18 de septiembre de 2014

EL MONJE -1-


Quizás podrá sorprender el título de esta intervención. No ha sido elegido a la ligera sino que responde a una experiencia vivida a lo largo de sesenta y tres años de vida monástica. Intentaré exponer el sentido de mi interrogación, tratando de precisar lo mejor posible el concepto de monje como lo entiendo, consciente de que la tradición secular ha ido variando, a menudo bajo influencias más o menos seguras, un poco según los vaivenes de la moda imperante.
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En plan jocoso, existe una pretendida justificación evangélica de algunas categorías de religiosos que se sirve del texto latino de Mateo 19,27: “Ecce nos reliquimus omnia, ¿quid ergo erit nobis”, y para definir a los  monjes les aplica  los términos ECCE NOS. Con ello es fácil imaginarlos revestidos de sus venerables cogullas de largas y amplias mangas, avanzando lentamente con pasos mesurados por el interior de claustros o basílicas, participando en solemnes celebraciones. Muchos son los libros y artículos que gustan presentar de este modo al género monástico. Y cabe preguntarse: La tradición, desde sus orígenes, ¿avala este modo de pensar? Trataremos de verlo con detalle.

I.- La “Vita Antonii” de San Atanasio

         La tradición es unánime en considerar el valor programático de la biografía que San Atanasio dedicó a la figura del santo anacoreta egipcio Antonio. Esta unanimidad, sin embargo, no significa acuerdo acerca de la delicada cuestión de si fue realmente el primer monje en rigor histórico. En todo caso, lo que es claro es que el Obispo de Alejandría, en sus varios destierros por causa de la fe que defendía, tuvo ocasión e interés en dar a conocer los particulares de aquella figura que en el Egipto de entonces había adquirido gran renombre, y que aparecía como modelo a imitar.

         El P. Louis Bouyer, oratoriano, en su interesante ensayo sobre la “Vita Antonii[1] afirma: “La Vita Antonii…refleja una imagen, que no es lo que un individuo, Atanasio u otro, sacan de su magín. Es la imagen que aceptaban todos sus discípulos… es la muestra de un ideal que había suscitado la misma personalidad de Antonio”[2]. Y continúa afirmando que este documento se escribió con el fin didáctico de que el ejemplo presentado fuese imitado. Y este ejemplo queda definido como “…un paso, una conversión, o más bien, una serie de conversiones que son en realidad ascensiones… en cuyo interior el movimiento ascensional, lejos de pararse, no hará sino continuar con mayor urgencia, hasta la muerte, que se presentará como la última etapa terrena y, por así decirlo, como la consumación de este continuo avanzar”[3].

         Según san Atanasio, Antonio, después de escuchar la Palabra de Dios, se siente llamado a desprenderse de todos sus bienes y abrazar una vida ascética, primero junto a su casa y, seguidamente después, en lugares apartados, como una tumba abandonada, unas ruinas o una cueva. Esta vida ascética la define Atanasio como un estar “atento a sí mismo y viviendo con disciplina”[4]. Esta disciplina lleva consigo entrar en la escuela de renuncia de los propios puntos de vista y sumisión a las tradiciones de la ascesis, tradiciones que se aprenden de quienes ya han progresado en este camino, y que comportan un género de vida austero. Es la raíz de lo que llegará a ser la obediencia monástica. Atanasio insiste en este aspecto de la experiencia que lleva a cabo Antonio[5]

Las exigencias de este camino que Antonio emprende se centran en tres puntos o aspectos, que se convertirán en elementales en la tradición monástica posterior, el primero de los cuales es el trabajo manual, el segundo la oración incesante y el tercero la lectura sobre todo de la Biblia.

El trabajo con las propias manos, de acuerdo con la enseñanza del Apóstol[6], ocupa un lugar primordial en la vida del monje, trabajo que asegura tanto su misma subsistencia como la posibilidad de ayudar a los pobres. Este tipo de trabajo ayuda al monje a no desertar de sus obligaciones humanas, exigiéndole someterse con mayor rigor a la exigencia que pesa sobre la humanidad de ganar el pan con el sudor de su frente. Además este mismo trabajo le impide en primer lugar desinteresarse de los demás hombres, sus hermanos, y en segundo lugar también a ayudarles en sus necesidades más elementales. En una palabra, el monje no huye del mundo para desentenderse de él, sino para adquirir una plena libertad que le permita seguir a Cristo y a su mensaje hasta las últimas consecuencias.

