I.
INTRODUCCIÓN
1. Etimología del término “liturgia”
El
término “liturgia” designa una noción rica y compleja; por otra parte no ha
sido adoptado en Occidente hasta el fin del siglo XVIII. De origen griego –leitourgia–. Puede tener dos
significaciones: “obra pública”, obra del
pueblo, o bien, obra para el pueblo.
En el terreno profano, leituourgia,
significaba un servicio público, una “prestación”; era también utilizado para
una celebración religiosa que concernía a todo el pueblo. En el uso bíblico (judaísmo
helenístico, Setenta) el término ha designado el culto y el servicio del templo,
llegando a ser muy pronto, en la tradición cristiana, el término propio para la
asamblea de servicio divino o la celebración del servicio divino. En la Iglesia de oriente tiene,
actualmente, el sentido restringido y preciso de celebración eucarística.
2. Liturgia y celebración de una fe
Todas las religiones de
la tierra tienen su patrimonio litúrgico, y en todas se celebra la fe mediante ritos, como una expresión del
sentimiento religioso, vivido y celebrado en comunión con otros hombres.
Algunas religiones celebran en su culto la grandeza del cosmos,
los ciclos de la naturaleza, la pequeñez del hombre ante la bóveda del cielo, etc.,
y los ritos, en los que se desarrolla el culto.
La religión judía
también celebra su fe, pero con un matiz muy peculiar. No celebra, como otras,
la manifestación divina en las realidades y acontecimientos de la naturaleza. Para Israel
su culto tiene una referencia histórica. Celebra los grandes acontecimientos de su historia viendo en ellos la intervención salvadora de Dios. Una
intervención salvífica que se actualiza en la celebración presente del
acontecimiento pasado, transformándose así de recuerdo en memorial, que es hacer referencia a un acontecimiento histórico
pasado, actualizarlo en el presente y orientarlo hacia una realización plena en
el futuro.
Los escritos del Nuevo
Testamento nos presentan a las primeras
comunidades reunidas celebrando
su experiencia de encuentro con Jesús
resucitado. Como nos cuentan los Hechos de los Apóstoles[2], en sus
asambleas los cristianos escuchan las enseñanzas de los Apóstoles: parten el
pan, comparten los bienes y elevan a Dios súplicas y oraciones.
Estas asambleas comunitarias se repiten donde quiera que surge un
grupo de creyentes en Jesús resucitado: Antioquia[3], Tróade[4], etc. En todas
ellas se celebra la presencia de Cristo
entre los suyos, otorgándoles la
victoria sobre todo mal, dolor y muerte, mediante la vida de la Resurrección[5].
Con el transcurso del tiempo, estas reuniones han mantenido su
sentido fundamental, aun cuando
algunas formas se han modificado. Estos encuentros celebrativos de la comunidad
cristiana, en los que se agradece a Dios
la salvación otorgada en Cristo, son los que constituyen la
liturgia.
“Es el Misterio de Cristo” lo que la Iglesia anuncia y celebra
en su liturgia, a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo
en el mundo. En efecto, la liturgia, por medio de la cual “se ejerce la obra de
nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía , contribuye
mucho a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el
misterio de Cristo y la naturaleza genuina de la verdadera Iglesia[6].
3. Definición de la liturgia según la Constitución SC del Concilio Vaticano II
El Concilio Vaticano II, en el número 7 de la Constitución dedicado
a la liturgia, la describe como un diálogo,
un intercambio vital entre Dios y el
hombre, como una acción sagrada (actio
sacra) y como una obra (ejercitación). En este diálogo comunicativo, la
iniciativa viene siempre de Dios: es Dios el que se dirige al hombre, o, como
se dice en teología, el aspecto de katabase,
el aspecto soteriológico de la liturgia. En resumen, se trata de la
santificación y de la salvación del hombre. Solamente después viene la línea ascendiente
(de anabase, de latría); hasta el Concilio Vaticano II, esta línea ha sido muy
acentuada y a veces todavía lo es. El aspecto de anabase o de latría, es
la liturgia en cuanto alabanza, intercesión, celebración, en fin: como
glorificación de Dios. Pero es preciso, para empezar el “descenso” de Dios (katabase) para permitir la “subida” del
hombre “anabase”. En otros términos:
antes de que el hombre haga alguna cosa para Dios, es Dios el que hace algo por
el hombre. La liturgia, en esta perspectiva nueva y más universal,
es la Obra de
Dios (en latín, Opus Dei) en el hombre, para el hombre (genitivo
subjetivo) y la Obra del hombre para Dios (en latín Opus
Dei, pero esta vez comprendido como genitivo objetivo)[7].
En la
Constitución Sacrosanctum Concilium[8], números 5-7,
se encuentran las afirmaciones fundamentales del Concilio sobre la naturaleza
de la liturgia.
De las afirmaciones que se hacen en estos capítulos, podemos
deducir algunas ideas básicas sobre lo que el Concilio entiende por liturgia.
