Quizás podrá sorprender el título de esta intervención. No
ha sido elegido a la ligera sino que responde a una experiencia vivida a lo
largo de sesenta y tres años de vida monástica. Intentaré exponer el sentido de
mi interrogación, tratando de precisar lo mejor posible el concepto de monje
como lo entiendo, consciente de que la tradición secular ha ido variando, a
menudo bajo influencias más o menos seguras, un poco según los vaivenes de la
moda imperante.
.
En plan jocoso, existe una pretendida justificación
evangélica de algunas categorías de religiosos que se sirve del texto latino de
Mateo 19,27: “Ecce nos reliquimus omnia, ¿quid ergo erit nobis”, y para definir a los monjes les aplica
los términos ECCE NOS. Con ello es fácil imaginarlos revestidos de sus
venerables cogullas de largas y amplias mangas, avanzando lentamente con pasos
mesurados por el interior de claustros o basílicas, participando en solemnes
celebraciones. Muchos son los libros y artículos que gustan presentar de este
modo al género monástico. Y cabe preguntarse: La tradición, desde sus orígenes,
¿avala este modo de pensar? Trataremos de verlo con detalle.
I.- La “Vita Antonii” de San Atanasio
La
tradición es unánime en considerar el valor programático de la biografía que
San Atanasio dedicó a la figura del santo anacoreta egipcio Antonio. Esta
unanimidad, sin embargo, no significa acuerdo acerca de la delicada cuestión de
si fue realmente el primer monje en rigor histórico. En todo caso, lo que es
claro es que el Obispo de Alejandría, en sus varios destierros por causa de la
fe que defendía, tuvo ocasión e interés en dar a conocer los particulares de
aquella figura que en el Egipto de entonces había adquirido gran renombre, y
que aparecía como modelo a imitar.
El P.
Louis Bouyer, oratoriano, en su interesante ensayo sobre la “Vita Antonii”[1] afirma:
“La Vita Antonii…refleja
una imagen, que no es lo que un individuo, Atanasio u otro, sacan de su magín.
Es la imagen que aceptaban todos sus discípulos… es la muestra de un ideal que
había suscitado la misma personalidad de Antonio”[2]. Y continúa afirmando que este
documento se escribió con el fin didáctico de que el ejemplo presentado fuese
imitado. Y este ejemplo queda definido como “…un paso, una conversión, o más
bien, una serie de conversiones que son en realidad ascensiones… en cuyo
interior el movimiento ascensional, lejos de pararse, no hará sino continuar
con mayor urgencia, hasta la muerte, que se presentará como la última etapa
terrena y, por así decirlo, como la consumación de este continuo avanzar”[3].
Según san
Atanasio, Antonio, después de escuchar la Palabra de Dios, se siente llamado a
desprenderse de todos sus bienes y abrazar una vida ascética, primero junto a
su casa y, seguidamente después, en lugares apartados, como una tumba
abandonada, unas ruinas o una cueva. Esta vida ascética la define Atanasio como
un estar “atento a sí mismo y viviendo con disciplina”[4]. Esta disciplina lleva consigo
entrar en la escuela de renuncia de los propios puntos de vista y sumisión a
las tradiciones de la ascesis, tradiciones que se aprenden de quienes ya han
progresado en este camino, y que comportan un género de vida austero. Es la
raíz de lo que llegará a ser la obediencia monástica. Atanasio insiste en este
aspecto de la experiencia que lleva a cabo Antonio[5]
Las exigencias de este camino que Antonio emprende se
centran en tres puntos o aspectos, que se convertirán en elementales en la
tradición monástica posterior, el primero de los cuales es el trabajo manual,
el segundo la oración incesante y el tercero la lectura sobre todo de la Biblia.
El trabajo con las propias manos, de acuerdo con la
enseñanza del Apóstol[6], ocupa un lugar primordial en la vida
del monje, trabajo que asegura tanto su misma subsistencia como la posibilidad
de ayudar a los pobres. Este tipo de trabajo ayuda al monje a no desertar de
sus obligaciones humanas, exigiéndole someterse con mayor rigor a la exigencia
que pesa sobre la humanidad de ganar el pan con el sudor de su frente. Además
este mismo trabajo le impide en primer lugar desinteresarse de los demás
hombres, sus hermanos, y en segundo lugar también a ayudarles en sus
necesidades más elementales. En una palabra, el monje no huye del mundo para
desentenderse de él, sino para adquirir una plena libertad que le permita
seguir a Cristo y a su mensaje hasta las últimas consecuencias.
