"No anteponer nada a la Obra de Dio" RB |
I. LA LITURGIA BENEDICTINA EN EL SIGLO XII
Una de las innovaciones de Cluny fue el desequilibrio entre el ora et labora de la Regla Benedictina.
A finales del siglo XI y principios del siglo XII se detecta en
Occidente una gran sed espiritual y una inmensa generosidad en el seguimiento
de Cristo. Muchas vocaciones, a quienes no satisfacía en absoluto el género de
vida practicado en los monasterios tradicionales, las absorbió el movimiento
eremítico.
A partir del siglo XII el único “ordo monasticus” se dividió en dos grandes familias según el color
de su hábito: los monjes negros o Benedictinos y los monjes blancos o Cistercienses.
1.Monjes negros o
Benedictinos
Los principios del siglo XII fueron especialmente prósperos, no
sólo para Cluny, sino para los monjes negros en general. El monaquismo de
Cluny, representante máximo del espíritu benedictino, resultaba para algunos
demasiado vinculado a los asuntos materiales y para otros excesivamente
preocupados en conferir al ritual una extensión y un esplendor que parecía inapropiado.
Hombres de toda clase y condición, entre ellos algunos obispos,
trocaron el fasto del mundo por la humilde vida de los monjes. Europa entera
está sembrada de casas religiosas, fundadas o reformadas por los cluniacenses,
en las que comunidades monásticas,
verdaderas falanges celestiales, “se aplican día y noche a cantar las alabanzas
divinas”; el profeta -así al menos puede creerse- tuvo que pensar en ellas
cuando dijo: “Dichosos los que viven en tu casa, Señor; te alabarán por los
siglos”[1]. Cluny es la
viña de Dios que, como dicen los salmos, extendió sus sarmientos y produce
frutos abundantes.
Da la impresión, por el conjunto de las fuentes históricas que nos
han llegado, tanto monumentales como escritas -comentarios bíblicos, tratados
espirituales, cartularios, crónicas, Consuetudines-,
de que a lo largo de este siglo, la “tradición benedictina”, esto es, la de los
monjes negros, sigue vigorosa, permitiendo aún a muchos ir a Dios por los caminos
de la ascesis, en una existencia formada, iluminada por la oración litúrgica.
Los cluniacenses no participaron en el movimiento de renovación
que sacude el monacato occidental; no están con los reformadores, como lo
habían estado anteriormente, sino con los conservadores. Se les confían abadías
para que introduzcan en ellas su observancia, pero por lo general se trata de
monasterios en crisis
Se aferran obstinadamente a su papel de oratores. Como en los viejos tiempos de Carlomagno y Ludovico Pío,
los monjes negros en general cifran su utilidad y su gloria en el papel de
intercesores que se les había asignado, en ser ante el trono del Altísimo los
cortesanos patentados que dedican lo mejor de su tiempo y de sus fuerzas a la
alabanza divina. “Ser cluniacense significaba a la vez un honor, una
salvaguarda y una garantía”[2].
La abadía parisiense de Saint-Denis, bajo el régimen del Abad
Suger, se nos presenta como símbolo y paradigma de este monacato, que se
consideraba ante todo como parte principalísima de la corte del Rey de la Gloria[3]. La Iglesia de
Saint-Denis procedía de la tradición carolingia; era compacta, oscura, había
que transformarla en un edificio luminoso. A Suger le encantaba la luz, el
brillo, el oro, la plata, por razones teológicas. Las gemas, los cristales, todas
las materias traslúcidas que habían fascinado a los jefes bárbaros, fascinaban
ahora a los grandes señores del monacato. “La
liturgia y la mística justificaban su uso”.
El Abad Suger se
mantuvo firme en su convicción de que Dios merece lo mejor y que los elementos
más nobles deben servir para realzar la celebración eucarística; que por medio
de la belleza sensible, el alma adormecida se eleva a la auténtica Belleza; que
las piedras preciosas, símbolos de las virtudes, ayudan al hombre a remontarse
hasta el esplendor del Creador.
2.Luces y sombras
El panorama del monacato tradicional, tan luminoso a principios
del siglo XII, se fue ensombreciendo más y más, sobre todo en su segunda mitad.
Alcanzada la cúspide, empezó el descenso.
No se detectaban hechos escandalosos, ni se puede afirmar,
generalmente, que la disciplina estuviera por los suelos. Más que de
decadencia, tenemos que hablar de falta de dinamismo, de rutina, de desilusión,
de tibieza, de dejadez, de modorra, de cansancio. Acaso se había insistido
demasiado -y se seguía insistiendo- en ciertos temas: el paraíso del claustro, la
Jerusalén celestial establecida en la tierra, la vida monástica pareja -si no
igual- a la vida de los ángeles. No se puede idealizar en exceso si no se quiere
caer en la evasión, tomando al pie de la letra lo que no son más que imágenes,
metáforas y analogías; las evasiones son efímeras. En vano se pretende huir de
la condición humana, débil y pecadora.
Se ha dicho y redicho que los cluniacenses tuvieron bastante
pronto, por su única y verdadera función, la celebración de la liturgia, y que
en lo demás, aun llevando una vida digna, no podían aspirar a ser dechado de
perfección monástica. Cluny -el monacato negro en general- conservó la idea
básica de los carolingios: el monje es esencialmente un orador, el hombre que ora, el intercesor por antonomasia. Todo lo
demás gira en torno y en función de este concepto. Ahora bien, los abades,
cluniacenses o no, quisieron mantenerlo a toda costa. Librar la salmodia de la
Regla benedictina de las añadiduras que a lo largo de varios siglos la habían
desfigurado, les parecía una especie de sacrilegio. Pedro el Venerable procuró
aligerar un poco el peso que soportaba el coro monástico en las solemnidades.
Los abades de la provincia de Reims, al parecer, tomaron a este respecto medidas
bastantes más drásticas, pero, por lo general, las cosas siguieron como
estaban. Los “santos abades” de Cluny y sus Consuetudines
tuvieron más peso que San Benito y su Regla. Pedro el Venerable habla del
“tedio de la prolijidad” de la salmodia.
Las quejas, cada vez más numerosas, que monjes y valerosos se
atrevieron a formular, cayeron en saco roto. Uno de ellos, anónimo autor de una
Reprehensio, afirma que en las
solemnidades pasaban “casi toda la noche en el coro, en el que permanecían hasta la hora de nona del día
siguiente”[4]. Boto de
Prüfening, en un tratado dirigido al papa cisterciense Eugenio III sobre la
reforma de la Iglesia, escribe: El canto,
en los monasterios, es “continuo”, sólo se interrumpe de vez en cuando por un
momento (ad momentum), mientras se priva a los monjes de practicar los restantes
ejercicios espirituales, a saber, la lectura, la meditación y el trabajo, “con
los que el cuerpo podría ejercitarse y el espíritu hacer grandes progresos”[5]. No era la
falta de fervor, sino todo lo contrario, lo que animaba a los contestatarios.