Cristo, cumbre de la historia de la salvación, es el instrumento
de nuestra plena reconciliación. La redención efectuada por Cristo en su muerte
y resurrección tiene una dimensión específicamente litúrgica. La liturgia es la
obra de la salvación efectuada por Cristo, que se realiza en la Iglesia por medio de los
sacramentos. Cristo está presente en la liturgia como actor principal de la misma. Toda celebración
litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia , es acción sagrada
por excelencia, no igualada por otra acción eclesial. La liturgia es el momento
último de la historia de la salvación, que tiene en Cristo su momento
culminante. La liturgia se realiza a través de un conjunto de signos, en los
que las cosas sensibles significan y realizan la santificación del hombre y el
culto a Dios.
Leído en el contexto de otros documentos conciliares[9], el concepto de
liturgia de la SC
nos ofrece todavía otros puntos de reflexión que pueden ampliar la visión que
tenemos de la liturgia.
Un concepto de liturgia que, basado en la historia de la salvación
y en la presencia del Señor en la acción litúrgica, presenta la liturgia como
acción de Cristo en la Iglesia
y la sitúa en la dinámica revelación-anuncio, cumplimiento-actualización,
palabra-rito, sin acudir al concepto universal religioso de culto. La liturgia
en la perspectiva del Misterio, en la que la salvación se realiza a través de
los signos rituales que la
representan. Un concepto de la liturgia a partir de la Iglesia como sacramento,
prolongación visible de la humanidad glorificada de Cristo. Un concepto de la
liturgia como ejercicio del sacerdocio común de todos los fieles, que tiene su
origen en el bautismo. Un concepto de liturgia como sacramentalización del
sacrificio espiritual de toda la
Iglesia , por la incorporación de la propia vida al único sacrificio
de Cristo.
Y podemos terminar siguiendo la intención y la expresión del
Concilio:
una acción sagrada a través de la cual, con un rito, en la Iglesia y mediante la Iglesia , se ejerce y
continúa la obra sacerdotal de Cristo, es decir, la
santificación de los hombres y la glorificación de Dios.
4. La liturgia: función fundamental de la Iglesia y función esencial de la
comunidad monástica
Como hemos visto, la liturgia -lo indica su mismo nombre- no es
una actividad privada, sino celebración de toda la Iglesia , que es
“sacramento de unidad”[10], en cuyo
multiforme organismo “todos” nos hallamos integrados, cada uno en su puesto:
jerarquía, clero, pueblo. “Por eso pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia , lo manifiestan y
lo implican; pero cada uno de los miembros de este Cuerpo recibe un influjo
diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual”[11].. Y más adelante, el
Concilio Vaticano II recomienda: “Procuren los pastores de almas que las Horas
principales, especialmente las Vísperas, se celebren comunitariamente en la Iglesia los domingos y
fiestas más solemnes. Se recomienda, asimismo, que los laicos recen el Oficio Divino
o con los sacerdotes o reunidos entre sí, e inclusive en particular”[12]..
De las
tres funciones esenciales, de las que se habla actualmente -en eclesiología y
en teología pastoral- y que son designadas por los términos griegos: Martyria (anuncio de la Palabra , testimonio,
misión), Leitourgia (liturgia, oración)
y Diakonía (servicio al prójimo,
obras de caridad, solidaridad), los tres, y muy particularmente la liturgia, tienden hacia la comunión de los creyentes (communio/koinonía), que, a veces, está unida a los otros tres
elementos. Ella es la forma de la vida eclesial. En una frase de gran
contenido, hecha célebre y citada a menudo, la Constitución sobre la Liturgia declara lo
siguiente: “La liturgia es la cima (el culmen) a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo,
la fuente de donde procede toda su fuerza. Todos los trabajos apostólicos (Martyria/Diakonía)
tienden a que todos, hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, se
congregan, alaban a Dios en medio de al Iglesia, participan en el sacrificio y
comen la cena del Señor”[13]. Todavía no se
había comprendido jamás en la
Iglesia una cosa parecida.
Si la liturgia es la
función esencial de la Iglesia
y si ella es el culmen y la fuente de toda la acción de la Iglesia , esto vale con
mayor fuerza para nuestras comunidades monásticas. Por otra parte, tanto más cuanto
que la tradición monástica siempre ha considerado el monasterio como una pequeña Iglesia.
Císter, nuestra madre, ha sido llamada Iglesia de Císter ecclesia cisterciensis[14]. Este título lo
encontramos en los documentos primitivos, tanto para Císter como para las
abadías cistercienses.
Todos los hombres están obligados a unirse al coro de alabanzas
que se eleva al Padre de los cielos, pero hay algunos cuyo estado de vida les
permite dedicarse a ello más plenamente. Pero no todos los miembros del cuerpo
tienen idéntica función: “el ojo no puede decir a la mano: no tengo necesidad
de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: no necesito de vosotros”[15]. Cada miembro
tiene una función particular en beneficio de todo el cuerpo. Siguiendo la
metáfora de San Pablo, algunos autores han observado que los monjes son los labios del Cuerpo Místico, encargados
del deber de la alabanza. El monje se dedica de modo especial a la adoración de Dios en nombre
propio y de toda la Iglesia.
