ALTERNATIVA
AL COMUNITARISMO
Y AL INDIVIDUALISMO
Fundamentos
teológicos de la comunidad
“Contemplado el hombre a la luz
de la revelación cristiana, se deduce la dimensión social del proyecto creador
de Dios: no es bueno que el hombre esté
solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada (Gn 2,18). Esta afirmación
evidencia que no es bueno para el hombre permanecer siempre en la soledad,
privado de sus semejantes. Necesita del encuentro con el otro, ya que la
existencia dialogal con sus iguales y con Dios le hace posible alcanzar su
pleno desarrollo”[1]. Así
lo afirmó el concilio VT II en la Constitución Gaudium et spes n. 25: Por ello, a través del trato con los demás,
de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social
engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su
vocación.
Y, “porque el hombre
fue hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26), en él se da la dimensión
personal y la comunitaria-trinitaria, sin que ambas dimensiones se excluyan
entre sí. Las dos deben darse en la vida humana, puesto que son constitutivas
del hombre. Toda la vida trinitaria es un intercambio eterno de conocimiento y
amor entre las tres divinas personas, y el ideal de la vida humana no es otro
que ese mismo intercambio eterno, filial respecto a Dios, fraternal respecto a
los hombres”[2].
“La vida comunitaria implica
una referencia fundamental a la vida trinitaria. En ésta halla su origen
aquella, y la vida de comunidad debe intentar reproducir la trinitaria”[3].
“La Iglesia, y como ella la
comunidad monástica, no es más que la comunión de amor restaurada por la
redención de Cristo, y destinada a trabajar para que todos los hombres de todos
los tiempos y espacios se incorporen a esa comunión de amor”[4].
La apertura al “tú” es la
experiencia primordial del ser humano, aquella en la que tuvo su origen el yo, como entidad
única-singular-irrepetible.
El tú humano, no es
simplemente algo distinto e indefinido, ni es tan solo género humano, sino que
indica rostros concretos, palabras, gestos, interacciones a menudo complejas y
también dolorosas, choques con una diversidad irreductible…; significa sentirse
llamado de un modo personal y original, y sentirse responsable ante el otro, y a la vez necesitado de la presencia del
otro, de ese tú particular; significa hacerse reconocer por él: “sin el otro
distinto de mí, yo no soy nadie, al menos, desde el punto de vista comunitario”[5].
El hombre, según la clásica
antropología cristiana, es una “unidad dialogal espiritual”[6],
y solo se realiza en su individualidad abriéndose al diálogo con Dios y con los
hermanos. Para el cristiano, en efecto, conocer a Dios es un acto intersubjetivo, no sólo porque implica
la apertura a otro, sino porque es un acto que tiene lugar dentro de una serie
de mediaciones en varios niveles, ante todo la de la Palabra dicha por Dios y
hecha resonar luego en la comunicación fraterna.
El hombre es relación,
nace de una relación y se abre enseguida a la relación; no se da un “yo” sin un
“tú”; por otro lado, la perspectiva cristiana anuncia a un Dios-Relación que
establece enseguida una relación privilegiada con el hombre, lo salva mediante
la Redención, lo envía a la relación con los hombres sus hermanos, y le invita
a una relación para siempre con Él, y a través de él, con todas sus criaturas.
La
comunidad monástica fraternidad en Cristo
Desde los principios de la vida cenobítica se dio una gran importancia
a la vida común en fraternidad, centrada en Cristo, origen y meta de la
comunión.
“San Benito emplea
para designar al monje la palabra hermano
con preferencia a cualquier otra. La comunidad monástico-benedictina es una
fraternidad. Un grupo de hijos de Dios, iluminados por una fe viva y sostenida
por una gran esperanza, unen sus vidas para amarse y amar juntos a Dios”[7].
La imagen que de la
comunidad traza San Benito, es una comunidad totalmente basada en la fe, que
busca a Dios en todo, y que vive amando a Dios y al hermano; comunidad con un
único fin: buscar a Dios.