La oración incesante recomendada por Jesús[7] y
recordada por san Pablo[8], es algo más que una invitación a
orar a menudo, o incluso a orar muy a menudo. Orar “siempre” e “incesantemente”
hay que entenderlo, según en sentido real de los términos, como orar siempre y
en todas partes, evitando reducir esta actividad a una acción concreta que se juntaría
a otras actividades también concretas, sino que se trata de algo que ha de
coexistir contemporáneamente con todas las demás actividades.
Pero la oración del monje reviste un carácter dialogal, es
decir es una respuesta a la Palabra de Dios que el cristiano encuentra siempre
viva en la Sagrada Escritura, sea escuchándola en las celebraciones de la
Iglesia local[9], sea en una lectura personal,
situación esta que el P. Bouyer, para el caso concreto de Antonio, admite como
posible pero no segura[10]. La Escritura como palabra viva
dirigida personalmente a cada individuo, quiere suscitar una reacción personal,
que se traducirá después en todos los ámbitos de la vida cotidiana. La vida del
monje aparece pues como un diálogo vivo entre la Palabra de Dios y la respuesta
total que se expresa constantemente en la vida cotidiana. Según el P. Bouyer,
Antonio no ha creado ni elaborado esta forma de vida, sino que la ha recibido
de alguna manera y que, en el fondo, no es otra cosa que una vida cristiana
integral[11].
Junto a estos elementos esenciales que propone la “Vita
Antonii”, no se pueden dejar de lado otros aspectos que tienen quizás una
importancia relativa, pero que Atanasio insiste en presentar: por una parte las
virtudes humanas y sociales que hacen atrayente la figura del monje[12], y por otra las exigencias
ascéticas en las que se ejercita el monje: vigilias, ayunos, ausencia de
comodidades, lucha con el demonio[13], que forman el entramado de la
jornada de siervo de Dios.
Según la biografía de San Atanasio, Antonio nunca vivió en
comunidad, aunque en un determinado momento de su existencia aparezca como
padre espiritual de muchos discípulos que, de alguna manera, querían imitar su
ejemplo[14]. Nuestro santo monje Antonio queda
pues lejos de la imagen de un celebrador de solemnes liturgias.
II.- Los padres del desierto
El ejemplo
de Antonio, como semilla buena que cae en tierra fértil, dio fruto abundante,
sobre todo en Egipto y en los países limítrofes como son África del norte,
Palestina, Siria y Arabia. Se conoce bien toda esta realidad a través de obras
como la “Historia Lausíaca” o “Vidas de los santos Padres” de
Palladio[15], la “Historia Monachorum”
escrita en griego y traducida al latín por Rufino[16], las recopilaciones de “Apotegmata
o Verba Seniorum”[17], que fueron leídos por tantas
generaciones posteriores con las vívidas y detalladas descripciones de aquellos
anacoretas y monjes.
Entre aquellos primeros anacoretas los había quienes vivían
solos, mientras otros se reunían formando grupos o colonias, como las
famosas colonias de Nitria y Escete en Egipto. En estas colonias cada eremita
acostumbraba a tener su celda o cabaña que, a veces, podía compartir con otro u
otros hermanos. Estas celdas o cabañas estaban generalmente dispuestas alredor
de una iglesia a la que solían acudir todos para los oficios del sábado y del
domingo, y tenían también cerca panaderías que proporcionaban el pan que
constituía la base de su frugal alimentación.
En estas
colonias no se encuentra ningún régimen que podría ser llamado “conventual”, a
excepción de la función espiritual de dirección que poseían los ancianos que
habían alcanzado una cierta autoridad por su vida y su experiencia, y que
recibían el nombre de “abbas” o padre. Eran personajes notables
por sus carismas, portadores del Espíritu y a ellos correspondía acoger y
formar a los que se presentaban deseosos de abrazar aquel régimen de vida. Se
consideraba imposible adelantar en la práctica de la vida ascética sin haber
estado, al menos por un tiempo prudencial, bajo la dirección de un experto.