La oración incesante recomendada por Jesús[7] y recordada por san Pablo[8], es algo más que una invitación a orar a menudo, o incluso a orar muy a menudo. Orar “siempre” e “incesantemente” hay que entenderlo, según en sentido real de los términos, como orar siempre y en todas partes, evitando reducir esta actividad a una acción concreta que se juntaría a otras actividades también concretas, sino que se trata de algo que ha de coexistir contemporáneamente con todas las demás actividades.

Pero la oración del monje reviste un carácter dialogal, es decir es una respuesta a la Palabra de Dios que el cristiano encuentra siempre viva en la Sagrada Escritura, sea escuchándola en las celebraciones de la Iglesia local[9], sea en una lectura personal, situación esta que el P. Bouyer, para el caso concreto de Antonio, admite como posible pero no segura[10]. La Escritura como palabra viva dirigida personalmente a cada individuo, quiere suscitar una reacción personal, que se traducirá después en todos los ámbitos de la vida cotidiana. La vida del monje aparece pues como un diálogo vivo entre la Palabra de Dios y la respuesta total que se expresa constantemente en la vida cotidiana. Según el P. Bouyer, Antonio no ha creado ni elaborado esta forma de vida, sino que la ha recibido de alguna manera y que, en el fondo, no es otra cosa que una vida cristiana integral[11].

Junto a estos elementos esenciales que propone la “Vita Antonii”, no se pueden dejar de lado otros aspectos que tienen quizás una importancia relativa, pero que Atanasio insiste en presentar: por una parte las virtudes humanas y sociales que hacen atrayente la figura del monje[12], y por otra las exigencias ascéticas en las que se ejercita el monje: vigilias, ayunos, ausencia de comodidades, lucha con el demonio[13], que forman el entramado de la jornada de siervo de Dios.

Según la biografía de San Atanasio, Antonio nunca vivió en comunidad, aunque en un determinado momento de su existencia aparezca como padre espiritual de muchos discípulos que, de alguna manera, querían imitar su ejemplo[14]. Nuestro santo monje Antonio queda pues lejos de la imagen de un celebrador de solemnes liturgias.


II.- Los padres del desierto

         El ejemplo de Antonio, como semilla buena que cae en tierra fértil, dio fruto abundante, sobre todo en Egipto y en los países limítrofes como son África del norte, Palestina, Siria y Arabia. Se conoce bien toda esta realidad a través de obras como la “Historia Lausíaca” o “Vidas de los santos Padres” de Palladio[15], la “Historia Monachorum” escrita en griego y traducida al latín por Rufino[16], las recopilaciones de “Apotegmata o Verba Seniorum[17], que fueron leídos por tantas generaciones posteriores con las vívidas y detalladas descripciones de aquellos anacoretas y monjes.

Entre aquellos primeros anacoretas los había quienes vivían solos, mientras otros se reunían  formando grupos o colonias, como las famosas colonias de Nitria y Escete en Egipto. En estas colonias cada eremita acostumbraba a tener su celda o cabaña que, a veces, podía compartir con otro u otros hermanos. Estas celdas o cabañas estaban generalmente dispuestas alredor de una iglesia a la que solían acudir todos para los oficios del sábado y del domingo, y tenían también cerca panaderías que proporcionaban el pan que constituía la base de su frugal alimentación.

         En estas colonias no se encuentra ningún régimen que podría ser llamado “conventual”, a excepción de la función espiritual de dirección que poseían los ancianos que habían alcanzado una cierta autoridad por su vida y su experiencia, y que recibían el nombre de “abbas” o padre. Eran personajes  notables por sus carismas, portadores del Espíritu y a ellos correspondía acoger y formar a los que se presentaban deseosos de abrazar aquel régimen de vida. Se consideraba imposible adelantar en la práctica de la vida ascética sin haber estado, al menos por un tiempo prudencial, bajo la dirección de un experto.

         Los documentos arriba mencionados recuerdan que estos anacoretas, monjes, o como se les quiera llamar, dedicaban toda su existencia a la oración incesante, acompañada de una vida ascética y frugal. Algunas veces podían juntarse dos o más para realizar juntos sus oraciones, pero no hay constancia de una liturgia comunitaria, fuera de las reuniones dominicales en la iglesia. De hecho la existencia de estos anacoretas era una continuación, más o menos fiel, del ejemplo dado por San Antonio.