“Vivir en profundidad
esa fraternidad cristiana en un contexto carismático particular es la razón
última por la que la comunidad monástica se forma y subsiste”[8].
La
Eucaristía es vínculo de unión entre los hermanos
“No es posible recibir la Eucaristía
como un alimento privado para después encerrarse en el propio individualismo.
Ella -la Eucaristía- nos une al Señor y en ese sentido nos une entre
“nosotros”. Es vinculante, en el sentido de que nos hace miembros del Cuerpo de
Cristo, cuya unidad se constituye en los vínculos de la profesión de fe, de los
sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión”[9].
Por lo que comulgar,
no puede entenderse en una perspectiva individualista, “Nuestra individualidad,
del encuentro en la comunión, se abre, liberada de su egocentrismo e insertada
en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria”[10]. Y desde ahí, mientras que
nos une a Cristo, nos abre a los demás, nos hace miembros los unos de los
otros, y nos une no sólo a los hermanos más próximos sino también a los que
están lejos, en todas las partes del mundo.
De
la centralidad del sujeto a la crisis del individualismo
No ignoramos que
llevar a la práctica lo dicho, tampoco es fácil en una sociedad en que se vive
un casi exacerbado individualismo que conlleva una cada vez más profunda falta
de sentido de la vida comunitaria.
Más sin duda la evangelización
de las distintas formas culturales va realizando una transformación en el seno
de nuestras comunidades; así, según las épocas y las sociedades, la influencia
del comunitarismo y también del individualismo se tornan desafíos en la propia
conversión personal y comunitaria, por la que hay que luchar individual y
comunitariamente también.
“Es indudable que se
ha producido una transición desde el valor central de la comunidad y del bien
común, típico de una cierta fase histórica y una cierta concepción de la
sociedad occidental de los cristianos, a la centralidad del individuo, con consecuencias evidentes,
y sin embargo positivas, ya que los sujetos estaban al servicio del bien común,
y ha hecho, cada vez más, que la sociedad se ponga al servicio de la
realización de los sujetos y de sus necesidades: si en otro tiempo las
instituciones (incluso la eclesiástica) intentaba crear practicantes militantes
al servicio incondicional de la causa, luego las cosas dejaron de ser así,
ocupando el centro no ya la causa, sino la persona,
que exige realizarse a sí misma buscando su propio bienestar, y dentro de este
bienestar se convierte, en alguien capaz de ser generoso y de comprometerse
profundamente”[11].
Sin embargo se necesita un discernimiento
claro entre personalismo e individualismo. Entre comunitarismo (más propio de
generaciones anteriores) y vida fraterna en comunidad.
Es verdad que en estos últimos años, hemos
podido observar que el individualismo se ha ido convirtiendo en un modo de
actuar o de ser, en todas las formas de vida social, incluyendo la monástica.
Sin duda es por el afán de búsqueda de
nuestra propia identidad, de algo que nos “distinga” en cierto modo de los que
nos rodean. Mas eso, que en sí es positivo, nos suele encerrar tanto en
nosotros mismos, que nos olvidamos del otro. Vivimos muchas veces las
relaciones, centradas en nuestros propios intereses, siempre condicionadas por
la utilidad que todo tiene para sí mismo. El “Otro” es visto como una amenaza
real al “yo”, como alguien que me limita, me coarta, me condiciona. Es así que
nos olvidamos de que para encontrarnos a “nosotros” hay que verse en los
“otros”. Sin la conciencia de que sin el otro nunca podremos vernos o
distinguirnos, ni tampoco de la falta de originalidad y eficacia que tenemos en
la sociedad en que vivimos. La centralidad del yo, no responde hoy
especialmente a las exigencias profundas del yo mismo; está como en acto un
proceso de desilusión.