Los hay que, como los cistercienses, sueñan con volver a la pureza de la Regla.
“Benito, nuestro santo maestro, para evitar el tedio determinó los tiempos de
salmodiar, leer y trabajar a lo largo de la jornada, con tanta moderación y
discreción, que los seguidores de su Regla no tuvieran motivo de expresar ninguna
queja”[6]. Pero nada, o
muy poco, se cambió, con evidente perjuicio del espíritu religioso. Porque no
sólo -como observa Giovanni Lunardi- “la permanencia casi continua en la
Iglesia, la recitación de innumerables salmos, la lucha violenta contra el
sueño, el canto casi ininterrumpido debían causar mucho sufrimiento a la
naturaleza humana”[7], sino que se
llegó a creer que “el monje que recitaba el oficio entero y correctamente
cumplía con su deber, aunque no estuviera siempre presente en su corazón”[8]. Esta era,
precisamente, la trampa en que cayeron no pocos monjes: creían orar mucho,
cuando en realidad oraban poco o tal vez nada.
Las Consuetudines y, con
ellas, los dogmas monásticos de Cluny, habían penetrado prácticamente en todas
las casas de monjes negros. En todas ellas, salvo excepción, se habían
confundido Opus Dei y opus manuum. El
verdadero y agotador trabajo de la comunidad, consistía en la celebración larga
y solemne del culto divino. Al aferrarse a sus costumbres sin ceder un ápice,
los monjes negros se condenaban a perecer -y ser- anacrónicos, hombres de otros
tiempos. El inmovilismo no es vida, es muerte. Muere el espíritu de iniciativa,
se debilita el fervor. Cluny ya no es la capital espiritual y cultural de otros
tiempos. Desde que concluye el abadiato de Pedro el Venerable, el crecimiento
se para. “A pesar de las apariencias, la Orden de Cluny es, hacia 1160, una
orden de segundo plano”[9]. La elegía que
compuso unos decenios más adelante otro Abad ilustre, Pedro de Celle, tiene
acentos definitivos: “¡Oh señores, oh hermanos, oh hijos de Cluny!... Se
entibió y se marchitó tanto fervor”[10].
3.Monjes blancos o
Cistercienses
Los monjes blancos por excelencia fueron los cistercienses, que
aparecieron cuando estaba a punto de expirar el siglo XI.
Al cabo de dos decenios ya se hablaba muchísimo de ellos, de su
peculiar manera de entender la vida religiosa: se habían convertido en tema de
controversia. Entretanto, se multiplicaron y avanzaban impertérritos en todos
los frentes. A mediados del siglo XII ya se habían propagado por todo el
Occidente europeo y Bernardo de Claraval descollaba poderosamente entre todos
sus contemporáneos, como oráculo, árbitro y guía de la Iglesia y la sociedad.
Al ponerse en evidencia las llagas que afeaban -según San Bernardo
en su Apología-, a los monjes negros, resaltaba al mismo tiempo la belleza
incomparable del ideal monástico “puro” que él defendía y que encarnaban los
monjes blancos del Císter. En la Apología “San Bernardo contrasta, con su
estilo magistral y su fuerza arrolladora, a los monjes negros, ricos, pomposos
y comodones, con los cistercienses, heraldos del nuevo monacato, profundamente
reformado según los ideales gregorianos: pobres con Cristo pobre, viviendo del
fruto de su propio trabajo manual, como los apóstoles; separados del mundo y
sin ningún interés por él; parcos en el vestir y en todo lo que usan; moderados
en el comer y beber; modestos en sus viviendas; sencillos y austeros, sobre
todo en sus servicios litúrgicos,
acercándose al exceso únicamente en materia de ascesis”[11].
Se ha dicho que los cistercienses trabajaban como campesinos y
luchaban como caballeros; pero su ordo,
el primero de los tres, era el de los que oran. Como todos los monjes y todos
los clérigos, tenían un cometido especial en la sociedad: el de orar. Los monjes blancos no pudieron
-o no quisieron- desentenderse de un esquema que los clasificaba
definitivamente. Lo aceptaron a su manera: eran oratores. Pero no porque la oración fuera la razón de ser de su
existencia, sino porque conforme a la Regla de San Benito, ocupaba en ella un
lugar privilegiado: “Nada se anteponga a la obra de Dios”[12].
Los monjes blancos trabajan, leen y oran. Se esmeran en orar bien.
La celebración de la liturgia es el centro de sus días y de sus vidas. Todas
las proezas ascéticas, todos los atisbos fulgurantes del Espíritu, tienen su
culminación en la liturgia, en el canto coral -preciso, unísono, vigoroso- de
la comunidad de hermanos cuando celebra la “obra de Dios” o la Eucaristía. El
canto del Oficio Divino transforma a los monjes, todavía cubiertos con el sudor
del trabajo, en serafines, y los transporta de las breñas, de la fragua o de la
curtiduría, a las regiones de los ángeles. El monje -como escribe uno de los
mejores estudiosos del tema- “se sentía contento viviendo en una atmósfera sostenida
y ceñida por la liturgia”[13].
Los primeros padres consiguieron restablecer el equilibrio entre
las tres ocupaciones esenciales del monje benedictino: el Opus Dei, la lectio divina
y el opus manuum, y lo consiguieron.
Eliminaron del Oficio Divino todas las añadiduras de salmos, colectas,
letanías, procesiones, etc., que lo desfiguraban, conservando tan sólo la misa
conventual y el oficio de difuntos. La misa conventual diaria, no prevista en la
Regla, era un tesoro espiritual demasiado valioso para echarlo por la borda; el
rezo del oficio de difuntos estaba demasiado arraigado entre los monjes de una
época en que el contacto -real o imaginario- con el mundo de los muertos era
una experiencia de todos los días[14]. Ésta fue la
primera reforma litúrgica de la Orden, que estuvo vigente durante un número
indeterminado de años; fue en este período cuando los libros litúrgicos y el
ritual cisterciense adquirieron su forma característica.
En el espacio de ochenta años se llevaron a cabo otras dos
reformas, lo que bastaría para probar el interés, grande y sostenido, que
manifestaban por celebrar una liturgia cada vez más rica y más adaptada a las
necesidades de los monjes, pues la liturgia brotaba de la vida. Si en la
segunda mitad del siglo XII se fue enriqueciendo -no siempre según criterios
sanos- y se hizo abundante, espléndida, se debía a que correspondía a una nueva
necesidad real. Si en tiempos anteriores había sido más sencilla, también
correspondía a una necesidad real.
