Tenemos que hablar
de una profundización cada vez más intensa en la liturgia de la
Iglesia , celebrada según los libros vigentes
y vivida, sobre todo, como un hecho de orden espiritual”[13]. Porque la
liturgia es, antes que nada, un hecho de orden espiritual; la praxis litúrgica
será siempre el termómetro más fiable para medir el grado de vida espiritual en
nuestras comunidades y, por extensión, en la
Iglesia toda.
3. Los monjes encargados por la Iglesia , también hoy, de mantener viva la oración de Cristo
“…Tal como demuestran toda la tradición
monástica y las disposiciones de la
Iglesia , los monjes están llamados, de modo
especial, a continuar en la
Iglesia la
oración de Cristo, ya sea en la celebración de la
Misa y
del Oficio Divino -que, necesariamente, ha de ocupar el primer lugar en su
vida-, ya sea en las demás formas de oración, la cual debe empapar toda su vida”[14]
La especial vocación de los monjes, dentro
de la comunidad cristiana, justifica que hayan recibido un especial encargo de
ser comunidad orante, así
como también se supone que son unas personas que están más al servicio de los
demás, que ponen más empeño en la misión evangelizadora de la
Iglesia y
buscan una fraternidad más testimonial; también, en cuanto a la oración, se les pide
que sean ejemplares.
El monje presta a la
Iglesia su
mente, su corazón, sus labios, toda su alma y todo su cuerpo, para que mediante
ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el tiempo y en el espacio el himno
salvífico que Cristo le dejó como preciado botín de su victoria. El monje es,
en manos de la
Iglesia una
especie de sacramento de salvación que, a través de los signos que ella pone a
su disposición, continúa la obra de Cristo: glorificar al Padre, salvar al
hombre.
Por ambas razones: porque la liturgia es
la fuente primera de salvación, el lugar privilegiado para el encuentro con
Dios en Cristo y para el diálogo con Dios, que ha venido a buscar al
monasterio; y porque la
Iglesia le
ha elegido para cantar en su nombre el Cántico nuevo, el monje se siente
gozosamente obligado a dedicar lo mejor de sus energías y de su tiempo e
ilusión a celebrar la liturgia.
Una comunidad monástica es como una
Iglesia en pequeño: fraterna, misionera, llena de esperanza, liberadora; pero
también una comunidad orante, más intensa y significativamente orante -en
particular con la
Liturgia de
las Horas-, aunque también entren en su jornada y espiritualidad otras
modalidades de oración, tanto personal como comunitaria. “Del mismo modo que la
vocación es una gracia de Dios, así nuestra posibilidad de orar no nos viene de
nosotros mismos, sino del Espíritu Santo, por el cual clamamos: Abba, Padre. Con la frecuencia
de los sacramentos y, de modo especial, en la celebración cotidiana de la
Eucaristía , va aumentando asiduamente en
nosotros la vida de la gracia, y nuestra oración se une sacramentalmente a los
actos salvíficos de Cristo”[15].
El Concilio había apuntado en esta
dirección cuando afirmó que los religiosos “deben cultivar con asiduo empeño el
espíritu de oración y la oración misma, bebiendo en las genuinas fuentes de la
espiritualidad cristiana”[16]. Aunque no se
nombrara entonces todavía de modo explícito la
Liturgia de
las Horas (eso se vio con mayor claridad en la evolución posterior), sí se
decía que, sobre todo las comunidades contemplativas, “ofrecen a Dios un eximio
sacrificio de alabanzas”[17].
No se entiende una comunidad de personas
consagradas a Dios sin que sea una comunidad orante, como una fotografía en
pequeño de lo que es y quiere ser toda la
Iglesia : abierta a Dios y a su Palabra,
dedicada a la caridad, pero también a la alabanza de Dios y a la intercesión
orante por todo el mundo.
La acción litúrgica es la expresión del
misterio central de la economía redentora: el misterio de Cristo.
El Opus
Dei monástico es la actividad
privilegiada en un monasterio cisterciense; es, además, el elemento más
característico de su espiritualidad. Una espiritualidad objetiva que, mediante
la celebración litúrgica, actualiza cíclicamente la
Historia de la
Salvación , así como una espiritualidad
dialogal y contemplativa, que se actualiza principalmente en la oración,
mediante la
Palabra de
Dios, y continuando con la oración silenciosa por la que el monje es conducido
a la contemplación, cara a cara y cada vez más intensa, de la
Gloria de
Dios, hasta ser transformado en su imagen con resplandor creciente”[18]. Una
espiritualidad que tiene como meta la revelación al mundo del amor de Dios y
que es espiritualidad de comunión. Por esta razón, el monje manifiesta,
efectivamente, la autenticidad de su vocación “si es solícito para el Opus Dei”[19], si consiente en
matricularse en la “escuela del servicio divino”[20], en la que
asistir al Opus Dei es un privilegio y fuente de vida, y
no una obligación.
