Introducción
El primer instrumento de las
buenas obras, del capítulo cuarto de la Regla de San Benito, es: ante todo,
“amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas”[1]. Como consecuencia, también el segundo: “Luego al prójimo
como a sí mismo”[2]. Porque estos dos grandes mandamientos: de amar a Dios y amar
al prójimo son distintos, y a la vez inseparables: el amor por los demás
depende de nuestro amor a Dios; y nuestro amor a Dios se demuestra por nuestro
amor a los demás. Así nos lo dice San Juan[3]. No podemos refugiarnos en el amor de Dios en exclusiva.
El amor de Dios tiene otra cara que es el prójimo.
A Dios, a veces, no cuesta
amarlo, no se le ve. Pero al prójimo, con frecuencia, sí es difícil amarlo. El
prójimo nos necesita, nos molesta, nos inquieta; hasta podemos tener razones
para no amarlo, porque hasta él mismo se nos puede mostrar como enemigo. Hemos
de recordar siempre, que no hay más que un amor con dos vertientes: Dios y el
hermano. No ama a Dios quien no ama a su prójimo.
El sentido y fin de la
práctica de la virtud en el monasterio es la realización perfecta del ideal
cristiano. Por eso los diez mandamientos siguen siendo el fundamento
indispensable de la vida virtuosa monástica. La Santa Regla renuncia,
como corresponde a su característica, a los tratados sobre virtudes y vicios
tan familiares al monacato oriental y ofrece al monje en la sencilla colección
de 74 “instrumentos” (la palabra latina permite también traducirlos por
“instrucciones”), la suma de sus deberes, cuya observancia le lleva con
seguridad a la meta.
Es posible, aunque no está
demostrado, que el fundamento del capítulo cuarto sea una antigua instrucción
cristiana de catecúmenos. Incluso puede ser también que dicho capítulo contenga
una síntesis de comportamiento a raíz de la profesión monástica, “de la
práctica monástica de la virtud”[4]. Puede llamar la atención que San Benito no mencione
expresamente la conocida doctrina “de los ocho vicios capitales”, tan conocida
por el monacato antiguo y que aún hoy está presente en la enseñanza de los
siete pecados capitales. El Abad Casiano le dedica los ocho libros de las
“Instituciones” y la quinta “Conferencia”[5]. Trata sobre las particularidades, origen y vencimiento de los
vicios. Uno de los primeros divulgadores de la “doctrina sobre los ocho vicios”
es el monje místico Evagrio Póntico.
Es oportuno indicar al
principio que el título de este capítulo podría ser mal entendido si se quiere
retroproyectar a San Benito la polémica protestante sobre la fe y las obras.
San Benito lo utiliza en sentido complexivo, que podríamos llamar “El camino
hacia la Santidad”.
Este capítulo es como una reproducción del Sermón de la Montaña[6] y de las enseñanzas de Jesús, de las Cartas de San Pablo
y de las Cartas Católicas. Estas enseñanzas versan sobre las buenas obras: el
cumplimiento de los Mandamientos, las obras de misericordia, las
Bienaventuranzas. Asimismo se tienen presentes las invitaciones a llevar la Cruz, a romper con el mundo,
a no anteponer nada al amor de Cristo, a vivir en la verdad y en la bondad, a
amar a los enemigos y a huir de los vicios capitales. La Regla insiste en las
exigencias de la santidad: ser humilde ante Dios; temer el día del juicio y
anhelar la vida eterna; apartarse de los malos pensamientos y de las palabras
malas y deshonestas; lecturas santas; oración; llorar los propios pecados;
romper con la carne; obedecer; no desear que lo tengan por santo; amar la
castidad; no aborrecer a nadie; orar por los enemigos y hacer la paz antes de
terminar el día, y jamás desesperar de la misericordia de Dios. Este capítulo
nos parece un examen abreviado del camino de la vida sacado del Evangelio. En
su conjunto aparece el dinamismo de la vida nueva traída por Cristo. Se trata
de una admirable síntesis del comportamiento cristiano.
Instrumenta bonorum perum: Los instrumentos del
arte espiritual
Cuanto precede en la Regla de San Benito,
hasta el capítulo cuarto, nos ha dado a conocer la constitución orgánica de la
sociedad monástica. En adelante, y hasta el capítulo séptimo inclusive, se va a
hablar de la persona y de su programa de perfección individual: es la parte
de la Regla que
constituye lo que podríamos llamar la espiritualidad de San Benito; es la
constitución espiritual de los monjes. Recordemos con qué insistencia señalaba
San Benito en el prólogo que el desarrollo de la vida cristiana se realiza
mediante la práctica de las buenas obras y el constante ejercicio de todas las
virtudes: ahora describe ordenadamente esta actividad. La larga enumeración del
capítulo cuarto catalogará las principales formas bajo las que esta actividad
se manifiesta; seguidamente dedicará unos breves tratados a las disposiciones
fundamentales de obediencia, recogimiento y humildad.