         Estos grupos o colonias de ascetas o monjes constituían elementos de la iglesia local, como podían ser las aldeas o poblados cristianos, que se habían ido formando por aquellas tierras. No es posible sin embargo hablar de una “congregación” o comunidad como se han ido configurando posteriormente en el ámbito de la Iglesia universal. Su característica sigue siendo la de individuos que habían escogido una dedicación total a la plegaria personal incesante según las indicaciones evangélicas.


III.- San Pacomio y el cenobitismo

         También en Egipto y, más o menos contemporáneamente, la historia recuerda la vida y la obra de San Pacomio. Copto de nacimiento y soldado del ejército romano, quedó impresionado por el ejemplo de unos cristianos, lo que le movió a convertirse y recibir el bautismo. Abrazó después la vida anacorética bajo la dirección de un anciano, llamado Palamón, hasta que, unos años más tarde, habiendo experimentado la realidad y los límites de aquel género de vida, se retiró a Tabennisi donde dio inicio a su obra, que supuso un cambio trascendental en el monaquismo de aquel entonces.

         Dom Armand Veilleux, actualmente abad del monasterio cisterciense de Scourmont (Bélgica), ha dedicado años de trabajo paciente al estudio de las fuentes pacomianas, que comprenden tanto las varias “Vidas” como las “Reglas” y demás documentos que permiten conocer este importante capítulo de la historia monástica. Plasmó el resultado de esta interesante investigación en su tesis doctoral “La Liturgie dans le cénobitisme pachômien au quatrième siècle[18].  El autor tiene un especial interés en mostrar la originalidad de la obra de Pacomio, insistiendo que se trata de algo muy distinto de lo que representaban las colonias de anacoretas reunidas alrededor de un padre espiritual. Al mismo tiempo no duda en poner en guardia ante un lugar común que muchos divulgadores de la historia del monacato cristiano han repetido hasta la saciedad, caracterizando el monasterio pacomiano como un cuartel en el que regía la estricta disciplina del ejército romano que Pacomio había conocido en su juventud[19].

         Dom Veilleux afirma decididamente que “la especificidad de la comunidad pacomiana es precisamente de ser no esencialmente una agrupación de individuos alrededor de un padre, sino una comunidad de hermanos, una Koinonía. Esto queda muy bien formulado en un párrafo de los “Praecepta”: “Si uno llega a la puerta del monasterio, deseoso de renunciar al mundo y ser agregado al número de los hermanos… que se una a los hermanos”[20].

         La documentación sobre el monasterio pacomiano recuerda que la comunidad se organizaba en “casas”, cada una con su jefe responsable, sistema concebido totalmente en función del servicio que los hermanos debía prestarse unos a otros, y que constituía la expresión concreta de la imitación de Cristo, que se ha hecho servidor de todos. Según Dom Veilleux, Pacomio quería que su Koinonía se edificase siguiendo la imagen de la comunidad primitiva de Jerusalén, cuya vida común estaba establecida sobre el fundamento de la caridad fraterna. Pero esta unanimidad no se reducía a una actitud meramente espiritual, sino que reclamaba ponerse concreta y físicamente al servicio de unos a los otros. La idea del servicio, e incluso de la servidumbre, es la raíz que explica el contenido fundamental del cenobitismo pacomiano. Dom Veilleux recuerda que Pacomio, de acuerdo con el concepto tradicional de la autoridad de los primeros siglos de la Iglesia, consideraba la función del superior como un servicio, y era sumamente riguroso para impedir que los hermanos tratasen de prestarle un trato de favor[21].

         Dom A. Veilleux, al describir la “Koinonia” que san Pacomio se esforzó en establecer, insiste que, en realidad, cada monasterio de la misma constituía una iglesia, que mantenía estrechos lazos de unión con las demás iglesias locales,  así como relaciones cordiales con la jerarquía establecida, como demuestran los contactos tanto con san Atanasio como con otros obispos. La “Koinonía” pacomiana era una comunidad en la cual la comunión en la caridad se manifestaba en el servicio mutuo de los hermanos y, eventualmente, al servicio de la gente de los alrededores que lo necesitasen. Como Iglesia local dependía del obispo de la diócesis, fundada sobre el bautismo, alimentada por la participación de la eucaristía, dedicada a la escucha y meditación de la Palabra de Dios y en la plegaria común continua[22].