La liturgia primitiva de Cîteaux fue extremadamente sobria
-“espartana”, dice Waddell-; sobria en medios materiales, pero indudablemente
rica en frutos espirituales. No había muchas cosas en el monasterio que llamaran
la atención de los monjes, ni siquiera había pinturas sagradas en los muros ni
capiteles historiados; los religiosos podían concentrarse fácilmente en el
sentido profundo de los salmos y en el significado de los pocos ritos que
estaban ejecutando. Todo les invitaba a realizar en sus vidas la consigna de
San Benito: “Que nuestra mente concuerde con nuestra voz”[15].
Los valores cristianos de autenticidad, humildad, pobreza y
sencillez inculcados por la Regla benedictina, repercutieron en la vida de los primeros
cistercienses. Rechazaron toda superfluidad, incluso en la liturgia. Decidieron
suprimir todo lo que da pompa a las ceremonias, todos los objetos litúrgicos demasiado
ricos.
La segunda reforma, que se inició hacia 1147, fue, en gran parte,
una vuelta a los caminos trillados, dejándose de singularidades, aunque
conservando mucho del antiguo espíritu de austeridad, autenticidad y fidelidad
a la Regla[16]. “Nada de novedades
ni ligerezas” -decía San Bernardo-, “sino cosas auténticas y clásicas que
edifiquen a la Iglesia y respiren gravedad eclesial”[17].
La liturgia ocupaba lo mejor del día y parte de la noche. A las
horas adecuadas, se celebraba el Opus Dei
y la misa conventual, según una versión simplificada del rito galicano vigente
en la provincia eclesiástica de Lyon[18]. Los monjes
oraban de pie o de rodillas, nunca enteramente postrados[19], posiblemente
porque era esta una postura de reposo; en realidad, para unos hombres que trabajaban
mucho y andaban escasos de sueño, era una invitación a dormirse. Antes de cada
una de las horas del oficio, a excepción de Completas en que tenía lugar al
final, señalan los Ecclesiastica Officia
la “oración particular”, que comprende el padrenuestro y credo; lo que no
significa que se limitara a su recitación silenciosa[20]. Los monjes
entraban y salían del coro durante los oficios, pero nunca mientras se cantaban
los himnos[21], ni permanecían
fuera de la iglesia durante más de dos salmos, ni salían al mismo tiempo más de
dos hermanos que ocuparan puestos contiguos en el coro[22].
El oficio de difuntos diario, atestiguado por vez primera por
Guillermo de Malmesbury[23], era una
devoción muy enraizada en el mundo monástico; se han notado las semejanzas
entre los sufragios por los difuntos de Cluny y del Císter primitivo[24]. Bajo la
dirección de San Bernardo, se formó una comisión de expertos para reformar el
canto de la Orden según el principio de simplicidad y austeridad. La devoción a
la Virgen María iba abriéndose paso poco a poco en la liturgia: la misa
conventual de los sábados era la de la Virgen[25]; en todas las
misas debía recitarse una colecta mariana[26]; todos los días
se hacía conmemoración de María en Laudes y Vísperas[27]. Un pasaje de
la vida de Christian de l’Aumône atestigua que los cistercienses, a mediados
del siglo XII, todavía recitaban el oficio cotidiano de la Virgen en privado[28]. En 1157 se
prescribió para los que estaban de viaje o trabajaban en las granjas; en 1185
su recitación se hizo obligatoria en las enfermerías; sólo en 1373 se impuso a
todas las comunidades: las horas del oficio de la Virgen debían preceder en el
coro las respectivas horas del Oficio Divino. Es probable, con todo, que se
celebrara el oficio diario de la Virgen en algunos monasterios desde mucho antes[29].
A la lectio divina se le
consagraba todos los días el tiempo señalado por San Benito. Sin embargo, según
todas las posibilidades, no se cumplía con ella como hubiera sido de desear. Es
un ejercicio difícil por diversas razones y en la Edad Media lo era mucho más.
Los jóvenes a veces carecían de la cultura necesaria para sacar provecho de lo
que leían penosamente, otros ni siquiera sabían leer; como pronunciaban lo que
leían, se estorbaban mutuamente; los libros escaseaban y eran de difícil
manejo. Por eso, no debe maravillarnos que fuera precisamente durante la lectio cuando se les permitía celebrar
misas públicas. Es significativa esta norma: “si alguno se cubre la cabeza
mientras lee, póngase la capucha de tal modo que pueda verse si está durmiendo”[30]. Los Ecclesiastica Officia reglamentaban las
misas privadas, que se celebraban antes de tercia; al monje que deseaba
“cantar” misa, debían asistirle “dos testigos, uno de ellos clérigo que pueda
ayudarle”[31]. Desde los
orígenes hasta 1261, los cistercienses comulgaron bajo las dos especies de pan
y vino; tomaban este último sirviéndose de una cánula[32].
II. LAS PRINCIPALES REFORMAS
LITÚRGICAS CISTERCIENSES A TRAVÉS DE LA HISTORIA
1.El Císter como reforma benedictina
Hacia 1097-1098, Roberto, Abad de Molesme, en la diócesis de Langres,
abandona su monasterio al frente de veinte monjes para fundar, en la diócesis
de Chalón, el monasterio de Cîteaux. Roberto fue el verdadero caudillo de la
reforma cisterciense; tuvo que regresar a Molesme porque se lo mandaron sus
superiores. De este modo la historia restituye a San Roberto “la entera paternidad
de la fundación de Cîteaux, que sólo los acontecimientos no le permitieron
llevar personal y perfectamente a término.
Más adelante cundió el ejemplo del abad. Cuatro monjes -entre
ellos Alberico y Esteban- aspiran “al combate singular del desierto”:
abandonaron el monasterio para retirarse al lugar de Vinicius. El obispo de
Langres, su ordinario, de nuevo a instancias de los molesmenses, les mandó volver
bajo pena de excomunión. Pero los cuatro se negaron a obedecer. Huyeron a la
diócesis de Châlon, cuyo obispo les recibió de buen grado, y se instalaron en
un bosque solitario llamado Cîteaux.
Bernardo de Claraval fue un contemplativo que en la flor de la
juventud huyó del mundo a encerrarse en un monasterio cisterciense para vivir
sólo para Dios, entregado a la oración y a la penitencia, alejado de todo
ministerio pastoral. Pero en los planes divinos estaba previsto que tuviera una
actividad apostólica intensa y resultara desbordante, por cuanto su alma se
hallase cimentada sobre los dos grandes amores: Cristo y María, que siempre van
unidos en los santos.