El monacato ha desempeñado este papel en la Iglesia , desde sus mismos
orígenes. El monasterio es un símbolo de la Jerusalén celeste donde
se celebra incesantemente la divina liturgia. Y es un símbolo que contiene la
realidad, aunque en grado imperfecto, porque la alabanza que rinde a Dios es el
culto de Cristo y sus miembros, en la cual consiste fundamentalmente la
glorificación de los coros celestiales. Antiguamente algunos monasterios
intentaron una más perfecta imitación de la adoración continua del cielo,
alternándose de tal modo en el coro que nunca cesaban las divinas alabanzas.
Esto no es posible hoy día, pero se ha observado que todos los monasterios del
mundo forman un coro incesante de alabanza laus
perennis.
Junto con la
Biblia , la liturgia proporciona al monje la orientación
básica de su espiritualidad. Por medio de ella se dirige diariamente a Dios,
para ofrecerle el culto de un ser que reconoce su propia impotencia y el gran
abismo que separa la criatura del Creador, y para recibir de él la ayuda
sobrenatural que le permite avanzar continuamente en la búsqueda de Dios.
La actitud del monje hacia la liturgia está determinada por el
carácter interior de su vocación y su relación con Dios en espíritu de
autenticidad. Si desea ser un cristiano consecuente, debe buscar los valores
auténticos y esenciales de la vida de la Iglesia y no los accidentales y periféricos. Debe
fomentar el sentido sacramental de la
liturgia y empapar de él toda su vida. Pero su actitud hacia los signos
litúrgicos debe ser profundamente espiritual: no debe quedarse en la superficie
de los signos sensibles y menos aún en la experiencia estética que pueden
producir, sino tender a los valores sobrenaturales a que ellos se refieren.
Estos signos deben ayudarle a penetrar más hondamente en el mundo sobrenatural,
y encontrar a Dios y a sí mismo en el continuo diálogo de la liturgia.
II.
“No anteponer nada a la obra de
Dios”. (RB 43,3). LA LITURGIA COMO
TAREA
PRIMORDIAL DEL MONJE
1. Lugar central de la liturgia en la Regla de San Benito
San Benito, monje y Patriarca de los monjes de Occidente, nació en
Nursia, Italia, hacia el año 480. Muy joven aún, fue enviado a Roma para cursar
estudios en las escuelas del Imperio, pero hastiado de la vida mundana superflua
que allí se respiraba, decidió retirarse a las agrestes soledades de Subiaco,
donde hizo vida anacorética en una cueva -el «Sacro Speco»- dedicándose totalmente
a Dios. La fama de su vida, austera y santa, hizo que muy pronto se viera
rodeado de discípulos deseosos de vivir bajo su dirección e imitar sus ejemplos.
Posteriormente fundó en Montecasino el monasterio que se convertiría en
prototipo de todos los cenobios benedictinos. Allí murió, lleno de méritos,
hacia el año 547.
Para guía de sus monjes escribió una Regla, notable por su
discreción, que fue aceptada por casi todos los monasterios europeos. Siguiendo
el famoso lema: “ora y trabaja”, sus discípulos fueron los custodios y
transmisores de la ciencia y las artes durante la Edad Media. Como
reconocimiento a esta insigne labor, San Benito fue proclamado Patrón de Europa[16]. Y Juan
Pablo II lo reafirmará en otra carta: “...Pero,
teniendo en cuenta que este año la
Iglesia recuerda solemnemente el 1500 aniversario del
nacimiento de San Benito, proclamado Patrón de Europa en 1964 por mi venerado
predecesor Pablo VI, ha parecido oportuno considerar que esta protección sobre
toda Europa destacará más si, a la gran obra del Santo Patriarca de Occidente,
añadimos los méritos particulares de los Santos hermanos Cirilo y Metodio”[17].
Benito, el padre del monacato occidental, marcará el camino para
la evangelización de la multitud de pueblos que se extienden por Europa. Los
monasterios benedictinos configuraron la unidad del continente, desde las
costas mediterráneas a la península escandinava, desde Irlanda hasta Polonia.
Pablo VI dice que los hijos de San Benito “llevaron
con la cruz, el libro y el arado, la civilización cristiana”[18]. En la Edad Media la fe y la
razón no se separaron, la oración y el trabajo encontraron su perfecta armonía.
La liturgia comienza a tener, con San
Benito, un lugar importante en la espiritualidad del monje, y los que militan bajo su Regla tienen como
tarea primordial vivir y celebrar con fervor y con la mayor solemnidad posible
el Opus Dei. Él sigue, en general, la
tradición monástica egipcia; en este punto se deja influir por los monasterios
urbanos de occidente y las prácticas litúrgicas de las basílicas romanas. De los
principios de la tradición monástica anterior, reúne y ordena elementos
litúrgicos que en su tiempo aparecen en uso en distintas iglesias, aunque en su conjunto, como en innumerables detalles el Oficio
Divino de la Regla
benedictina, tiene una gran originalidad.