         A nosotros interesa sobre todo examinar el aspecto de la plegaria en el ámbito de la “Koinonía” pacomiana. Dom A. Veilleux recuerda que los primeros monjes que se unieron a la “Koinonia” eran cristianos formados en las iglesias locales en las que habían aprendido de sus pastores y de sus comunidades de origen una educación en orden a la plegaria, a orar sin cesar, en el silencio y la soledad, y a rezar junto a los demás en determinados días y horas. Orar sin cesar no significa no hacer nada más que orar, sino saber unir la plegaria a todas las demás actividades: se ora trabajando, caminando, cantando salmos, recitando las escrituras y dando una cierta expresión comunitaria a esta plegaria, en determinadas horas del día [23].

         Teniendo en cuenta cuanto acabamos de afirmar, resulta que estamos en la misma línea de las prácticas que hemos visto en Antonio y en los Padres del desierto. El carácter comunitario de la “Koinonía” pacomiana explica que, junto a la plegaria personal de cada monje, plegaria que podía ser durante el día o durante la noche[24], encontremos, por vez primera, indicaciones concretas sobre una oración “comunitaria”. Los cristianos que se adherían a la “Koinonía” pacomiana no experimentaban  dificultad para armonizar la plegaria personal solitaria y la plegaria realizada en común con otras personas., y así puede entenderse la información que los documentos pacomianos proponen con bastante claridad acerca de las características de esta plegaria comunitaria en los monasterios de san Pacomio.

         Tanto la Regla como las Vidas de san Pacomio dan testimonio de la existencia de dos reuniones cotidianas de oración comunitaria, reuniones que reciben el nombre de “sinaxis”, y que tenían lugar una por la mañana y otra por la tarde. La reunión de la mañana, designada con el nombre técnico de “colecta”, reunía a todos los hermanos del monasterio, mientras que la reunión de la tarde, que lleva en copto el nombre técnico de “seis oraciones”, tenía lugar solamente en cada una de las “casas” que componían el conjunto del monasterio[25]. Dom A. Veilleux se entretiene en estudiar las características concretas del desarrollo de estas dos “sinaxis”, pero a nosotros basta decir que estas “sinaxis” se componían esencialmente de recitaciones de textos de la Escritura (no necesariamente del Salterio), que hacían los monjes según un orden establecido, y que estaban probablemente acompañadas de un trabajo manual ligero, entrecortadas por la recitación del Padre nuestro y de otras plegarias silenciosas acompañadas de postraciones y signos de la cruz[26].

         Dom A. Veilleux ofrece como conclusión del capítulo sexto de su trabajo estas palabras que tratan de definir el sentido teológico de las “sinaxis” pacomianas:

“Como todos los primeros monjes, como todos los primeros cristianos, los Pacomianos tomaron muy en serio el precepto de la Escritura de orar sin cesar. Toda la jornada, y a menudo también la noche de los monjes pacomianos era una plegaria continua, que adopta generalmente la forma de una meditación de la Escritura Santa. Dos veces al día, sin embargo, se reunían para llevar a cabo en común lo que era la esencia de su vida. En el curso de esta sinaxis, comulgaban en la Palabra de Dios, en la plegaria silenciosa y personal, en el trabajo manual, en la reflexión. La finalidad de estas reuniones no era la de hacer algo especial, que no se hiciera en el resto de la jornada; tampoco era para aprender a hacer alguna cosa concreta. La plegaria común del cenobita pacomiano es esencialmente – y esto es lo que le da todo su valor – una comunión en la plegaria”[27].

         Estas palabras de Dom A. Veilleux muestran a los monjes pacomianos dando una doble lección: la unidad de la oración que informa toda su vida y al mismo tiempo su comunión en la oración. Lo que da valor a la plegaria de la “Koinonía” pacoomiana no es la recitación de plegarias especiales y oficiales sino simplemente de ser una comunión en la plegaria.

El panorama que ofrecen estos monjes queda lejos de la mentalidad actual que, refrendada por la legislación eclesiástica contemporánea, contempla la plegaria comunitaria de los monjes como una función oficial que se les ha atribuido, para que la lleven a cabo en nombre de la Iglesia, para bien de la misma y del mundo entero. Lo que ofrece la “Koinonia” pacomiana tiene poco que ver con el aforismo que la tradición medieval acuñará y que ha tenido y sigue teniendo valor para muchos, es decir el “monachus propter chorum”, el monje existe para estar dedicado al coro.