Los tres años transcurridos en Císter, en la escuela de Esteban
Harding, fueron suficientes para forjar en Bernardo una espiritualidad sólida
que se iría consolidando en el correr de los años. Sus enseñanzas eran fruto de
la meditación asidua de la Palabra de Dios, por medio de la contemplación de
los misterios de nuestra fe. Cumplía a maravilla el significado del lema
característico de los contemplativos: contemplata
aliis tradere, ofrecer a los demás el fruto de la contemplación. La
doctrina brindada a sus hijos era eso, resultado de la rumia constante de la
Palabra divina, que la convertía en vida propia, y de la fidelidad al soplo del
Espíritu, que se derramaba efusivo en su alma por medio de abundantes gracias.
Por eso sus escritos conservan un frescor perenne y siguen impactando a las
almas que se acercan a ellos.
Císter es una de las reformas más célebres entre las que agitaron
el mundo monástico a lo largo de los siglos X y XI. Gracias a Cluny, fundado en
el 909, el monaquismo benedictino había alcanzado una expansión realmente
extraordinaria.
El siglo XII se ha dicho que es el “siglo de los enamorados”. El
amor es la razón de ser, la clave de toda la vida monástica. Los Padres cistercienses
han estudiado el amor, han expuesto detenidamente los resultados de su
investigación y de su experiencia en tratados especiales. El libro de poemas
titulado el Cantar de los Cantares también
podría denominarse “el libro del amor”. A los espirituales del Císter les gusta
leerlo, paladearlo, investigar sus misterios, interpretarlo “como una crónica
de los desposorios tumultuosos de Dios y del alma humana”[33].
Una de
las características de los cistercienses del siglo XII, no eran las especulaciones
sobre la contemplación y la mística: eran más bien exhortaciones a seguir
penando en el “servicio de Dios” y
progresando en el camino de la virtud, de la oración, hasta llegar a la meta. El realismo es una de las
características de los cistercienses del siglo XII, especialmente de los
ingleses. Sus sermones no eran especulaciones sobre la contemplación y la
mística; eran más bien exhortaciones a seguir penando en el servicio de Dios y
progresando en el camino de la virtud, de la oración, hasta llegar a la meta
Por el conjunto de los documentos primitivos, sabemos que los
cistercienses, aquello que más apreciaban era poder seguir perfectamente la
Regla de San Benito en toda su pureza y su integridad. Se sujetaron fielmente a
las prescripciones de la Regla, sobre todo en lo concerniente a la liturgia
monástica. En el Exordio Parvo
leemos: “Tomando la rectitud de la Regla como norma para seguir todo el curso
de su vida, se conformaron a ella y siguieron sus pasos, tanto para las
observancias eclesiásticas- (eclesiásticas= litúrgicas) como para las otras.
Pues habiendo dejado el hombre viejo
se alegraron de haberse revestido del nuevo[34]. Con
razón escribió el P. J. M. Canivez: “el
principio generador de la fundación de Císter, el principio generador de la
liturgia cisterciense”[35]. Veía en esto
el ideal de los primeros cistercienses: vivir la Regla de San Benito en su
sentido original e integridad era su ideal. Por eso nuestros padres asumieron
íntegramente la liturgia monástica benedictina, tal como la organizan los capítulos
8-20 (y 45, 47, 50, 52) de la Regla, pero ellos lo han hecho en su espíritu, y
es el espíritu de una REFORMA.
2.Císter como una reforma
litúrgica
Los más antiguos documentos conocidos sobre Císter son parte de
una reforma litúrgica muy radical, introducida bajo el abadiato de Alberico en
plena fase de fundación, y terminada bajo el abadiato de Esteban.
El programa de reforma de los padres fundadores de Císter encontró
su plena realización concreta en la reforma litúrgica. Este solo hecho muestra
hasta que punto estimaban ellos la liturgia.
La supresión radical de numerosas incrustaciones de oraciones y de
oficios que, en el transcurso de los siglos -y sobre todo después de Benito de
Aniano, el reformador y “fundador” del monaquismo benedictino-, habían ampliado
el Oficio Divino previsto por la Regla de San Benito, ésta sería la primera
selección, ya que cada día los añadidos representaban un centenar de salmos,
que se añaden a los 37 (39) salmos previstos por la Regla. Los primeros
cistercienses, partiendo del principio de la pureza de la Regla, tenían que
ocasionar un conflicto. La tradición estaba tan anclada, que sobre ciertos
puntos ellos hicieron concesiones al hecho inconmovible. Por ejemplo,
conservaron el oficio diario de difuntos
o también el capítulo diario y,
principalmente, la misa conventual
diaria que no tiene su fundamento en la Regla de San Benito. Un poco más adelante,
introdujeron el Oficio Parvo de la Virgen. Tenemos una alusión a esta ruptura
de la tradición en el capítulo Exordio Parvo
cuando dice: “Ellos han roto los usos (Consuetudines)
de ciertos monasterios, juzgándose
demasiado débiles para llevar un peso tan grande”[36].
3.Etapas de la primera reforma
litúrgica cisterciense
Uno de
los primeros documentos referentes a la liturgia de Císter es una larga carta
dirigida al Abad benedictino Lambert de Pothières al Abad Alberico de Císter[37]. La fuerza de este
texto que Alberico había dirigido a este sabio gramático para pedirle cómo
acentuar y comprender correctamente ciertas palabras del salterio latino, se reconoce
ya allí la fuente de la autenticidad de los textos y de un justo desarrollo de
las celebraciones litúrgicas que caracteriza los primeros cistercienses.
La revisión de la Biblia
latina, fue una primera e importante etapa de la reforma litúrgica,
emprendida muy verosímilmente bajo el abadiato de Alberico, continuada y acabada
por Esteban. Se sabe que para este trabajo fueron consultados algunos rabinos.
Fue un trabajo pesado que duró poco más de diez años, desde 1099 a 1109. Vista
la importancia primordial de la Biblia, de la Palabra de Dios, para la celebración
de la liturgia y para la vida monástica, se comprende que la obra de reforma de
los cistercienses invirtiera tanto para obtener un texto tan fiable y auténtico
de la Biblia como fuera posible. El fin de esta revisión de la Biblia de San Esteban Harding y su
método, casi moderno y científico, son expuestos por Esteban en su Prólogo a
Monitum[38].