Junto
con el trabajo y la lectio divina, la
celebración común del Oficio Divino es una de las actividades principales del
monje y, desde el punto de vista cualitativo, a lo largo de la historia ha
influido grandemente su espiritualidad.
2. Importancia de la
liturgia en la vida del monje benedictino
Si se quiere comprender con claridad la importancia de la vida
litúrgica en la educación espiritual del monje benedictino, basta analizar algunos
sermones litúrgicos de San Bernardo: En el Adviento del Señor[19]; En la Asunción de Santa María[20]; En la Resurrección del
Señor[21]; En el día de Pentecostés[22]. Uno de
estos ejemplos lo tenemos en San Elredo, monje de los siglos XI-XII, que evoca
las grandes fases de la historia de la salvación y hace la aplicación práctica
de ella, conveniente al itinerario del alma individual. Pasando de la iglesia
al claustro, aquellos monjes de la Edad Media eran alimentados del mismo Verbo de
Dios: lo que contemplan “cumplido” en los misterios litúrgicos, lo reconocen
“anunciado” en los Libros Sagrados. Lo que “proclama” la Palabra divina nos lo
“representa” la acción sagrada. Escritura
y Liturgia, constantemente unidas,
nos llevan a la contemplación de la historia de nuestra salvación para hacernos
participar de ella personalmente. Así, cada celebración litúrgica les habla de
la liberación, de esperanza y de beatitud, esos tres aspectos del misterio de
Cristo.
El
Oficio Divino no es, desde luego, toda la liturgia,
pero sí una de sus partes más importantes. Aparte, carecemos de suficiente
información sobre la práctica sacramental en los primeros monasterios
benedictinos; la Santa
Regla no tiene ninguna peculiaridad respecto a la Eucaristía o al resto
de los sacramentos. Se entiende que es un documento del siglo VI, luego refleja
la situación eclesial del momento. La Eucaristía se celebraba
únicamente los domingos y días festivos, y la vida sacramental de la Iglesia no desempeñaba una
misión tan grande como en nuestros días. Pero ésta era la praxis general en la Iglesia de aquellos siglos.
La
liturgia, en general, a lo largo de la historia ha sido los pilares de la vida
monástica. Y no tiene nada de extraño que la alabanza divina fuese ya la
ocupación primordial de los primeros moradores del desierto y que su
espiritualidad estuviera profundamente marcada por el Opus Dei. “Obra de Dios”
es la expresión más lograda del amor de Cristo. De ahí que en la Regla de los monjes la expresión: “No
anteponer nada al amor de Cristo”[23], sea en realidad
sinónima de la frase: “Nada se anteponga a la Obra de Dios”[24].
En un monasterio de inspiración benedictina, las alabanzas a Dios,
que los monjes celebran como solemne plegaria coral, tienen siempre la
prioridad: los monjes ejercen la profesión de orantes. En la época de los
Padres de la Iglesia ,
la vida monástica se definía como la vida al estilo de los ángeles, pues se
consideraba que la característica esencial de éstos era ser adoradores. Su vida
es adoración, el alma del monaquismo.
Y es que, los monjes no oran por una finalidad específica, sino
simplemente porque Dios merece ser adorado. “Dad gracias a Dios porque es
bueno, porque es eterna su misericordia”[25]. Su servicio
principal es la oración y el Oficio Divino, “no anteponer nada a la obra de
Dios”[26]. Por eso, esta
oración sin finalidad específica que quiere ser puro servicio divino, se llama
con razón officium. Es el servicio
por excelencia, el servicio sagrado
de los monjes que se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno “de
recibir la gloria, el honor y el poder”[27], porque ha
creado el mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha redimido.
La belleza de esta disposición interior se manifestará en que
donde se cantan alabanzas, exaltan y adoran juntos a Dios, se hace presente en
la tierra un trocito de cielo. No es temerario afirmar que en la liturgia totalmente
centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve una imagen de la eternidad.
Y también porque, al mismo tiempo, las asambleas litúrgicas son el
signo más eficaz y los momentos culminantes de la comunidad fraterna y de la
conversión a Dios. La más dura de las penitencias que San Benito manda se
imponga al monje, reo de una culpa, es privarle del derecho y del honor de
asistir con los demás hermanos a la
“Obra de Dios”[28]. Es la
excomunión, la separación de la comunidad, de los hermanos, precisamente cuando
la comunión es más profunda: en la oración litúrgica de la comunidad.
Los monasterios son lugares de la preferencia por Dios. Los monjes han de manifestar claramente a los
hombres esta prioridad de Dios. Como oasis espiritual, un monasterio indica al
mundo lo más importante; más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una
razón última por la que vale la pena vivir: Dios y su amor inescrutable.
III.