Los
documentos arriba mencionados recuerdan que estos anacoretas, monjes, o como se
les quiera llamar, dedicaban toda su existencia a la oración incesante,
acompañada de una vida ascética y frugal. Algunas veces podían juntarse dos o
más para realizar juntos sus oraciones, pero no hay constancia de una liturgia
comunitaria, fuera de las reuniones dominicales en la iglesia. De hecho la
existencia de estos anacoretas era una continuación, más o menos fiel, del
ejemplo dado por San Antonio.
Estos grupos
o colonias de ascetas o monjes constituían elementos de la iglesia local, como
podían ser las aldeas o poblados cristianos, que se habían ido formando por
aquellas tierras. No es posible sin embargo hablar de una “congregación” o
comunidad como se han ido configurando posteriormente en el ámbito de la
Iglesia universal. Su característica sigue siendo la de individuos que habían
escogido una dedicación total a la plegaria personal incesante según las
indicaciones evangélicas.
III.- San Pacomio y el cenobitismo
También en
Egipto y, más o menos contemporáneamente, la historia recuerda la vida y la
obra de San Pacomio. Copto de nacimiento y soldado del ejército romano, quedó
impresionado por el ejemplo de unos cristianos, lo que le movió a convertirse y
recibir el bautismo. Abrazó después la vida anacorética bajo la dirección de un
anciano, llamado Palamón, hasta que, unos años más tarde, habiendo
experimentado la realidad y los límites de aquel género de vida, se retiró a
Tabennisi donde dio inicio a su obra, que supuso un cambio trascendental en el
monaquismo de aquel entonces.
Dom Armand
Veilleux, actualmente abad del monasterio cisterciense de Scourmont (Bélgica),
ha dedicado años de trabajo paciente al estudio de las fuentes pacomianas, que
comprenden tanto las varias “Vidas” como las “Reglas” y demás documentos que
permiten conocer este importante capítulo de la historia monástica. Plasmó el
resultado de esta interesante investigación en su tesis doctoral “La
Liturgie dans le cénobitisme pachômien au quatrième siècle”[18]. El autor tiene un especial
interés en mostrar la originalidad de la obra de Pacomio, insistiendo que se
trata de algo muy distinto de lo que representaban las colonias de anacoretas
reunidas alrededor de un padre espiritual. Al mismo tiempo no duda en poner en
guardia ante un lugar común que muchos divulgadores de la historia del monacato
cristiano han repetido hasta la saciedad, caracterizando el monasterio
pacomiano como un cuartel en el que regía la estricta disciplina del ejército
romano que Pacomio había conocido en su juventud[19].
Dom
Veilleux afirma decididamente que “la especificidad de la comunidad pacomiana
es precisamente de ser no esencialmente una agrupación de individuos alrededor
de un padre, sino una comunidad de hermanos, una Koinonía. Esto queda muy bien
formulado en un párrafo de los “Praecepta”: “Si uno llega a la puerta
del monasterio, deseoso de renunciar al mundo y ser agregado al número de los
hermanos… que se una a los hermanos”[20].
La
documentación sobre el monasterio pacomiano recuerda que la comunidad se
organizaba en “casas”, cada una con su jefe responsable, sistema concebido
totalmente en función del servicio que los hermanos debía prestarse unos a
otros, y que constituía la expresión concreta de la imitación de Cristo, que se
ha hecho servidor de todos. Según Dom Veilleux, Pacomio quería que su Koinonía
se edificase siguiendo la imagen de la comunidad primitiva de Jerusalén, cuya
vida común estaba establecida sobre el fundamento de la caridad fraterna. Pero
esta unanimidad no se reducía a una actitud meramente espiritual, sino que
reclamaba ponerse concreta y físicamente al servicio de unos a los otros. La
idea del servicio, e incluso de la servidumbre, es la raíz que explica el
contenido fundamental del cenobitismo pacomiano. Dom Veilleux recuerda que
Pacomio, de acuerdo con el concepto tradicional de la autoridad de los primeros
siglos de la Iglesia, consideraba la función del superior como un servicio, y
era sumamente riguroso para impedir que los hermanos tratasen de prestarle un
trato de favor[21].