IV.- La oración de la Iglesia en los primeros siglos

         A lo largo de lo dicho anteriormente se han hecho algunas alusiones a la plegaria de los cristianos en los primeros siglos de la Iglesia. Creo que es necesario detenernos un poco en este tema, que sin duda, ha tenido una influencia muy importante en la plegaria del monacato posterior.

         Se ha escrito que la Iglesia del siglo III estuvo marcada por un intenso fervor espiritual, atestiguado por los consejos sobre la oración que han conservado, principalmente, los escritos de cinco autores cristianos como son Clemente de Alejandría (+211-215)[28], Tertuliano de Cartago (+220)[29], Hipólito de Roma [30], Orígenes de Alejandría[31], y Cipriano de Cartago[32].

         Todos estos autores insisten en el precepto del Señor y de Pablo de que hay que orar de modo ininterrumpido. Al hablar así no se refieren a cristianos retirados del mundo, sino que se dirigen a personas comprometidas con las exigencias de la vida humana y social, y que han de buscar el modo de satisfacer esta obligación, juntos a sus demás compromisos. De ahí su propuesta de fijar unos tiempos precisos de plegaria que permitan llevar a cabo el propósito.

         Seguramente inspirándose en ciertas alusiones del Antiguo y del Nuevo Testamento[33], proponen hacer oración sobre todo tres veces al día, veces que pronto se identificaron con las horas tercera, sexta y novena del horario civil vigente, y a las que se buscaron justificaciones bíblicas.

Tertuliano y Cipriano proponen además otras dos horas de oración, la de la mañana y la de la tarde, que encuentran justificadas también en la Escritura[34], y que responden a los dos momentos importantes de la vida del cristiano. Estas dos horas se consideran más importantes, por encima de las tres horas señaladas más arriba. Hipólito, por su cuenta, añade otros dos momentos de oración en horas distintas y algo intempestivas, que de alguna manera se introdujeron y fueron practicadas por muchos. Hipólito se expresa así en la Tradición Apostólica:

“Hacia media noche, levántate, lava las manos y ora. Y al canto del gallo, levantándote, ora también. Si tu mujer esta presente, rezad juntos; pero si no es todavía fiel, retírate a otra habitación, ora y vuelve a la cama”[35].

         Hay que insistir que estos diversos momentos de oración no se presentan como una imposición obligatoria, sino como prácticas loables destinadas a poner en práctica el precepto de la plegaria incesante. Además de estas prácticas más o menos espontáneas, existía en todas partes la reunión dominical para la celebración de la Eucaristía, que siempre ha sido el momento central y culminante de toda celebración cristiana.

         Con la paz de la Iglesia en el siglo IV, la Iglesia pudo construir lugares de culto, y la vida de oración que tenía antes una dimensión doméstica, empieza a adquirir un carácter público más o menos oficial. Tenemos testimonios de asambleas cotidianas a partir del siglo IV en África, en Palestina, en Siria, en Constantinopla, en Roma, sobre todo en las dos horas importantes de la mañana y de la tarde. Los Concilios en los siglos V y VI legislan a menudo para fijar los detalles de estas celebraciones o recomendar su frecuentación. Estas celebraciones acostumbraban a reunir al pueblo cristiano junto al obispo, a su presbiterio y ministros[36], según esquemas y textos que se fueron estableciendo paulatinamente.

Vale la pena acercarse un momento a un interesante documento del siglo IV, la “Peregrinatio Egeriae[37], que evoca los viajes realizados por una mujer, que según la casi unanimidad de los autores era de la provincia hispana de Galicia y probablemente de la familia del emperador Teodosio, por tierras de Oriente entre los años 381-384.