Actitudes
que son constructoras de la comunidad cristiana
El hombre de hoy -en
nuestro caso concreto- el monje/a de hoy, al mismo tiempo que tiene conciencia
viva de su propia dignidad personal, debe luchar por tener la conciencia
refleja de su dimensión social y comunitaria. Debe saberse “persona, precisamente por estar abierto
a otras personas y en relación con
ellas”[12]
La vida comunitaria como hemos visto más
arriba, en todos los tiempos, condensa y resume todo el contenido de la vida
religiosa y constituye lo más nuclear e integrador de la misma. No se trata de
estar juntos, sino en estar unidos con Cristo y en Cristo,
compartiéndolo todo, desde los niveles más profundos: experiencia de Dios,
vivencia de la fe, amor de fraternidad, ideas, tareas, bienes materiales, etc.
-Amar con amor total,
renunciando a toda posible forma de egoísmo en su amor.
-Vivir decididamente
para los demás, en disponibilidad total de lo que es y de lo que tiene, dándolo
todo y dándose a sí mismo sin reservas, comunicando no sólo los bienes
materiales, y principalmente la fe y experiencia de Dios.
-Estar siempre
disponible para los demás, sin condiciones de tiempo o de lugar, y sin acepción
de personas.
Mi experiencia de esta alternativa al
comunitarismo y al individualismo en una comunidad concreta
Todo lo rápidamente
dicho anteriormente, puedo afirmarlo con el conocimiento que da la propia
experiencia, ya que en una comunidad concreta, convivimos las tres generaciones
en las que se perciben muy bien, este proceso de tendencias: el comunitarismo, personalismo
e individualismo, frente al “nosotros
comunitario”.
La generación de
las mayores de 70 años, que han vivido ese comunitarismo, tan típico de una fase histórica ya pasada, en el
que el valor central lo ocupaba la comunidad
y el bien común, intentando estar al
servicio incondicional de la causas, quedando la persona siempre un poco en la sombra.
La generación de
los 48-62 años, prima la persona, pero se da un discernimiento claro, entre
personalismo e individualismo, busca y lucha por este equilibrio que no es
fácil.
La generación de
las más jóvenes 28-36, prima la persona, y también la tendencia al
individualismo no del todo positivo y equilibrado, al menos en la práctica.
En este sentido, es
una especie de simbiosis en la que hay vida y creo ser verdaderamente realista,
si digo que también hay crecimiento espiritual, personal y comunitario. Por lo
menos, se busca vivir en una “unidad dialogal espiritual” -como dijimos más
arriba- insertada en la Persona de Jesús, que a su vez está envuelta en la
comunión trinitaria.
Hna. Florinda Panizo
BIBLIOGRAFIA
Juan Pablo II, Congregavit
nos in unum Crhisti amor, La vida fraternal en comunidad, Editorial PPC,
Madrid 1995.
Pascual Augusto, El
compromiso cristiano del monje, Ediciones Monte Carmelo, Zamora 1977.
Alonso Mª Severino, La utopia de la vida religiosa, Instituto Teológico de Vida
Religiosa, Madrid 1985.
M. Tenace, “L’antropologia tra la filosofia e la teologia”, en Leioni sulla divinomanità, Roma, p.
395
Cencini Amedeo, Relacionarse
para compartir, Ediciones Sal Terrae, Bilbao 2003.
Pons Perales Eduardo, Vivir el don de la comunidad, Ediciones San Pablo, Madrid 1995.
González Bocos L., Guerrero J. Mª, Discernimiento comunitario, Instituto teológico de vida religiosa,
Madrid 1976.
Aparicio Rodríguez Ángel, Canals Casas Joan, Diccionario
de la vida consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid 1989.
______________________
[3] Íbidem, p. 29.
[4] Íbidem p. 31.
[5] G. Anghisola a Paul
Ricoeur, publicado en Avvenire, 27-VII-2001, 21.
[6] M. Tenace, “L’antropologia tra la filosofia e la teologia”, en Leioni sulla divinomanità, Roma, p. 395.
[7] Augusto
Pascual, El compromiso cristiano del monje,
Ediciones Monte Carmelo, Zamora 1977, p. 70-71.
[12] Severino
Mª Alonso, La utopia de la vida religiosa,
Instituto Teológico de Vida Religiosa, Madrid 1985, p. 126.
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