Dom A. Veilleux,
al describir la “Koinonia” que san Pacomio se esforzó en establecer, insiste
que, en realidad, cada monasterio de la misma constituía una iglesia, que
mantenía estrechos lazos de unión con las demás iglesias locales, así
como relaciones cordiales con la jerarquía establecida, como demuestran los
contactos tanto con san Atanasio como con otros obispos. La “Koinonía”
pacomiana era una comunidad en la cual la comunión en la caridad se manifestaba
en el servicio mutuo de los hermanos y, eventualmente, al servicio de la gente
de los alrededores que lo necesitasen. Como Iglesia local dependía del obispo
de la diócesis, fundada sobre el bautismo, alimentada por la participación de
la eucaristía, dedicada a la escucha y meditación de la Palabra de Dios y en la
plegaria común continua[22].
A nosotros
interesa sobre todo examinar el aspecto de la plegaria en el ámbito de la
“Koinonía” pacomiana. Dom A. Veilleux recuerda que los primeros monjes que se
unieron a la “Koinonia” eran cristianos formados en las iglesias locales en las
que habían aprendido de sus pastores y de sus comunidades de origen una
educación en orden a la plegaria, a orar sin cesar, en el silencio y la
soledad, y a rezar junto a los demás en determinados días y horas. Orar sin
cesar no significa no hacer nada más que orar, sino saber unir la plegaria a
todas las demás actividades: se ora trabajando, caminando, cantando salmos,
recitando las escrituras y dando una cierta expresión comunitaria a esta
plegaria, en determinadas horas del día [23].
Teniendo
en cuenta cuanto acabamos de afirmar, resulta que estamos en la misma línea de
las prácticas que hemos visto en Antonio y en los Padres del desierto. El
carácter comunitario de la “Koinonía” pacomiana explica que, junto a la
plegaria personal de cada monje, plegaria que podía ser durante el día o
durante la noche[24], encontremos, por vez primera,
indicaciones concretas sobre una oración “comunitaria”. Los cristianos que se
adherían a la “Koinonía” pacomiana no experimentaban dificultad para
armonizar la plegaria personal solitaria y la plegaria realizada en común con
otras personas., y así puede entenderse la información que los documentos
pacomianos proponen con bastante claridad acerca de las características de esta
plegaria comunitaria en los monasterios de san Pacomio.
Tanto la
Regla como las Vidas de san Pacomio dan testimonio de la existencia de dos
reuniones cotidianas de oración comunitaria, reuniones que reciben el nombre de
“sinaxis”, y que tenían lugar una por la mañana y otra por la tarde. La
reunión de la mañana, designada con el nombre técnico de “colecta”,
reunía a todos los hermanos del monasterio, mientras que la reunión de la
tarde, que lleva en copto el nombre técnico de “seis oraciones”, tenía
lugar solamente en cada una de las “casas” que componían el conjunto del
monasterio[25]. Dom A. Veilleux se entretiene en
estudiar las características concretas del desarrollo de estas dos “sinaxis”,
pero a nosotros basta decir que estas “sinaxis” se componían esencialmente
de recitaciones de textos de la Escritura (no necesariamente del Salterio), que
hacían los monjes según un orden establecido, y que estaban probablemente
acompañadas de un trabajo manual ligero, entrecortadas por la recitación del
Padre nuestro y de otras plegarias silenciosas acompañadas de postraciones y
signos de la cruz[26].
Dom A.
Veilleux ofrece como conclusión del capítulo sexto de su trabajo estas palabras
que tratan de definir el sentido teológico de las “sinaxis” pacomianas:
“Como todos los primeros monjes, como todos los primeros
cristianos, los Pacomianos tomaron muy en serio el precepto de la Escritura de
orar sin cesar. Toda la jornada, y a menudo también la noche de los monjes
pacomianos era una plegaria continua, que adopta generalmente la forma de una
meditación de la Escritura Santa. Dos veces al día, sin embargo, se reunían
para llevar a cabo en común lo que era la esencia de su vida. En el curso de
esta sinaxis, comulgaban en la Palabra de Dios, en la plegaria silenciosa y personal,
en el trabajo manual, en la reflexión. La finalidad de estas reuniones no era
la de hacer algo especial, que no se hiciera en el resto de la jornada; tampoco
era para aprender a hacer alguna cosa concreta. La plegaria común del cenobita
pacomiano es esencialmente – y esto es lo que le da todo su valor – una
comunión en la plegaria”[27].