         Considero oportuno evocar dos fragmentos de la descripción que Egería hace de las celebraciones en la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén en un día normal, primero por la mañana y después por la tarde:

Cada día, antes del canto de los gallos, se abren todas las puertas de la Anástasis y bajan todos los monjes y vírgenes, que aquí llaman «parthenai»; y no sólo éstos, sino también hombres y mujeres del laicado que desean tomar parte en esta vigilia de la mañana. Desde esta hora hasta el amanecer se dicen himnos y salmos con responsorios y antífonas, y después de cada himno se dice una oración. Cada día dos o tres presbíteros, y también diáconos, se alternan con los monjes, y después de cada himno o antífona dicen las oraciones. Pero desde que despunta el día empiezan a decir también los himnos matutinos. Entonces llega el obispo con el clero, y al punto entra en la gruta, y desde el interior de los canceles dice primero la oración por todos; luego recuerda los nombres de los que él quiere y por último bendice a los catecúmenos. Dice asimismo la oración por los fieles y los bendice. Después de esto, al salir el obispo del interior de los canceles, se le acercan todos a besarle la mano; y él, ya fuera, los va bendiciendo uno por uno; y así termina el oficio, siendo ya de día[38].

Pero a la hora décima, que aquí llaman “Licinicon” y nosotros decimos “Lucernario”, todo el pueblo se reúne de nuevo en la Anástasís, se encienden todas las lámparas y círíos, produciéndose una claridad luminosísima. Esta luz no viene de afuera, sino que sale del interior de la gruta, donde noche y día está encendida una lámpara, esto es, dentro de los canceles. Dícense entonces los salmos vespertinos y las antífonas durante largo rato. Luego se pasa aviso al obispo, baja y se sienta en un lugar alto; se sientan también los presbíteros en sus lugares, y se dicen himnos y antífonas. Una vez terminados, según costumbre, se levanta el obispo y queda de pie ante el cancel, es decir, ante la gruta; y uno de los diáconos recuerda el nombre de cada uno, según costumbre. Al pronunciar el diácono el nombre de cada uno, los muchos pequeñuelos que allí están van respondiendo continuamente: Kyrie eleyson, o como decimos nosotros: Señor, ten piedad; voces que forman un eco prolongado. Una vez que el diácono ha terminado todo lo que debe decir, el obispo recita una oración y ora por todos; y luego todos, fieles y catecúmenos, oran juntos. Después el diácono levanta la voz advirtiendo que cada catecúmeno, allí donde está, incline la cabeza; y el obispo, de pie, da la bendición a los catecúmenos. Se hace oración, y otra vez el diácono levanta la voz y advierte que todos los fieles, de pie, inclinen sus cabezas: bendice el obispo a los files, y así se hace la despedida en la Anástasis[39].

Sin duda todas las recomendaciones dirigidas al pueblo creyente en general, así como la práctica que se fue desarrollando en los diversos lugares y tiempos, tuvieron en algún momento influencia concreta entre los ascetas y anacoretas que vivían junto a las comunidades cristianas.


V.- La evolución posterior de la oración de los monjes

         La abundante documentación que ha llegado hasta nosotros permite conocer como se ha ido desarrollando la plegaria entre los monjes. Todos intentan observar lo más estrictamente posible el precepto de la oración incesante tan claramente formulado en el nuevo Testamento y en los tratados de los primeros autores espirituales. Pero lo realizan de modo diverso según su propia tradición y teniendo en cuenta las costumbres de las Iglesia locales vecinas.

En todo caso es relativamente fácil constatar que, junto a la oración personal, que ocupaba el lugar central en los primeros tiempos, poco a poco se van multiplicando las celebraciones comunitarias. Con algunas excepciones, todos los grupos o familias monásticas introdujeron en sus comunidades las horas de oración que se practicaban en las Iglesias locales y habían sido recomendadas por los autores espirituales del siglo III.

Sin embargo, es necesario reconocer que la libertad de la imaginación de los humanos es enorme y no siempre se han respetado los límites del equilibrio, estableciendo normas y prescripciones que pueden dejar perplejos a quienes los examinamos hoy. Permítaseme recordar dos ejemplos como botón de muestra.

En la primera mitad del siglo V dos monjes, Juan y Sofronio, decidieron visitar el monasterio del Sinaí, donde fueron acogidos por el abad, el célebre san Nilo, que después de haber desempeñado  importantes funciones en la corte imperial de Constantinopla, había abrazado la vida monástica en la santa montaña. Y aquí que estos monjes nos cuentan que después de un oficio vespertino de seis salmos, asistieron al oficio de la noche que comprendía el salterio entero (150 salmos), divididos en tres nocturnos de cincuenta salmos cada uno. Después del primer nocturno se leyó la epístola de Santiago, después del segundo la epístola primera de san Pedro y después del tercero la primera epístola de san Juan. Terminadas las lecturas se cantaron nueve cánticos, los salmos matutinos (148-150), el Gloria, el Credo de Nicena, el Pater noster, y la invocación Kyrie eleison repetida 300 veces. Todo terminó con la colecta pronunciada por san Nilo[40].