DE LA LITURGIA BENEDICTINA
A
LA LITURGIA
CISTERCIENSE
1. La liturgia benedictina hasta el siglo XI
El monaquismo de Cluny, representante máximo del espíritu
benedictino, resultaba -como vamos a ver- para algunos demasiado vinculado a
los asuntos materiales, y para otros excesiva preocupación en conferir al
ritual una extensión y un esplendor que parecía inapropiado.
En la RB
el Opus Dei, la lectio divina y el trabajo manual se alternan en un equilibrio armonioso. En tiempos de San
Benito de Aniano este equilibrio fue roto, y con el pretexto de que “nada se
anteponga al Oficio Divino”, se dio una preponderancia casi total en el
programa diario monástico. Esto motivó la firme decisión de
los fundadores de Císter de volver a la pureza de la Regla , lo que obligó a
suprimir todo lo añadido al Oficio Divino posteriormente.
Los cistercienses buscaban
encontrar de nuevo el equilibrio perdido de la jornada monástica. Se
recobró un tiempo considerable no sólo para el trabajo manual sino también para
la lectio divina, es decir, para el
trabajo intelectual y el estudio, que sería variable según la estación del año.
En verano, era relativamente corto (alrededor de dos horas y media) pero más
largo en la estación de invierno (alrededor de cinco horas), sin hablar de los
días de mal tiempo. De este modo, dedicando varias horas al trabajo manual, un
monje tenía más tiempo para el estudio que un cluniacense.
Vamos a estudiar más exhaustivamente estas diferencias entre la
liturgia benedictina y la cisterciense.
2. Carlomagno y la liturgia
Roma había fascinado siempre a los jefes bárbaros, por lo que éstos
no aspiraban a destruirla sino a heredarla. Carlomagno lo consiguió. Antes y
después de conseguirlo, se nota en él una especial deformación mental que le
hace confundir el cristianismo con la romanidad. Lo “romano”, para él, es lo auténtico,
lo perfecto: La liturgia, el canto, la cultura, todo su interés por hacer
observar la Regla
de San Benito en los monasterios del Imperio restaurado, probablemente tenga su
motivación decisiva en que la consideraba como la Regla romana. Llegada de Roma,
redactada por un abad supuestamente romano, y observada en los monasterios
romanos, parecía la más indicada para organizar un estilo de vida monástica que
llevase, el sello de la romanidad: todos los monasterios de monjes y monjas
debían practicarla. Benito de Aniano sería el instrumento que llevaría a cabo
este objetivo.
Nadie duda de la importancia capital que ha representado en la
tradición benedictina Benito de Aniano, a quien se le ha llamado “Benito
Segundo” y el misionero
de la observancia benedictina. Se ha
escrito que “nadie ha influido más ampliamente en los destinos del monacato
occidental después del gran patriarca, San Benito de Montecasino”. Aniano tuvo
“un papel decisivo” en la “renovación de la vida monástica”[29], y especialmente
en la liturgia.
J. Leclercq, colocándose en el plano espiritual y cultural que
domina, juzga que Benito de Aniano no sólo da importancia -excesiva- a la
recitación del oficio y otros salmos, oraciones supererogatorias, sino que
tiene en gran estima la lectio y el
estudio: la ciencia es un medio eficaz para adquirir la sabiduría. A su
discípulo Guarniero le aconseja el estudio de la Escritura , Orígenes,
Agustín, Jerónimo y, muy particularmente, Gregorio Magno. La contemplación se
nutre de oración, lectio divina,
meditación y estudio[30].
Benito de Aniano “se ha considerado a veces como el segundo
fundador del monaquismo benedictino, ya que da un impulso decisivo a una cierta
investigación teológica”, lo que podría dejarlo libre de la acusación de haber
reducido la vida del monje a una sola dimensión: la de salmodiar interminablemente
en la Iglesia.
También opina Jean Leclercq que, “en cuanto fue posible”, se
mantuvo fiel al ideal primitivo, “insertándolo en un sistema de vida ya
evolucionado”, y reconoce que “este modo de conciliar el espíritu del monacato
primitivo con la situación de hecho derivada de la primera Edad Media ,
orienta toda la historia siguiente y será al mismo tiempo el origen de la prosperidad
de la institución benedictina y de la crisis a la que ésta tendrá que enfrentarse”.
Entonces, debe quedar claro que la reforma monástica carolingia no
tuvo en Benito de Aniano su iniciador, sino su ápice. Los principales rasgos de
la “reforma anianense” se hallan ya en los cánones de los concilios del siglo
VII, en las “capitulares” de los reyes francos del siglo VIII, en las
iniciativas de San Crodegango y San Bonifacio. Fue una empresa larga e inmensa
que tendía hacia un fin: poner orden entre los canónigos, para Crodegango, y
entre los monjes, para Bonifacio. Benito de Aniano proporciona a este
movimiento documentación y modelos, la herencia reconocida universalmente, que
recogió con cuidado y perseverancia en su Codex
regularum y su Concordia. La Regla de San Benito es para
él, como antes había sido para otros, el mejor resumen de la auténtica
tradición monástica, un crisol excepcional en que ésta recupera su pureza. Por
eso trabaja perseverantemente para restaurarla en lo posible, no a la letra,
sino en su espíritu, que, naturalmente, se encarna en la consuetudo.