Estas
palabras de Dom A. Veilleux muestran a los monjes pacomianos dando una doble
lección: la unidad de la oración que informa toda su vida y al mismo tiempo su
comunión en la oración. Lo que da valor a la plegaria de la “Koinonía”
pacoomiana no es la recitación de plegarias especiales y oficiales sino
simplemente de ser una comunión en la plegaria.
El panorama que ofrecen estos monjes queda lejos de la
mentalidad actual que, refrendada por la legislación eclesiástica
contemporánea, contempla la plegaria comunitaria de los monjes como una función
oficial que se les ha atribuido, para que la lleven a cabo en nombre de la
Iglesia, para bien de la misma y del mundo entero. Lo que ofrece la “Koinonia”
pacomiana tiene poco que ver con el aforismo que la tradición medieval acuñará
y que ha tenido y sigue teniendo valor para muchos, es decir el “monachus
propter chorum”, el monje existe para estar dedicado al coro.
IV.- La oración de la Iglesia en los primeros siglos
A lo largo
de lo dicho anteriormente se han hecho algunas alusiones a la plegaria de los
cristianos en los primeros siglos de la Iglesia. Creo que es necesario
detenernos un poco en este tema, que sin duda, ha tenido una influencia muy
importante en la plegaria del monacato posterior.
Se ha
escrito que la Iglesia del siglo III estuvo marcada por un intenso fervor
espiritual, atestiguado por los consejos sobre la oración que han conservado,
principalmente, los escritos de cinco autores cristianos como son Clemente de
Alejandría (+211-215)[28], Tertuliano de Cartago (+220)[29], Hipólito de Roma [30], Orígenes de Alejandría[31], y Cipriano de Cartago[32].
Todos
estos autores insisten en el precepto del Señor y de Pablo de que hay que orar
de modo ininterrumpido. Al hablar así no se refieren a cristianos retirados del
mundo, sino que se dirigen a personas comprometidas con las exigencias de la
vida humana y social, y que han de buscar el modo de satisfacer esta
obligación, juntos a sus demás compromisos. De ahí su propuesta de fijar unos
tiempos precisos de plegaria que permitan llevar a cabo el propósito.
Seguramente inspirándose en ciertas alusiones del Antiguo y del Nuevo Testamento[33], proponen hacer oración sobre todo
tres veces al día, veces que pronto se identificaron con las horas tercera,
sexta y novena del horario civil vigente, y a las que se buscaron
justificaciones bíblicas.
Tertuliano y Cipriano proponen además otras dos horas de
oración, la de la mañana y la de la tarde, que encuentran justificadas también
en la Escritura[34], y que responden a los dos
momentos importantes de la vida del cristiano. Estas dos horas se consideran
más importantes, por encima de las tres horas señaladas más arriba. Hipólito,
por su cuenta, añade otros dos momentos de oración en horas distintas y algo
intempestivas, que de alguna manera se introdujeron y fueron practicadas por
muchos. Hipólito se expresa así en la Tradición Apostólica:
“Hacia media noche, levántate, lava las manos y ora. Y al
canto del gallo, levantándote, ora también. Si tu mujer esta presente, rezad
juntos; pero si no es todavía fiel, retírate a otra habitación, ora y vuelve a
la cama”[35].
Hay que
insistir que estos diversos momentos de oración no se presentan como una
imposición obligatoria, sino como prácticas loables destinadas a poner en
práctica el precepto de la plegaria incesante. Además de estas prácticas más o
menos espontáneas, existía en todas partes la reunión dominical para la
celebración de la Eucaristía, que siempre ha sido el momento central y
culminante de toda celebración cristiana.
Con la paz
de la Iglesia en el siglo IV, la Iglesia pudo construir lugares de culto, y la
vida de oración que tenía antes una dimensión doméstica, empieza a adquirir un
carácter público más o menos oficial. Tenemos testimonios de asambleas
cotidianas a partir del siglo IV en África, en Palestina, en Siria, en
Constantinopla, en Roma, sobre todo en las dos horas importantes de la mañana y
de la tarde. Los Concilios en los siglos V y VI legislan a menudo para fijar
los detalles de estas celebraciones o recomendar su frecuentación. Estas
celebraciones acostumbraban a reunir al pueblo cristiano junto al obispo, a su
presbiterio y ministros[36], según esquemas y textos que se
fueron estableciendo paulatinamente.