Pero, atención. Conviene no pensar en una iglesia bien iluminada con los monjes colocados en confortable sillería, cada uno con un ejemplar del salterio en mano. Nada de esto. La celebración tenía lugar en un ambiente oscuro con pocos puntos de luz (velas o candiles), mientras un monje debía recitar los salmos, y la asamblea escuchaba más o menos atenta. Y una celebración de este tipo y características no debió durar menos de seis a siete horas como mínimo. Es fácil preguntarse por el aguante físico y psíquico de aquellos monjes.

         Otro caso no menos sorprendente, también del siglo V: un cierto Alejandro, probablemente funcionario imperial, decidió abrazar la vida monástica retirándose al desierto de Siria y, después de varias vicisitudes, terminó por establecer un monasterio en Bitinia, junto al Bósforo, donde murió en 436. Lo curioso de esta comunidad es que estaba organizada en tres grupos o coros que se turnaban sin interrupción para celebrar el oficio día y noche, lo que les valió el nombre de “acemetes” (akoimetoi = sin sueño), sin hacer ningún otro tipo de actividad o trabajo[41].

         A pesar de estos excesos, por regla general predominó la moderación. En este contexto me permito recordar una página de la célebre obra llamada “Instituciones[42], del abad de san Víctor de Marsella, Juan Casiano, en la que habla de la llamada “Regla del Ángel”. Juan Casiano (320-434), recién establecido en la Provenza, después de sus experiencias vividas en Egipto, Palestina, Constantinopla y Roma, evoca una reunión que habría tenido lugar en los comienzos del movimiento monástico, al parecer por tierras de Egipto sin precisar demasiado. Dice así Casiano:

“Los venerables Padres velaron con piadoso celo por el bien de la posteridad. Y así se reunieron para deliberar sobre la manera cómo debía establecerse el culto cotidiano en los monasterios, transmitiendo a sus sucesores un patrimonio de religión y piedad:, libre de toda disensión y disputa. Porque temían que en las celebraciones cotidianas surgieran discrepancias entre hombres consagrados a un mismo culto y se originara a la larga algún germen de error…Tanto fue así, que el debate se prolongó hasta la hora de la celebración de vísperas… y he aquí que, de pronto, púsose uno en medio de todos, de pie, para cantar los salmos. Permanecían los demás sentados…siguiendo absortos las palabras de aquel personaje… Recitó éste once salmos… y al fin terminó el duodécimo seguido del aleluya. Y desapareció de repente a los ojos de todos…comprendió la venerable asamblea que había sido establecida una norma general… En consecuencia se dispuso que se guardara este número de salmos tantos en las reuniones litúrgicas del día como en las de la noche”.

         Estudios modernos[43] sobre este texto de Juan Casiano han revelado que el autor había recogido una tradición antigua, originaria ciertamente de Egipto y concretamente proveniente de las colonias monásticas de Nitria y Escete, pero que la habría retocado para darle un contenido algo distinto del original, movido por su preocupación por reformar a las comunidades del sur de las Galias e introducir en ellas usos que, según él, se observaban en las comunidades de Egipto.

De hecho, la versión original de la “Regla del Ángel” habla de doce “oraciones” (no de doce salmos) para el día y doce “oraciones” para la noche, como modo práctico para llevar a cabo la oración incesante propuesta por la Escritura. Se refiere a “oraciones”, o mejor, a propuestas de oraciones que los monjes debían observar para no apartarse de propósito básico de la oración incesante. En este sentido sabemos por la vida de san Pacomio, que el anciano Palamón, el que instruyó inicialmente al mismo san Pacomio, se había impuesto sesenta oraciones cada día y cincuenta cada noche. La “Regla del Ángel” quería ser una cierta racionalización de esta plegaria continua, evitando excesos, manteniendo un régimen más humano, para decirlo de alguna manera.