Y para vivir en medio de los hombres,
amando como Cristo nos ama, como amaron los santos testigos de Cristo, para
vivir con este amor cristiano que es don de Dios derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo, necesitamos de la
Eucaristía , Sacramentum Caritatis, como la
ha llamado el Papa Benedicto XVI[21]. De ahí brotará
todo el dinamismo de caridad, con el que celebraremos bien la liturgia y la
viviremos con coherencia.
Cada vez son más los cristianos que
sintonizan con la afirmación del Concilio Vaticano II: “Ya que ellos -los
contemplativos- ofrecen a Dios el excelente sacrificio de la alabanza,
enriquecen al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad, arrastran con
su ejemplo y dilatan las obras apostólicas con una fecundidad misteriosa; de
este modo, son el honor de la
Iglesia y
torrente de gracias celestiales”[22]. La perenne
actualidad de la misión particular del monje aparece, sobre todo, cuando se la
confronta con la misión universal de la
Iglesia.
III. CONCLUSIÓN
No existe una “liturgia monástica”, como
no existe una liturgia benedictina-cisterciense, ni ha existido nunca; existe
un modo monástico o benedictino-cisterciense de celebrar la sagrada liturgia.
Porque la liturgia pertenece a la
Iglesia , y es pensada, actuada y vivida para
todos los cristianos. Los monjes no nos apartamos de la liturgia de la
Iglesia , sino que más bien nos aprovechamos de
ella y vivimos de ella, puesto que la liturgia es de la
Iglesia.
La liturgia monástica -aun conservando su ritmo y procurando
hacer oportunas adaptaciones pastorales, como es justo esperar de un monasterio
que desea ser, en su medio ambiente, fermento de vida-, ha de estar abierta a
todos los que desean participar en ella. Se trata de una apertura acogedora,
que permita a los de fuera integrarse en la actual comunidad orante. Y como
dice nuestra Declaración: “…Hemos de procurar que la actividad litúrgica de
nuestros monasterios, sea como una luz ardiente y brillante que se difunda por la
Iglesia local;
que nuestras celebraciones inviten a los fieles vecinos a una participación
activa, y ofrezcan al pueblo cristiano una fuente abundante para su vida espiritual”[23]. Esta apertura y
su dosificación dependerá de la situación concreta de cada monasterio.
La liturgia en los monasterios de hoy debe
ser una liturgia que refleje el espíritu y la letra de los libros litúrgicos,
renovados tras la reforma litúrgica. Sin nostalgias ni vueltas a un pasado
romántico, los monasterios estuvieron en la vanguardia del movimiento litúrgico
y, en línea con ello, debemos continuar siendo lugares donde se celebra y se
vive la liturgia de hoy con el espíritu de siempre.
Todos los monasterios tienen sus puertas
abiertas a su tesoro más precioso: su oración litúrgica; de modo que la oración
de la comunidad que allí vive es compartida con huéspedes y visitantes, que son
introducidos de ese modo en la gran oración de la
Iglesia .
La liturgia no es la única manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de
nuestro corazón. Y quizá lo más bello de ella es su reiteración. Cantar es una
manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón, que
son puestos por Él. Y esto es también válido para todo cristiano.
Benedicto XVI en su viaje apostólico a
Estados Unidos de América, y coincidiendo con la fecha del tercer aniversario
de su pontificado, el 19 de abril, mantenía un caluroso encuentro con los
jóvenes y seminaristas de la ciudad de Nueva York y les recomendaba la vivencia intensa de la
liturgia . Frente al
tópico generalizado de que la liturgia es un lenguaje ininteligible para los
jóvenes, les invita a adentrarse en ese misterio de unión entre el cielo y la
tierra. Es importantísimo
educar a los jóvenes en el lenguaje litúrgico, de modo que puedan llegar a
percibir que “cada vez que los sacramentos son celebrados, Jesús interviene en
nuestra historia”[24]. De este modo,
vemos que la liturgia de la
Iglesia es
un misterio de esperanza para la humanidad: “… ésta es la
verdadera esperanza humana que ofrecemos a cada uno”[25].
Hna. Florinda Panizo
BIBLIOGRAFÍA
[1] Cf. A. M. Altermatt, Les
principes théologiques de la liturgia restaurée par le deuxième Concile du
Vatican. La réforme
liturgique comme táche permanente, in: Ñiturgie (Bulletin de la
C. F. C.)
84 (1993) 2-40, aquí: 5-6.
[2] Benedicto XVI, visita a los monjes cistercienses
de la abadía de Heiligenkreuz, (Austria) 9-IX-2007.
[11] R. Guardini, El
espíritu de la liturgia, c. quinto: La
liturgia como juego. Ediciones Cristiandad, Madrid 2007.
[14] Declaración del Capítulo General de la
Orden Cisterciense del año 2000. Segunda
parte, art. 60.
[21] Cf. Benedicto XI, “Exhortación
Apostólica Postsinodal, Sacramentum caritatis (22-2-2007)”: AAS 99 (2007),
pp.140-141
[24] Encuentro de Su Santidad Benedicto XVI
con los jóvenes y seminaristas en su viaje a USA, 19 de abril de 2008.
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