Los cistercienses adoptaron el himnario ambrosiano de Milán hacia
1108-1113. Se esforzaron en esto por seguir fielmente la Regla de San Benito,
que en muchas ocasiones utiliza el término “ambrosiano” en lugar de la palabra
“himno”.Y, como el autor de estos himnos es San Ambrosio, obispo de Milán, es
allí que nuestros fundadores fueron a a buscar los himnos para Císter. Lo
sabemos de manera cierta por el Prologo o Monitum del Himnario cisterciense
escrito por San Esteban[39].
Entre 1108 y 1113 los primeros cistercienses copiaron en Metz sus libros litúrgicos de canto (gradual y antifonario), e introdujeron
en Císter la tradición musical de Metz. Esta ciudad tenía entonces la
reputación de conservar una de las tradiciones más antiguas de canto gregoriano,
siendo esto lo que incitó a nuestros Padres a acercarse allí[40].
Según el P. Crisógono Waddell, OCSO, que ha estudiado estas
cuestiones de una manera profunda, los monjes enviados a Roma a fin de obtener
del Papa Pascual II el “Privilegio romano”, trajeron de allí, a Cîteaux, el Sacramentario gregoriano (Misal)[41]
Así en el curso de los años que van de 1099 a 1133, final del abadiato
de Esteban, se constituyó lo que podría llamar “liturgia cisterciense”. Con el correr de los años, la práctica
monástica y litúrgica del primitivo Císter ha sido fijada por escrito y
regulada hasta los mínimos detalles, lo que ha dado las Consuetudines, llamadas
en nuestra tradición los Ecclesiastica
Officia. Después de 1989, tenemos de ellas una magnífica edición
latinofrancesa, dotada de notas substanciales y de índices[42]. Al lado de los Ecclesiastica Officia, uno de los
testimonios más completos de la primera reforma litúrgica de Císter es el libro
denominado Breviario de San Esteban Harding (hacia 1132), descubierto en 1939
en Berlín por el P. Konrad Koch (O. C.) Sobre la vida
litúrgica de los fundadores de Císter, estas son las obras que nos dan una
buena información.
Efectuada esta reforma litúrgica durante la fase de fundación, en
los primeros años de Císter, cuando la comunidad era prácticamente poco
numerosa, uno queda maravillado y se valora aún más el gasto considerable de
fuerzas y de tiempo que esto exigió, si pensamos por ejemplo en los largos viajes (a Milán, Roma, Metz). Toda
esta reforma de la liturgia, en los inicios de Císter, demuestra hasta qué
punto la liturgia era importante para nuestros Padres.
Císter comenzó a realizar su ideal con una reforma radical de la
liturgia monástica benedictina heredada del pasado. En la reforma litúrgica se
encuentra pues aplicada, de manera ejemplar, el ideal de reforma específica de
los primeros cistercienses, y los cuatro principios que se distinguen
claramente en esta reforma litúrgica son cuatro
principios que inspiran toda la reforma cisterciense.
El primer principio, muy determinante, es el de la “integritas
regulae”, la determinación de seguir integralmente la Regla de San Benito.
El segundo principio es el de la autenticidad, la preocupación por la verdad de los textos, de su
fiabilidad, pero también, más genéricamente, la preocupación por la autenticidad
de la vida monástica en todo lo que la constituye. Debe desarrollarse todo
según las reglas (del arte). San Bernardo, en el prólogo al Antifonario, rinde
testimonio a los Padres fundadores de Císter: “Ellos han velado con un religioso celo a no cantar para la alabanza
divina más que los fragmentos reconocidos más auténticos”[43].
El tercer principio,
que hemos considerado hasta nuestros días como la tendencia, quizá, la más
típica del monaquismo cisterciense, es el de la simplicidad. Los cistercienses, principalmente sobre este punto,
eran “hijos de su tiempo”, estaban sensibilizados por la llamada a la simplicidad
y a la pobreza entrada en la Iglesia en los siglos XI y XII por los influyentes
movimientos de pobreza evangélica -vida evangélica y apostólica- que querían seguir pobres a Cristo pobre[44]. No se traducía
solamente el principio de simplicidad por un “estilo de celebración” litúrgica
simple, sino también por el despojamiento del arte sagrado y de la arquitectura
de las iglesias concerniente a la simplicidad de los cálices y a los ornamentos
litúrgicos. En el capítulo XVII del Exordium
Parvum (reúne una suma de decisiones de los capítulos generales) son
introducidas por esta frase: “Velaron después para que en la casa de Dios,
donde ellos deseaban servir a Dios con devoción día y noche, no hubiera nada
que oliera a ostentación (soberbia) o superflua vanidad (superfluitas), nada que algún día pusiera en peligro la pobreza (paupertas), guardiana de las virtudes,
que ellos habían escogido de manera espontánea”[45]. Para los
primeros cistercienses, no se trataba de cosas exteriores sino de interioridad. Si se la compara con la
liturgia monástica benedictina contemporánea del siglo XII, la voluntad hacia
la reducción[46], constatada en la
arquitectura de los monasterios cistercienses, se verifica igualmente en todo
el campo de la liturgia.
El cuarto principio es
el de la unidad. Amor, unidad y paz:
estas fueron las columnas sobre las que se edificó Císter, como lo testimonia la
Carta de caridad. Una de sus máximas
más típicas dice: “…nuestra voluntad es
que tengan voluntad de vivir una sola
caridad, bajo una sola Regla y según una manera semejante”[47]. La Carta de
caridad concretiza después esto para lo que hace relación a la liturgia: “… que ellos tengan el modo de vida, el canon y todos
los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas, como para las misas,
conforme al modo de vida y a los libros del Nuevo Monasterio[48].
Los libros, que deben ser en todas partes los mismos, son
numerados en un estatuto del Capítulo General. Y son: el misal, el texto de los
evangelios, el epistolario, el colectáneo, el gradual, el antifonario, el
himno, el salterio, el leccionario, la regla y el martirologio[49]. Esto indica la alta estima de los primeros cistercienses por la liturgia. En toda la Edad Media es
difícil hallar una orden religiosa que hubiera concedido tanto valor a la
unidad, a la concordia y también a la uniformidad, que no lo hayan tenido los
cistercienses. Esta es una constatación continua para los siglos posteriores
hasta una época reciente. Hacia 1180-1186 -según la última constatación del P.
Crisógono Waddel-, los cistercienses han creado un manuscrito-tipo, código
litúrgico que obligaba a toda la orden, conocido como el Manuscrito 114 de la
Biblioteca municipal de Dijón[50], y siguiendo
con este “ejemplar”, que todos los libros litúrgicos de la orden debían ser
copiados o corregidos.
Es
verdad que el ideal de la uniformidad no ha podido ser realizado en su
radicalidad, por razón de la expansión de la Orden, por el crecimiento de sus
casas y también por la expansión geográfica y cultural.