Vale la pena acercarse un momento a un interesante
documento del siglo IV, la “Peregrinatio Egeriae”[37], que evoca los viajes realizados
por una mujer, que según la casi unanimidad de los autores era de la provincia
hispana de Galicia y probablemente de la familia del emperador Teodosio, por
tierras de Oriente entre los años 381-384.
Considero
oportuno evocar dos fragmentos de la descripción que Egería hace de las
celebraciones en la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén en un día normal,
primero por la mañana y después por la tarde:
Cada día, antes del canto de los gallos, se abren todas las
puertas de la Anástasis y bajan todos los monjes y vírgenes, que aquí llaman
«parthenai»; y no sólo éstos, sino también hombres y mujeres del laicado que
desean tomar parte en esta vigilia de la mañana. Desde esta hora hasta el
amanecer se dicen himnos y salmos con responsorios y antífonas, y después de
cada himno se dice una oración. Cada día dos o tres presbíteros, y también
diáconos, se alternan con los monjes, y después de cada himno o antífona dicen
las oraciones. Pero desde que despunta el día empiezan a decir también los
himnos matutinos. Entonces llega el obispo con el clero, y al punto entra en la
gruta, y desde el interior de los canceles dice primero la oración por todos;
luego recuerda los nombres de los que él quiere y por último bendice a los
catecúmenos. Dice asimismo la oración por los fieles y los bendice. Después de
esto, al salir el obispo del interior de los canceles, se le acercan todos a
besarle la mano; y él, ya fuera, los va bendiciendo uno por uno; y así termina
el oficio, siendo ya de día[38].
Pero a la hora décima, que aquí llaman “Licinicon” y
nosotros decimos “Lucernario”, todo el pueblo se reúne de nuevo en la
Anástasís, se encienden todas las lámparas y círíos, produciéndose una claridad
luminosísima. Esta luz no viene de afuera, sino que sale del interior de la
gruta, donde noche y día está encendida una lámpara, esto es, dentro de los
canceles. Dícense entonces los salmos vespertinos y las antífonas durante largo
rato. Luego se pasa aviso al obispo, baja y se sienta en un lugar alto; se sientan
también los presbíteros en sus lugares, y se dicen himnos y antífonas. Una vez
terminados, según costumbre, se levanta el obispo y queda de pie ante el
cancel, es decir, ante la gruta; y uno de los diáconos recuerda el nombre de
cada uno, según costumbre. Al pronunciar el diácono el nombre de cada uno, los
muchos pequeñuelos que allí están van respondiendo continuamente: Kyrie
eleyson, o como decimos nosotros: Señor, ten piedad; voces que forman un eco
prolongado. Una vez que el diácono ha terminado todo lo que debe decir, el
obispo recita una oración y ora por todos; y luego todos, fieles y catecúmenos,
oran juntos. Después el diácono levanta la voz advirtiendo que cada catecúmeno,
allí donde está, incline la cabeza; y el obispo, de pie, da la bendición a los
catecúmenos. Se hace oración, y otra vez el diácono levanta la voz y advierte
que todos los fieles, de pie, inclinen sus cabezas: bendice el obispo a los
files, y así se hace la despedida en la Anástasis[39].
Sin duda todas las recomendaciones dirigidas al pueblo
creyente en general, así como la práctica que se fue desarrollando en los
diversos lugares y tiempos, tuvieron en algún momento influencia concreta entre
los ascetas y anacoretas que vivían junto a las comunidades cristianas.
V.- La evolución posterior de la oración de los monjes
La
abundante documentación que ha llegado hasta nosotros permite conocer como se
ha ido desarrollando la plegaria entre los monjes. Todos intentan observar lo
más estrictamente posible el precepto de la oración incesante tan claramente
formulado en el nuevo Testamento y en los tratados de los primeros autores
espirituales. Pero lo realizan de modo diverso según su propia tradición y
teniendo en cuenta las costumbres de las Iglesia locales vecinas.
