Dios
realiza la salvación del hombre a través de la
historia del hombre, comienza con Adán y Eva y culmina con el nacimiento
del Verbo de Dios que viene en el
silencio para que el hombre lo escuche y reciba.
Dios, después de haber hablado muchas
veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en
estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó
heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo [1].
El
misterio de salvación entreteje las páginas de la Biblia, los siglos de la tradición
y los documentos del Magisterio de la Iglesia, a través de sus múltiples
tradiciones, en ellos recogidas, y en su numerosa y rica variedad de géneros literarios
y de autores, cuyo objetivo no es otro que el de manifestar la acción de Dios en la historia del hombre
mismo, en sus propias vidas.
Su
intervención va dirigida siempre a sacarlos de la situación penosa en que se
encuentran; a librarlos de la condición de esclavitud en que viven como
herencia de su misma existencia humana, como consecuencia de su propia
equivocación y malicia a lo largo de la historia; a hacerlos salir de su
desesperada condición de hombres abocados a la muerte y a la ruina total. Esta
es la intención primera y última del Dios que se revela y actúa en Jesucristo, que
es el que pone en marcha toda la acción salvífica en la historia.
Los
acontecimientos y hechos concretos de la historia de los hombres, en grupos
humanos, en comunidades o pueblos, han sido vividos, vistos y experimentados
como acontecimientos salvíficos, como verdaderas intervenciones salvadoras de
Dios. Y como tales han sido transmitidas, de palabra y por escrito, en la
predicación y en la oración, como objeto de confesión de fe o motivos para la
alabanza, la bendición y la súplica.
Así
ocurrió con la emigración de los patriarcas, con la salida de los descendientes
de Jacob de Egipto, con la alianza del Sinaí, la peregrinación por el desierto,
la entrada en Canaán, la instauración de la monarquía en David y su posterior
destrucción; con la existencia de esos voceros de Dios que han sido los
profetas, con el destierro a Babilonia y su retorno del mismo.
Así
aconteció también con el nacimiento de Jesús de Nazaret, su manifestación como
pregonero de la llegada del reino de Dios, con su pasión y muerte bajo Poncio
Pilato y con su resurrección de entre los muertos. Así como en el envío y
recepción del Espíritu Santo a la comunidad de discípulos, la transformación de
los mismos en testigos de Cristo vivo y resucitado; la del envío de estos
testigos hasta los confines de la tierra, guiados por el mismo Espíritu, para
anunciar a los hombres esa salvación obrada por Cristo que los incorpora a su
Obra redentora.
Así,
pues, las intervenciones salvíficas de Dios en la historia de los hombres
tienen su centro y culmen en Cristo. La salvación, en efecto, se orienta a “recapitular todas las cosas en Cristo”, a
hacer de todos los hombres una sola familia, la familia de Dios, haciéndolos “hijos en el Hijo”, insertándolos
íntimamente en él, incorporándolos a él[2].
ORIGEN
DE LAS FIESTAS DE NAVIDAD
Los
primeros cristianos en los tres primeros siglos no celebraban esta fiesta
Navidad el 25 diciembre. Primero era conmemorado en Oriente, y más tarde pasó
también en Occidente, el día 6 de enero quizá porque el 25 de diciembre en el
Imperio Romano se celebraba la fiesta del Sol
y los cristianos por prudencia prefirieron relativizar la fecha concreta,
no el acontecimiento. Tampoco hay documentos que atestigüen claramente que
fuera ese día. Pero no es esto lo fundamental de esta celebración ni lo que
ahora nos atañe.
Lo
que realmente nos importa es saber que Dios y su amor infinito al hombre se da
a conocer en los acontecimientos de la historia de la salvación. La
luz de la fe permite descubrir la verdadera profundidad de los hechos
e interpretarlos auténticamente. Con el Nacimiento de Jesús se cumple el
anuncio del profeta Isaías: “Un niño nos
ha nacido, un hijo se nos ha dado, y es su nombre ‘Mensajero del designio
divino”[3].
La noticia de su nacimiento es una proclamación de alegría porque en Él, en Jesús, Dios ha venido para consolar a su pueblo, para iniciar su Reino[4]. Nadie puede, en consecuencia, sentirse al margen de este evento: “Los confines de la tierra han proclamado la victoria de nuestro Dios”[5].
La Liturgia nos prepara para vivir el acontecimiento de la Venida del Señor. En la Primera Lectura del día 24 de diciembre, el Profeta Isaías, nos estimula a espabilarnos, a despertar y a tener conciencia de lo grandioso del acontecimiento: ¡Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, Ciudad Santa! ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahveh a Sión. Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado Yahveh su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y han visto todos los cabos de la tierra la salvación de nuestro Dios[6].
El
profeta transmite el deseo ardiente de su Dios por hacer real y efectiva la
salvación en favor del pueblo, y para ello hay que espabilar a Jerusalén. Ahora
la Iglesia, Nueva Jerusalén, que yace, en muchos de sus sectores y en cada uno
de nosotros, vencida por un profundo sopor, dormida, como anestesiada, insensible
e inconsciente de la Buena noticia de la Salvación.
En la Segunda Lectura de mismo día 24, San Agustín se hace
eco de las advertencias del Profeta Isaías y dice: Despierta, hombre, por ti,
Dios se hizo hombre. Despierta, tú que duermes, surge de entre los muertos y
Cristo con su luz te alumbrará.
Estarías muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Hubieras perecido, si él no te hubiera auxiliado. Estarías perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte[7].
Estarías muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Hubieras perecido, si él no te hubiera auxiliado. Estarías perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte[7].
No podemos dejar de sentirnos invitados a
reflexionar sobre el amor de Dios que viene a los hombres. El Cristo que tomó
parte en la historia de los hombres, hace dos mil años, vive y continúa su
misión salvadora dentro de la misma historia humana. Por eso, la Navidad es un
acontecimiento divino y humano, que será siempre actual, mientras haya un
hombre en la tierra.
La
Navidad enriquece la visión del plan salvífico de Dios y lo hace más humano y,
en cierto sentido, más hogareño. Aunque esta fiesta apunta también directamente
a la celebración de la Pascua.
Es
el Dios inmenso y eterno que desciende a tomar la condición humana e irrumpe en
el tiempo del hombre para que éste pueda alcanzarlo. Nadie, aunque quiera,
puede permanecer al margen de este misterio. El mundo entero acepta el
acontecimiento del nacimiento del Señor, como la fecha central de la historia
de la humanidad: antes de Cristo, o después de Cristo.
Celebremos, pues, con alegría la
venida de nuestra salvación y redención. Acoger ahora al Señor que quiere nacer
en el corazón del hombre, de cada uno de nosotros.
Hna. LMJP
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