Los
estudios emprendidos actualmente demuestran que, en la práctica, los principios
de reforma tan estrictos de los primeros Cistercienses, no han podido ser
aplicados de manera absoluta mucho tiempo ni en todas partes, y pronto se
debieron hacer concesiones a unas costumbres locales o a corrientes de ideas
contemporáneas.
Pero, a pesar de todo, el espíritu primitivo de nuestros padres ha
permanecido vivo a través de los siglos.
También la primera reforma litúrgica tenía sus límites y estos
aparecieron muy especialmente en el canto, que los primeros cistercienses, en
búsqueda de la tradición más auténtica, habían encontrado en Metz, y que daba
visiblemente lugar a un gran descontento. La tradición musical de Metz era
demasiado fuera de lo acostumbrado y no satisfacía a muchos puntos de vista. Después
de la muerte de Esteban, 1134 -que, manifiestamente, se le había querido manipular-,
el Capítulo General decidió revisar este canto y encargó de ello al Abad de
Claraval, Bernardo. Él confió este trabajo a unos músicos competentes de la
Orden, “los hermanos que se encuentren y que fueran los más hábiles en el arte
y en la práctica del canto”[51].
4. La liturgia: una de las
fuentes principales de espiritualidad y de la literatura cisterciense
Al ser la celebración litúrgica el centro de las tres actividades
principales de la jornada cisterciense-benedictina, ejerce una gran influencia
sobre la espiritualidad y la cultura de los monjes y las monjas. La liturgia es el clima en el que ellos
viven. En sus numerosos trabajos sobre la espiritualidad monástica, Jean Leclercq, OSB, no ha cesado de
decir cómo la liturgia impregna el universo espiritual de los monjes. Lo subraya
particularmente en su libro, “El amor a las letras y el deseo de Dios”[52], hecho ya clásico.
La liturgia era el lugar privilegiado -lo es siempre- donde los monjes y monjas
reencontraron (reencuentran) la Sagrada
Escritura y los escritos de los Padres
de la Iglesia, haciéndola una fuente muy importante de formación monástica.
Jean Leclercq ha demostrado cómo todo, en la vida monástica, se refiere a la
liturgia: arte, arquitectura, poesía aritmética, astronomía y economía. Y él ha
iluminado el parentesco entre “culto” y “cultura” diciendo: “La liturgia ha marcado con su impronta
toda la cultura monástica[53]”. “Los sermones
de San Bernardo son un subsuelo bíblico, un trasfondo litúrgico”, dice Jean Leclercq en su libro San Bernardo y el espíritu cisterciense.
Es una fórmula genial que puede ser aplicada a toda la literatura y
espiritualidad cisterciense de los primeros siglos y de los siglos siguientes.
Siempre ha habido cistercienses para escribir sobre la liturgia. Hay que nombrar, entre ellos,
al cardenal Juan Bona, uno de los pioneros de la ciencia litúrgica.
Entre los escritos de monjes y místicos, la liturgia y los textos
litúrgicos están constantemente presentes, por ejemplo, en las santas de
Helfta: Matilde de Hackebom y Gertrudis la Grande.
El P. Amadeo Hallier, en sus libros sobre San Elredo, “Un educador
monástico” (París, 1959), nos da una buena clave para comprender la concepción
cisterciense de la liturgia y su significado para la vida en el monasterio. Y
se le comprendería mejor entonces, cuando en el monasterio la lectura de la Sagrada Escritura, las predicaciones en el Capítulo y las celebraciones litúrgicas están en conexión
íntima, incorporadas a la unidad viviente. A partir de ahí, se puede
decir que la liturgia era para el monje cisterciense del Medievo un lugar teológico “locus
theologicus”, es decir, una fuente fundamental de su teología y de su
espiritualidad.[54]
5. La
primera y las otras reformas de la liturgia cisterciense: visión de conjunto
El movimiento de reforma benedictino de los
cistercienses -en ningún modo el único en los siglos XI y XII, pero sin embargo
uno de los más importantes y organizados- aplicó poco después de la fundación
de Císter en el año 1098 sus ideas de reforma a la transformación y renovación
de la Liturgia heredada de la tradición monástico-benedictina. Los primeros cistercienses
emprendieron en este sentido, una reforma de la liturgia sistemática y claramente
concebida, quizá verdaderamente la primera “moderna reforma de la liturgia”.
Esta reforma estaba
determinada por los cuatro principios que caracterizan completamente también su
entera obra de reforma. El primero: la observancia integral y genuina de la
Regla de San Benito (es el principio más importante). El segundo: el principio de la autenticidad y veracidad. El tercero: el principio de la
simplicidad y pobreza (una de las grandes aspiraciones de la reforma
gregoriana y de las corrientes de renovación religiosa de entonces). Y el cuarto: el principio de la unidad y caridad.
Ellos -en sustancia- no
crearon nada nuevo, sino que reformaron lo “antiguo” conforme a su nueva visión
según sus criterios e ideales. Todo esto, en base al principio de la Regla y de
la autenticidad, con tales exigencias, podía conducir propiamente a una ruptura
con la tradición.
Los conceptos clave de los
documentos de reforma cisterciense y los fundamentos de sus principios de
reforma son: Razón (ratio), verdad
(veritas), autoridad (auctoritas), naturaleza (natura). Los reformadores de Císter
tomaron en consideración, todavía, un ulterior principio, que en este contexto
puede maravillar: la debilidad de la naturaleza humana, que no debe agotarse ni
en el servicio litúrgico[55].
Esta primera reforma de la
Liturgia de los Cistercienses representaba una empresa muy exigente y
dispendiosa. Requería una buena proyección y perfecta colaboración. También
solicitaba el trabajo de la reforma mucho tiempo, ya que se alargó por treinta
años. Alrededor del año 1130 -según la tradición manuscrita- es datable la
primera reforma de la liturgia, aunque los libros litúrgicos más necesarios en
el tiempo de la fundación de las cuatro primeras Abadías, hijas de Císter,
podían haber sido ya usados en los años 1113-1115. El fundamento de la liturgia
cisterciense se había puesto ya.
Poco después de la muerte
del Abad Esteban Harding -que era el alma de la primera reforma, en el año
1134- tuvo lugar, la segunda reforma
de la Liturgia. Ésta lleva la escritura de Bernardo de Claraval, a
quien fue transmitida por la Orden. La creciente reprobación de la tradición
musical de Metz era el motivo de esta reforma, que los primeros cistercienses,
en su aspiración a la autenticidad, habían adoptado. Las melodías y el texto se
demostraron -según testimonio de Bernardo- “como imperfectas, demasiado simples
y decadentes en casi todo lo que exigían”[56].