Benito de Aniano consiguió del emperador algunos privilegios de
libre elección del abad de la
comunidad. No impuso nuevas cargas litúrgicas, pero no pudo
librarse de la influencia de su época que consideraba a los monjes -y ellos
mismos se consideraban, que es lo peor- como intercesores a sueldo, por emplear
una expresión cruda pero exacta. Los monjes se dedicaban a rezar por la sociedad,
y la sociedad los mantenía. Esto fue lo que indujo a Ursmer Berlière,
normalmente moderado en sus juicios, a escribir, como hemos visto, el tremendo
veredicto: Benito de Aniano “destruyó el equilibrio” de la vida benedictina y
“condujo la Orden
a la catástrofe”. Pero, como hemos visto, no fue Benito de Aniano el
responsable de la “catástrofe”, sino el sistema.
3. Los monasterios,
baluartes de oración
Vida retirada y vida litúrgica son los aspectos más relevantes del
monacato según los sínodos aquisgranenses. La liturgia -como veremos al tratar
del monasterio carolingio- había adquirido tal auge que lo señoreaba todo. El
oficio y los rezos supererogatorios que lo rodeaban y casi sofocaban, no fueron
pues una creación de Benito de Aniano ni de la legislación aquisgranense. Al
contrario, todo nos induce a pensar que, en vez de alargar los rezos
colectivos, los acortaron notablemente. En las deliberaciones que precedieron
al Sínodo de 816, por ejemplo, se propuso la recitación diaria de los siete
salmos penitenciales[31]; sin
embargo, el sínodo no lo aceptó. Mucho antes, en el celebrado asimismo en
Aquisgrán en 802, se intentó suprimir los prolijos ordinis officii vigentes en muchos monasterios, pero no se logró
hasta que los sínodos de 816 y 817 optaron por aceptar el cursus de la Regla
de San Benito.
El Imperio Carolingio estaba sembrado de monasterios a los que
había asignado una tarea: la de defenderle por igual de la ira de Dios y de los
ataques del demonio. Los monasterios eran esencialmente, en la estimación de
todos, desde el emperador y los magnates hasta el último de sus súbditos, baluartes de oración. Su misión
peculiar y casi privativa se cifraba en la defensa espiritual de la cristiandad. La
espada del emperador y la oración de los monjes y los clérigos aseguraban
-debían asegurar- la paz y prosperidad de todo el Imperio.
Tanto los monjes como los clérigos que practicaban la vida
canónica, vestían por el estilo, llevaban la tonsura, habitaban en claustros
junto a una iglesia, observaban la ley del celibato, participaban de una misma
mesa, dormían en un dormitorio común, cultivaban los estudios y, sobre todo,
convergían en un punto muy visible y vistoso para todos: la celebración solemne de la liturgia. Era ésta la función esencial de unos y de otros. La creciente
promoción clerical de los monjes sólo vino a aumentar las semejanzas entre
ambos estados. La vida monástica se “clericalizaba” y la vida clerical -si vale
el término- se “monaquizaba”[32].
4. Los monjes: profesionales
de la intercesión y de la liturgia
El monje no oraba simplemente por orar: oraba por los demás, intercedía.
Su vocación específica consistía en interceder. El deber de interceder
pertenecía al ideal monástico desde los tiempos más primitivos. Pero acaso en
ninguna época, ni antes ni después, caló tan hondamente en la sociedad el
concepto de monje como intercesor ante Dios, sobre todo para obtener el perdón
de los pecados de los hombres y protegerles contra su ira. Los monasterios son, ante todo, verdaderas
ciudadelas de oración, baluartes que defienden al pueblo cristiano. Casas de
oración en que se celebra, casi sin solución de continuidad, el Oficio Divino,
en que resuenan constantemente los salmos de David y se elevan letanías y
preces por los príncipes carolingios -que tantas veces pidieron a los monjes
que rogaran por ellos, por sus familias, por el buen éxito de sus empresas-,
por los bienhechores, por toda la Iglesia[33].
Como se ha escrito más de una vez, el ritualismo -es decir, el boom litúrgico o pseudo litúrgico, la
exageración en el culto tributado a Dios y a los santos- es hijo de la riqueza
de los monasterios.
Se ha dicho que la civilización carolingia fue una “civilización
de la liturgia”[34]. Excelente
definición. La cultura se identifica con la religión y la religión con el culto
tributado a Dios por sus ministros: clérigos y los monjes.
Es conocida la gran actividad litúrgica de Carlomagno y sus
asesores: acaba por llevar a término lo ya ordenado por Pepino, impone la
liturgia de Roma y encarga al sabio Alcuino la tarea de realizar las
convenientes adopciones[35]. Alcuino revisa
el sacramentario, el misal, el leccionario. Son los libros que van a usar los
clérigos y los monjes del imperio. La cultura se vuelca en el culto, no se
contentan los carolingios con la severidad romana. Las modificaciones que
introducen en la liturgia se distinguen por el gusto por lo dramático y por las
oraciones prolijas, interminables. Gastan mucho incienso en la Misa , en la que destaca particularmente
el desfile triunfal de Cristo y sus ministros en la procesión del evangelio.