En todo caso es relativamente fácil constatar que, junto a
la oración personal, que ocupaba el lugar central en los primeros tiempos, poco
a poco se van multiplicando las celebraciones comunitarias. Con algunas
excepciones, todos los grupos o familias monásticas introdujeron en sus
comunidades las horas de oración que se practicaban en las Iglesias locales y
habían sido recomendadas por los autores espirituales del siglo III.
Sin embargo, es necesario reconocer que la libertad de la
imaginación de los humanos es enorme y no siempre se han respetado los límites
del equilibrio, estableciendo normas y prescripciones que pueden dejar
perplejos a quienes los examinamos hoy. Permítaseme recordar dos ejemplos como
botón de muestra.
En la primera mitad del siglo V dos monjes, Juan y
Sofronio, decidieron visitar el monasterio del Sinaí, donde fueron acogidos por
el abad, el célebre san Nilo, que después de haber desempeñado
importantes funciones en la corte imperial de Constantinopla, había abrazado la
vida monástica en la santa montaña. Y aquí que estos monjes nos cuentan que
después de un oficio vespertino de seis salmos, asistieron al oficio de la
noche que comprendía el salterio entero (150 salmos), divididos en tres
nocturnos de cincuenta salmos cada uno. Después del primer nocturno se leyó la
epístola de Santiago, después del segundo la epístola primera de san Pedro y
después del tercero la primera epístola de san Juan. Terminadas las lecturas se
cantaron nueve cánticos, los salmos matutinos (148-150), el Gloria, el Credo de
Nicena, el Pater noster, y la invocación Kyrie eleison repetida 300 veces. Todo
terminó con la colecta pronunciada por san Nilo[40].
Pero, atención. Conviene no pensar en una iglesia bien
iluminada con los monjes colocados en confortable sillería, cada uno con un
ejemplar del salterio en mano. Nada de esto. La celebración tenía lugar en un
ambiente oscuro con pocos puntos de luz (velas o candiles), mientras un monje
debía recitar los salmos, y la asamblea escuchaba más o menos atenta. Y una
celebración de este tipo y características no debió durar menos de seis a siete
horas como mínimo. Es fácil preguntarse por el aguante físico y psíquico de
aquellos monjes.
Otro caso
no menos sorprendente, también del siglo V: un cierto Alejandro, probablemente
funcionario imperial, decidió abrazar la vida monástica retirándose al desierto
de Siria y, después de varias vicisitudes, terminó por establecer un monasterio
en Bitinia, junto al Bósforo, donde murió en 436. Lo curioso de esta comunidad
es que estaba organizada en tres grupos o coros que se turnaban sin
interrupción para celebrar el oficio día y noche, lo que les valió el nombre de
“acemetes” (akoimetoi = sin sueño), sin hacer ningún otro tipo de
actividad o trabajo[41].
A pesar de
estos excesos, por regla general predominó la moderación. En este contexto me
permito recordar una página de la célebre obra llamada “Instituciones”[42], del abad de san Víctor de
Marsella, Juan Casiano, en la que habla de la llamada “Regla del Ángel”.
Juan Casiano (320-434), recién establecido en la Provenza, después de sus
experiencias vividas en Egipto, Palestina, Constantinopla y Roma, evoca una
reunión que habría tenido lugar en los comienzos del movimiento monástico, al
parecer por tierras de Egipto sin precisar demasiado. Dice así Casiano:
“Los venerables Padres velaron con piadoso celo por el bien
de la posteridad. Y así se reunieron para deliberar sobre la manera cómo debía
establecerse el culto cotidiano en los monasterios, transmitiendo a sus
sucesores un patrimonio de religión y piedad:, libre de toda disensión y
disputa. Porque temían que en las celebraciones cotidianas surgieran
discrepancias entre hombres consagrados a un mismo culto y se originara a la larga
algún germen de error…Tanto fue así, que el debate se prolongó hasta la hora de
la celebración de vísperas… y he aquí que, de pronto, púsose uno en medio de
todos, de pie, para cantar los salmos. Permanecían los demás sentados…siguiendo
absortos las palabras de aquel personaje… Recitó éste once salmos… y al fin
terminó el duodécimo seguido del aleluya. Y desapareció de repente a los ojos
de todos…comprendió la venerable asamblea que había sido establecida una norma
general… En consecuencia se dispuso que se guardara este número de salmos
tantos en las reuniones litúrgicas del día como en las de la noche”.