Se impuso por lo tanto, una reforma radical, para la cual Bernardo consultó a especialistas, “hermanos
que en el arte y experiencia del canto eran
considerados, de modo especial, bien formados y expertos”[57]. Presupuesto para semejante reforma, era esta vez una teoría
musical que se basaba sobre el principio cisterciense de la ratio, natura y recta canendi
scientia, es decir, las “Regulae de arte música”[58], atribuidas por la investigación actual a un
cierto Guido Von Eu (Guido Augensis), no conocido con exactitud, que debió ser Abad
de Cherlieu. Sobre este fundamento surgió la así llamada “reforma de la música
bernardiana”, el verdadero coral cisterciense, que se ha mantenido hasta hoy
por todos los siglos y que fue estudiado de nuevo por los musicólogos en los
últimos años.
El himnario también sufrió
un cambio. Los himnos “populares”, eliminados en la primera reforma, fueron introducidos,
en gran parte, de nuevo y repartidos entre Tercia y Completas, y los largos
himnos ambrosianos de las Vísperas fueron divididos entre las Vigilias y los Laudes.
Se acogieron también nuevos Oficios y las fiestas de María fueron enriquecidas
con textos del bíblico Cántico de los cánticos, revelando así el influjo de
Bernardo[59]. Esta segunda reforma de la liturgia muestra
los límites de los principios de la reforma (especialmente del principio de autenticidad).
Con la segunda reforma, el momento de la ratio
tiene una función muy importante.
Sobre el año 1180-1182
acaeció aproximadamente la tercera
reforma de la Liturgia que, sin embargo, no es muy importante.
Únicamente se trató de una simplificación y reelaboración de ciertos textos y
formularios litúrgicos, y se introdujo una serie de fiestas en el calendario
cisterciense[60].
La cuarta reforma de la Liturgia, después del Concilio de
Trento (1545-1563), fue más incisiva. Por una parte, bajo la presión de los
monasterios que se cuidaban del cuidado de las almas, especialmente en Italia,
y por el interés a los nuevos libros litúrgicos romanos; y por otra parte, se
llegó a una romanización de la liturgia cisterciense. A la inteligencia del
Abad general, Claude Vaussin, se debe que la Orden no renunció a su propia liturgia,
que después de una larga lucha encontró una solución de compromiso, que comparte
también el título de los nuevos libros de la liturgia cisterciense, por
ejemplo: Breviarium cisterciense justa
Romanum (1656), o también Missale
cisterciensi justa novissimam Romani Recognitum correctionem (1657).
Alrededor de la mitad del
siglo XIX, y después de una larga discusión sobre la legitimidad de la liturgia
propia cisterciense, de nuevo fue confirmada por la Congregación de los Ritos,
y en 1871 por el Papa Pío IX. La Orden de la reforma de los cistercienses de la
Estrecha Observancia -Trapenses-, fundada en 1892, se dedicó de lleno a la
revisión de los libros corales cistercienses contaminados en el curso de los
siglos y los publicó de nuevo en la propia imprenta de la Orden de Westmalle
(Bélgica).
Aconteció esto, sobre todo,
en el siglo XX, y en colaboración con la Orden Cisterciense, los cistercienses
de la Estrecha Observancia se han preocupado mucho por la recuperación de la
antigua liturgia cisterciense. Y se procuró, a propósito, de cuidar y estudiar
de nuevo la primitiva liturgia de los cistercienses, en los monasterios
cistercienses nuevamente abiertos de Boquen (Francia, 1936), Hauterive (Suiza,
1939) y Poblet (España, 1940).
La que ha aportado grandes
cambios después del Concilio Vaticano II (1962-1965), ha sido la quinta y última reforma de la Liturgia.
Las dos Órdenes acogieron plenamente el espíritu de la reforma de la liturgia
Renunciaron, en principio, al antiguo rito cisterciense y adoptaron para la
Celebración de la Eucaristía y de los Sacramentos los libros oficiales romanos,
con las correspondientes adaptaciones. Respecto a la Liturgia de las Horas,
todos los monasterios han pasado del Oficio íntegro benedictino a formas nuevas
simplificadas de la Liturgia de las Horas monásticas. Este paso significó por
primera vez, en la historia del monacato benedictino y cisterciense, la ruptura
con una secular tradición, y para los cistercienses, la renuncia del principio,
tan determinante para los Padres fundadores, de la integritas Regulae. Este principio de la unidad, tan importante
para los primeros cistercienses, ha perdido completamente su valor, aunque aún
hoy entre las competencias del Capítulo General está el de reforzar la unidad.
Los otros dos principios de la reforma de la liturgia primitiva cisterciense -autenticidad
y simplicidad-, eran criterios válidos en la renovación de la liturgia exigida
por el Vaticano II. El Ritual
Cisterciense es uno de los más bellos frutos de la quinta reforma de la
liturgia cisterciense[61]. El Ritual Cisterciense fue aprobado en el
año 1995 por la Congregación para el Culto Divino: una síntesis lograda de
conservación de la liturgia propia cisterciense y de la necesaria adaptación al
tiempo de hoy y a la liturgia de la Iglesia entera.
Hna. Florinda panizo
[1] Sal, 83,5.
[2] D. Knowles, La
Iglesia en la
Edad Media , (Nueva historia de la Iglesia …, t. 2, Madrid
1997), p. 203.
[3] Para Suger y su obra artística puede verse: M. Aubert, Suger (Saint-Wandrille 1950); J. Leclerq, Comment fut construit Saint-Denis (París 1945); G. Duby, Tiempo de catedrales. El arte y la sociedad, Barcelona 1983, pp.129-136.
[4] Revue bénédictine (Maredsous) 46 (1934) 326.
[5] Cf.
De domo Dei 3: Maxima Bibliotheca Patrum 21, 502.
[6] Ibid.
[7] Cf. M. Magrassi, La preghiera a Cluny e a Cîteaux, Edi.
Ancora, Milano 1973, p. 682.
[9] Cf. M. Pacaut, L’Ordre de Cluny, París 1986, p.405.
[10] Cf. Ep. 159: PL 202,603.
[11] L. J. Lekai, Los cistercienses, Editorial Herder,
Barcelona 1987, p. 36.
[13] Chr. Waddell, La experiencia litúrgica de los primeros
cistercienses, Cistercium 44 (1992) 225.
[14] Los domingos y fiestas de guardar tenían los cistercienses dos misas
conventuales. En cambio, cuando el trabajo era excesivo, la comunidad se dirigía
al trabajo y sólo los achacosos y ancianos asistían a la misa conventual.
[15] RB 19,7.