Casiano, en efecto, propone un oficio ya organizado con varias horas celebradas en común, como son las  vigilias nocturnas, la reuniones del comienzo del día y de la tarde, así como un oficio de la mañana que acabó llamándose prima, y las tres horas de tercia, sexta y nona, todas con un número determinado de salmos para cada hora. La obra realizada por Juan Casiano ha tenido una influencia enorme en el desarrollo del monacato occidental. No se olvide el hecho de que sus escritos, tanto las “Instituciones[44] como sus “Colaciones[45], han merecido ser citadas por San Benito en su famosa Regla[46], proponiéndolas a sus monjes como lectura de edificación, y así el mundo monástico occidental fue edificándose sobe las bases propuestas por el Abad de San Víctor de Marsella.

CONTINUARÁ -2-
Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
Abadía de Santa María de Viaceli
39320 Cóbreces, Cantabria


         



[1] La Vida de San Antonio, ensayo sobre la espiritualidad del monacato primitivo”, Burgos 1989.
[2] Cfr. L. Bouyer, o.c. 48-49.
[3] Cfr. L. Bouyer, o.c., 49.
[4] PG 26, 844 B. 3
[5] PG 26, 897 B. 38.
[6] 2 Tes 3,10: Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma.
[7] Lc 18,1: “Les decía una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer”.
[8] 1 Tes 5,17: “Sed constantes en orar”.
[9] Las grandes decisiones de Antonio, según la “Vita”, surgen precisamente a raíz de las lecturas proclamadas en una celebración litúrgica.
[10] Cfr. L. Bouyer, o.c., p. 62.
[11] Cfr. L. Bouyer, o.c., p. 63.
[12] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp. 68-69.
[13] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp.  69-84.
[14] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp 121-122.
[15] Cfr. A. Locut, Palladius Histoires Lausiaque, Paris 1912.
[16] Historia Monachorum, PL 21, cc 387-462.
[17] Apophtegmata o Verba Seniorum, PG 35, cc 71-440; PL 73 (1860).
[18] A. Veilleux, “La Liturgie Dans le cénobitisme pachômien au quatrième siècle”,Roma 1968, Studia Anselmiana 57.
[19] Cfr. A. Veilleux, o.c. p. 176.
[20] A. Veilleux, o.c. p.176.
[21] A. Veilleux, o.c. p. 178.
[22] A. Veilleux, o.c. pp.186-197. En los capítulos siguientes el autor estudia con detalle la celebración del bautismo, de la eucaristía, de la celebración de la Pascua y de la Escritura..
[23] A. Veilleux, o.c. pp. 277-278.
[24] A. Veilleux, o.c. pp.288-292.
[25] A. Veilleux, o.c. pp.292-297.
[26] A. Veilleux, o.c. pp.297-315.
[27] A. Veilleux, o.c. p. 323.

[28] Stromata  o Tapices, 7,40, ed. De O. Stälin, t. 3 (GCS 17).
[29] De oratione 24: CCL 1, 272; De ieiunio 70,3: CCL 2, 1267.
[30] Tradición Apostólica 41, ed.  De B. Botte (LQF).
[31] De oratione 12: PG 11, 452-453.
[32] De dominica oratione 34. ed. De L. Bayard (Col. Budé).
[33] Cfr. Sal 54, 17-18; Dn 6,11; Hch 10,9.
[34] Para la mañana Sal 5,4; para la tarde sal 140,2.
[35] Hipólito, o.c. pp. 92-93.
[36] Es en esta época en que aparecen celebraciones nocturnas en Pascua, en Pentecostés, en Navidad, en Epifania, sobre todo.
[37] Cfr. A. Arce, Itinerario de la Virgen Egeria, B.A.C. 416, Madrid 1980. Y también: Enrique Bermejo Cabrera, La proclamación de la Escritura en la Liturgia deJerusalén, Estudio.terminológico del “Itinerarium Egerieae”,Jerusalen 1993.
[38] A. Arce, o.c., p.257.
[39] A. Arce, o.c., p. 259-260.
[40] Cfr. D. Bäumer - R. Biron, Histoire du Bréviaire, Paris 1905, pp.182-183.
[41] Cfr. J. Prgoire, Acémètes, DACL I/1 (1924), col 307-321.; y S Vailhé, Acémètes, DHGE 1 (1912), col. 274-282.
[42] Juan Casiano, Instituciones, Madrid 1957, pp. 60-62.
[43] Cfr. A. Veilleux, o.c. pp.330-339.
[44] Juan Casiano, Instituciones, Madrid 1957.
[45] Juan Casiano, Colaciones,  2 vol. Madrid 1998.
[46] S. Benito, Regla, 42,3 y 5; 73,5. 

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