Aumenta el número de oraciones. En vez de una colecta, como es lógico,
introducen varias, hasta siete y más. Introducen oraciones de corte individual
y privado, que recita el celebrante en voz baja. Introducen lecturas
pretendidamente históricas en el Oficio Divino. Se multiplican en él las
bendiciones, los versículos, los responsorios, las absoluciones.
Los monjes, acostumbrados a oficios muy prolijos, incluso algunos
a la llamada laus perennis, se
sienten defraudados en su piedad colectiva cuando se les obliga a aceptar el cursus de San Benito. Acortar la oración
-piensan- no puede ser bueno, y no abandonan del todo sus antiguas costumbres
en esta materia. Más aún, libres de preocupaciones económicas, añaden salmos a
los salmos, lecturas a las lecturas, oraciones a las oraciones. Magnifican el Oficio
Divino, larguísimo, y se esfuerzan a porfía por hacerlo solemne, más solemne,
solemnísimo. Los niños oblatos unían sus voces blancas a las graves de los
monjes adultos y formaban con ellos un coro maravilloso, que cantaba nuevas
composiciones poéticas con melodías recién compuestas, mientras se restauraba
la pureza original de las viejas. En los altares la orfebrería antigua, la que
procedía de los saqueos de las tropas francas, de los reyes o de sus grandes
vasallos, y la nueva, producida en los talleres de los monasterios: piezas de
oro y plata, adornada con piedras preciosas y no menos preciosos esmaltes.
La romanidad imprime su sello inconfundible a la liturgia de la Iglesia imperial, no por
imposición de los papas -aquí está lo curioso del caso-, sino por devoción de
los reyes y sus consejeros. Roma les tiene como alucinados. La liturgia
imperial no debía ser menos romana que la de la propia Roma. Por
eso, no sólo aceptan sus libros, sino que tratan de hacer revivir, a la medida
de sus posibilidades, la liturgia pontifical y la liturgia estacional de Roma,
con lo que esto implicaba de multiplicidad de lugares de culto y otras
particularidades costosas. Los monjes participaban plenamente de este prurito
de imitar todo lo romano. El monasterio aspiraba a ser una nueva Roma, altera Roma. De ahí que no se contenten
con una sola iglesia; suelen tener varias, y en ellas muchos altares: cuatro en
la basílica de Aniano, once en Saint-Riquier, diecisiete previstos en la planta
de Sankt Gallen[36]. En la basílica
principal, de tipo germánico, tanto el espacio como la decoración invitan a
ejecutar la liturgia con una amplitud y perfección nada comunes.
El papel de la liturgia -como ha escrito André Vauchez- llegó a
ser predominante en la concepción del monje en la época carolingia, pero “sería
función de la primera época feudal, y en particular de Cluny, estimular esta
tendencia hasta las últimas consecuencias”[37].
Esta inflación litúrgica no se impuso desde el principio, sino que
fue creciendo más y más a medida que pasaban los años. La liturgia, en tiempos
de Odón, debía ser relativamente sobria. A propósito del aumento progresivo de
las misas solemnes, expresa Odón su parecer de que la auténtica piedad se
mantiene mejor si las solemnidades son raras más que si son frecuentes[38]. Todavía
sorprende más su negativa categórica a aumentar el fasto litúrgico: personalmente,
prefiere un cáliz de cristal y una cestilla de mimbres para la eucaristía. Lo que
realmente importa es la pureza de corazón y la vida interior; sin ellas toda
solemnidad es vana, y el culto, devoción estúpida (“stulta devotio”)[39]. San Odilón,
por el contrario, condujo la liturgia cluniacense hacia el ritualismo cada vez
mayor. La exuberante vida litúrgica del monasterio dio origen a una copiosa
producción de himnos, oraciones y otras piezas de diversa índole; la salmodia,
las letanías, los oficios de supererogación se convierten en una ascesis ruda,
“una constante abnegación”[40] que exige, para
vivirla, una vida espiritual selecta y una seria formación intelectual. En
tiempo de San Odilón, y tal vez ya en el de San Máyolo, Cluny puede definirse
como una sociedad litúrgica, si no exclusivamente, sí substancialmente[41]. Pero fue
durante el régimen de San Hugo cuando el liturgismo o ritualismo alcanzó su
máximo desarrollo, como lo atestiguan las diferentes redacciones de las Consuetudines, además de otras fuentes
históricas irrecusables.
La liturgia lo ha invadido todo. El Oficio Divino ya no es la
principal ocupación del monje, al lado de la lectio divina y el trabajo, como quiere la Regla de San Benito, sino
prácticamente la única; apenas queda tiempo para otra cosa, y si queda, el
espíritu y el cuerpo están tan fatigados que no tienen humor para nada.