[16] Chr. Waddell, La experiencia litúrgica de los primeros
cistercienses, Cistercium 44 (1992) 212-213.
[17] Ep. 398, 2.
[18] Descripción minuciosa de la
Misa conventual de los días festivos: EO 53,1-148; de los días feriales, con un solo ministro: EO 54,1-17.
[19] J. M. Canivez, Le rite cistercien. Ephemerides
Liturgicae 63 (1949) 1,32.
[20] EO, p. 407-408.
[21] Ibid., 106, 9.
[22] Ibid., 69,6.
[23] De gestis regué Anglorum
4,336. Adviértase que Guillermo sólo habla de “la vigilia” de difuntos, no del
oficio entero.
[24] Cf. Nota 60.
[27] Ibid., 91-92.
[28] J. Leclerq, Le texte complet de la vie de Christian de
l’Aumône, en Analecta Bolandiana 71 (1953) 41.
[29] L. J. Lekai, Los cistercienses: Ideales y realidad, Editorial
Herder, Barcelona 1987, p. 334.
[30] EO 71,8.
[31] Ibid., 59, 10-15.
[32] L. J. Lekai, Los cistercienses: Ideales y realidad, Editorial
Herder, Barcelona 1987, p. 335.
[34] Ef. 4,22-24; Col 3,9-10; Orígenes cistercienses, p. 62.
[35] J. M. Canivez, Le rite cistercien. Ephemerides
Liturgicae 63 (1949) 276-311.
[36] EP, Cap. XII.
[37] Edición de esta carta: J.
Marilier: Chartes et documents
concemant l’abbaye de Cîteaux (1098-1182). Rome 1961 (=Biblioteca
cisterciensis, vol 1), 41-46 (nº 17).
[38] Orígenes cistercienses,
137-140; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe,
210-213.
[39] Orígenes cistercienses,
141-143; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe
208-209.
[40] A. M.
Altermatt, Die erste Litrugierefom
in Cîteaux, 132-133, 142; C. Waddell,
The Origin and Early Evolution of the
Cistercian Antiphonary in Memory of Thomas Merton. Par M. B. Pennington,
Spencer 1970.
[41] Cf. C.
Waddell, The Early Cistercian
Experience of Liturgy. Rule and Life. An Interdisciplinary Symposium. Por
M. B. Pennington, Spencer 1971.
[42] Cf. D.
Choiselet/ P. Vemet, Les “Ecclesiastica
Oficia” cisterciens du XIIème siècle. Texte latin selon les manuscrits edites de Trente 1711, Ljubjana 31 et Dijon 114. Versión
Francesa, Reiningue 1989 (La documentatation cistercienne, vol. 22).
[43] Cf. La Summa Carta Caritatis, chap
4; Exordium Parvum, prologue, Origines cisterciennes. Les plus
anciens textes, París 1998, pp.145, 147.
[44] Cf. Exordium Parvum, cap. 15, 9; ibid. 64; H. Brem/A. M. Altermatt, Ed. Einmütig in der Liebe 88/89.
Cf. E. Werner, Pauperes
Cristi. Studiun zu sozialreligiösen Bewegungen im Zeitalter des Reform-papsttums.
Darmstadt , 3
1970.
[45] Exordium Parvum, cap. XVII, Orígenes
cistercienses. Los textos más antiguos. París, Cerf, 1998, pp. 66-67.
[47] Carta queratitis prior, c;
III, Orígenes cistercienses, París 1998, p. 89.
[48] Ibid.
[49] Cf. Decisiones capitulares nº X, Orígenes cistercienses nº IX, Los primeros cistercienses, p. 126.
[50] Cf. C. Waddell, Narrative and
Legislative Texts from Early Cîteaux, ed. C. Waddell, Cîteaux, 1999, p. 412. 2.
[51] Cf. Bernard
Von Clairvaux, Prologue à
l’antiphonaire cistercien. Cf. M.
Kunzler, Die liturgie der Kiirche
1995 (=AMATECA. Lehrbücher zur
kattholischen Theologie, vol. X, 35-39. En français: M. Kunzler, La lirturgie de l'Eglise, Luxembourg-Paris 1997
[52] J. Leclercq, El amor a las letras y el deseo de Dios.
Introducción a los autores monásticos de la
Edad Media , Ediciones Sígueme, Salamanca
2009.
[53].Ibid,
233 ss.; 236 ss.
[54] Cf. G.
Wainwright, Der Gottesdienst als
“locus theologicus”; Der Gottesdienst
als Quelle und Thema der Liturgie. Kerygma und Dogma, 28 (1982 248-258; G. Lukken, La liturgie comme lieu théologique irremplaçable. Questions liturgiques 56 (1975) 95-112.
[55] Cf. Le chap. 70, Ecclesiastica Officia; Cf. P. Schepens, L’office du Chapitre à Prime. Recherches de science religieuse 11 (1921) 222-227.
[56] Cf. A.
M. Altermatt, Die erste
Litugiereform in Cîteaux, 132-133,142; C.
Waddell. The Origin and Early Evolution of the
Cistercian Antiphonary in Memory of Thomas Merton. Éd: M. B. Pennington,
Spencer 1970.
[57] Ibid.
[58] Edición traducción francesa e introducción: C. Maître, La réforme cistercienne du plain-chant, 108-223 (Edición). Para cuatro
ulteriores documentos en el campo de esta reforma de la música cfr. Ebd. 65-69;
C. Schweizer, Zisterziensische
Choralreform, 145.
[59] Cf. C.
Waddell, Chant cistercien et
liturgia, in: Bernard de Clairvaux. Cf. A. De Vogüe, Septies in die laudem dixi tibi. Aux origines de l’ínterprétation dún
texte psalmique, in: Regula Sancti Benedicto Studia ¾ (1975) 1-5. R. Locatelli, 287-306, especialmente: 300-303.
[60] Cf. C.
Waddell, The Early Cistercian Experience of Liturgy, pp. 99-100. Cf. Summa Carta Caritatis, chap 4; Exordium
Parvum, prologue, Origines
cisterciennes. Les plus anciens textes, París 1998, 101, 44; H. Brem/A. M. Altermatt (ed.), Einmütig in der
Liebe. Die frühesten Quellentex te von
Cîteaux, Langwaden-Brepols 1998 (=Quellen und Studien zur Zisterzienserliteratur,
vol 1) 40,60.
[61] Cf. Rituale cisterciense iuxta statuta Capituli generalis sive O.
Cist. Sive O. C. S. O. necnon decreta sive generalia sive particularia
Congregationis de Cultu Divini et disciplina sacramentorum post Concilium
Vaticanum II, Langwaden, 1998.
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