Estudios
modernos[43] sobre
este texto de Juan Casiano han revelado que el autor había recogido una
tradición antigua, originaria ciertamente de Egipto y concretamente proveniente
de las colonias monásticas de Nitria y Escete, pero que la habría retocado para
darle un contenido algo distinto del original, movido por su preocupación por
reformar a las comunidades del sur de las Galias e introducir en ellas usos
que, según él, se observaban en las comunidades de Egipto.
De hecho, la versión original de la “Regla del Ángel”
habla de doce “oraciones” (no de doce salmos) para el día y doce “oraciones”
para la noche, como modo práctico para llevar a cabo la oración incesante
propuesta por la Escritura. Se refiere a “oraciones”, o mejor, a
propuestas de oraciones que los monjes debían observar para no apartarse de
propósito básico de la oración incesante. En este sentido sabemos por la vida
de san Pacomio, que el anciano Palamón, el que instruyó inicialmente al mismo
san Pacomio, se había impuesto sesenta oraciones cada día y cincuenta cada
noche. La “Regla del Ángel” quería ser una cierta racionalización de
esta plegaria continua, evitando excesos, manteniendo un régimen más humano,
para decirlo de alguna manera.
Casiano, en efecto, propone un oficio ya organizado con
varias horas celebradas en común, como son las vigilias nocturnas, la
reuniones del comienzo del día y de la tarde, así como un oficio de la mañana
que acabó llamándose prima, y las tres horas de tercia, sexta y nona, todas con
un número determinado de salmos para cada hora. La obra realizada por Juan
Casiano ha tenido una influencia enorme en el desarrollo del monacato
occidental. No se olvide el hecho de que sus escritos, tanto las “Instituciones”[44] como
sus “Colaciones”[45], han merecido ser citadas por San
Benito en su famosa Regla[46], proponiéndolas a sus monjes como
lectura de edificación, y así el mundo monástico occidental fue edificándose
sobe las bases propuestas por el Abad de San Víctor de Marsella.
CONTINUARÁ -2-
Jorge Gibert Tarruell
Monje cisterciense
Abadía de Santa María de Viaceli
39320 Cóbreces, Cantabria
[2] Cfr. L. Bouyer, o.c. 48-49.
[3] Cfr. L. Bouyer, o.c., 49.
[7] Lc 18,1: “Les decía una parábola para enseñarles
que es necesario orar siempre, sin desfallecer”.
[8] 1 Tes 5,17: “Sed constantes en orar”.
[9] Las grandes decisiones de Antonio, según la
“Vita”, surgen precisamente a raíz de las lecturas proclamadas en una
celebración litúrgica.
[11] Cfr. L. Bouyer, o.c., p. 63.
[13] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp. 69-84.
[14] Cfr. L. Bouyer, o.c. pp 121-122.
[18] A. Veilleux, “La Liturgie Dans le cénobitisme pachômien au
quatrième siècle”,Roma 1968, Studia Anselmiana 57.
[22] A. Veilleux, o.c. pp.186-197. En los capítulos siguientes el autor estudia con
detalle la celebración del bautismo, de la eucaristía, de la celebración de la
Pascua y de la Escritura..
[23] A. Veilleux, o.c. pp. 277-278.
[24] A. Veilleux, o.c. pp.288-292.
[25] A. Veilleux, o.c. pp.292-297.
[26] A. Veilleux, o.c. pp.297-315.
[36] Es en esta época en que
aparecen celebraciones nocturnas en Pascua, en Pentecostés, en Navidad, en
Epifania, sobre todo.
[37] Cfr. A. Arce, Itinerario de la Virgen Egeria, B.A.C.
416, Madrid 1980. Y también: Enrique Bermejo Cabrera, La proclamación de la Escritura en la Liturgia deJerusalén,
Estudio.terminológico del “Itinerarium Egerieae”,Jerusalen 1993.
[38] A. Arce, o.c., p.257.
[39] A. Arce, o.c., p. 259-260.
[40] Cfr. D. Bäumer - R. Biron, Histoire du Bréviaire, Paris 1905, pp.182-183.
[41] Cfr. J. Prgoire, Acémètes, DACL I/1 (1924), col 307-321.;
y S Vailhé, Acémètes, DHGE 1 (1912),
col. 274-282.
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