Para el oficio canónico -como preparación-, decían los monjes que la
trina oratio consistía en tres grupos de salmos: por los vivos, por los muertos
y por las intenciones especiales. Visitaban en procesión los altares de la
iglesia, cantando letanías y selecciones de otros salmos, como los quince
“salmos graduales”, los siete penitenciales y los primeros y últimos treinta
salmos del salterio. Ocupaban el tiempo, entre las horas -además del oficio
canónico-, otros oficios. El Oficio de Difuntos fue el más popular de todos.
Otros oficios en honor de la
Santa Cruz , de la Santísima Trinidad , del Espíritu Santo, la Encarnación , los
Santos Ángeles y, más tarde, el Oficio de la Santísima Virgen.
Hna. Florinda Panizo
[1] Ex 12, 1-14.
[2] Hch 2, 42-45.
[3] Ibid., 13, 2-3.
[4] Ibid., 20, 7.
[5] CCE 1067; 1085.
[7] W. Hahne, Gottes Volksversammlung. Die Liturgie als Ort lebendiger Erfahrung, Freiburg-Basel-Wien 1999,
83-88; A. M. Altermatt, Les principes théologiques de la liturgie
restaurée par le deuxième Concile du Vatican. La réforme liturgique comme tàche
permanente. Niturgie (Bulletin de la C. F.
C.) 84 (1993) 2-40.
[8] Así se denomina la
Constitución sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II. Se aprobó en
la sesión del 4 de diciembre de 1963, y debe su nombre a las dos palabras que
encabezan su redacción en lengua latina. Con esta Constitución, el Concilio
pretende reformar la liturgia, bebiendo de las fuentes de la tradición y
adaptándola al mundo moderno. Su contenido se distribuye a lo largo de siete
capítulos y un apéndice.
[9] Cf. Concilio Vaticano II, LG 7-11; PO 2; AA 3-4; AG 5-6.
[10] SC, 26.
[11] Ibid.
[12] Ibid., 100.
[13] Ibid., 10.
[14] Cf. par exemple la Summa
Carta Caritatis,
chap 4; Exordium Parvum, prologue, Origines cisterciennes. Les plus anciens textes, Paris 1998,
101, 44; H. Brem/A.
M. Altermatt (ed.), Einmütig in
der Liebe. Die frühesten Quellentex-te von Cîteaux, Langwaden-Brepols 1998
(=Quellen und Studien zur Zisterzienserliteratur, vol 1) 40,60.
[15] Cf. 1 Cor 12, 21.
[16] Pablo VI proclamó
a San Benito Patrón de Europa con la “Carta
Apostólica Pacis nuntius
(24-10-1964)”: AAS 56 (1964), pp. 965-967.
[17] Juan Pablo II lo
reafirmará en su “Carta Apostólica Egregiae virtutis (31-12 1980)”: AAS 73
(1981), pp. 258-262.
[18] Cf. “Carta Apostólica Pacis nuntius” n. 2.
[19] Cf. J. L. Acebal Luján, Obras completas de San Bernardo T. III:
Sermones litúrgicos 1º, BAC, Madrid 1985, pp. 57-109.
[20] Cf. J. L. Acebal Luján, Obras completas de San Bernardo T. IV:
Sermones litúrgicos 2º, BAC, Madrid 1986, pp. 337-391.
[30] Cf. J.
Leclercq, Les “Munimenta fidei” de Saint Benoît d’Aniane, en Analecta
monástica 1 (SA 20; Roma 1948), pp. 61-74.
[31] Cf. Actum proeliminarium (Statuta Murbacensia), 442:
(CCM, ed. K Hallinger. Siegburg 1963 ss.).
[32] Cf. García. M. Colombás, La
Tradición
benedictina: Ensayo histórico, Tomo
III, Ediciones Monte Casino, Zamora 1991, p. 170.
[33] Ibid., pp. 172-173.
[34] Cf. E. Delaruelle, La Gaule chrétienne à l’époque franque, en Revue
d’histoire de l’Église de France 38 (1952) 64-72.
[35] Roma -es comprensible- vio con complacencia el celo de Carlomagno y
sus asesores por implantar su liturgia en el Imperio. Pero poco después, la propia Iglesia
romana fue víctima del afán uniformador al aceptar sus propios libros con los
aditamentos introducidos por los carolingios, poco o nada acordes con la
sobriedad, seriedad y profundo sentido teológico, y que, por tanto,
desfiguraban una producción litúrgica única. Cf. E. Bishop y A. Wilmart,
La réforme liturgique de Charlemagne,
en Ephemerides liturgicae 45 (1931) 186-207.
[36] Cf. J. A. Jungmann, El sacrificio de la Misa , BAC, Madrid 1953,
p. 290.
[37] A. Vauchez, La espiritualidad del Occidente medieval
(siglos VII-XII), Ediciones Cátedra, Madrid 1985, p.37.
[38] Cf. Collationes 2, 28:
Marrier, 207: “quanto rarius tanto religiosius”.
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