Los comentaristas han puesto
a prueba su sagacidad para precisar el significado de estas tres palabras: Instrumenta
bonorum operum. Habiendo hablado por dos veces el apóstol San Pablo de la
armadura del cristiano, ¿querrá señalar aquí San Benito las cualidades
interiores de que debemos estar pertrechados -habitus activi quibus instruimur-
para cumplir efectivamente todas las buenas obras? ¿O bien considera San Benito
los textos escriturísticos de que están compuestos la mayoría de los versículos
de este capítulo, como verdaderos instrumentos, medios seguros y eficaces,
destinados a hacernos practicar las buenas obras? Algo así como si para obrar
el bien no necesitáramos más que escuchar las solicitudes divinas.
Con menor sutileza,
podríamos también interpretar la palabra instrumenta en su acepción
de “documento oficial”, con valor jurídico, y traducir: “normas de vida
virtuosa”, como máximas prácticas del bien. San Benito hablará, al final del
capítulo, de los “instrumentos del arte espiritual”, y presentará al monasterio
como un “taller” donde se aprende a utilizarlos[7]; y como de lo que se trata es realmente de las buenas obras,
San Benito las podrá calificar de adimpleta: “cumplidas” (v. 76)[8].
Este capítulo cuarto, simple
catálogo de máximas morales que, salvo excepción, no ocupan más que una línea,
tiene apariencia de bloque errante; con todo, un examen detenido prueba no sólo
que buena parte de su terminología y su contenido doctrinal se hallan en los
capítulos 5, 6 y 7, sino que forma con ellos una unidad literaria, los prepara
y hasta cierto punto anticipa su doctrina.
Es uno de los capítulos más largos de la RB. Contiene primeramente
un catálogo de 74 instrumentos o máximas espirituales que, sin ningún
preámbulo, empieza por el primer precepto del decálogo y termina, con el “no
desesperar jamás de la misericordia divina” (RB 4,74).
La mayoría están sacadas
de la Biblia,
otras de los Padres de la
Iglesia, otras de los autores monásticos, y algunas de
autores profanos. Más que citas literales son elaboración original de
pensamientos ajenos. No existe un orden lógico y las sentencias se juntan entre
sí formando pequeños grupos más o menos articulados unos con otros, sea en
torno a un mismo tema ideológico, sea por adoptar una misma forma literaria o
compartir la misma inspiración bíblica.
Las antiguas reglas
monásticas adoptaban de ordinario esta forma sentenciosa y sobria[9]. Y de ellas, de la Sagrada Escritura, además de otras fuentes,
San Benito ha espigado sus 72 instrumentos de las buenas obras. Hasta el
momento sigue sin ser demostrado que no haya hecho más que copiar,
modificándolas más o menos, una o varias colecciones anteriores[10].
Sería superfluo querer
reducir los instrumentos a una distribución metódica o al desarrollo de un plan
único. San Benito no pensó en nada semejante, sino que se limita a situar en
cabeza lo más digno de consideración y agrupa las sentencias que se refieren al
mismo tema o están unidas por cierta analogía. Las máximas de la perfección
sobrenatural concuerdan con los preceptos esenciales del cristianismo, pues
estos encierran en su misma simplicidad toda la doctrina moral, y que tanto en
el prólogo como en los capítulos sucesivos, San Benito concibe la santidad
monástica bajo la forma de una expansión regular, normal y tranquila de la
gracia del bautismo.
El elenco se divide en dos partes. La primera, del
1-40, se distingue por una mayor abundancia de referencias bíblicas. Todos los
comienzos de sección proceden de la Escritura y por la insistencia casi continua
de los deberes para con el prójimo. La segunda parte, 42-74, recurre menos
a la Biblia y
sus referencias son menos claras, pero su doctrina es más sistemática y
elaborada, y, salvo el final, atañe a los deberes para con Dios y con uno
mismo.
Primero vienen los dos
grandes mandamientos de la
Ley y del Evangelio, seguidos por seis artículos del
Decálogo -de los cuales cinco están en la forma en que el mismo Jesús los cita-
y por la regla de oro enunciada por el Libro de Tobías y por el Sermón de la
Montaña[11].
Ante todo, «amar al Señor
Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas»[12]
“Ante todo, amar al Señor
Dios de todo corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”[13]. Ciertamente, y bajo todos los puntos de vista, este es el
primer instrumento. En primer lugar, es un precepto universal. Se encuentra ya
en la ley mosaica tal cual[14] y el Señor no tuvo necesidad más que de recordarlo[15]. Sin embargo, no podemos olvidar que el Nuevo Testamento le
ha otorgado un puesto de máxima importancia. En la economía de la nueva ley se
ha dado una más amplia y más íntima efusión del Espíritu de Dios: “El amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado”[16]. Y el amor filial es -según enseña el apóstol- la
característica de la Nueva Alianza.
No siendo la vida monástica
en substancia más que la vida cristiana, no puede causar maravilla que se
propongan al monje los mismos deberes morales que a todo cristiano. Por este
amor, el hombre lo ha dejado todo, y por la vida monástica, le consagra todas
sus potencias y facultades. Es una adhesión a Dios con toda la voluntad, y con
toda la comprensión y fuerza de que es capaz. Es el móvil supremo y el fin
último de toda su vida.
El amor ha de ser la
característica del monje. Y el termómetro de amor a Dios es la caridad
fraterna, el amor como entrega a otro. Toda nuestra vida es una tendencia hacia
Dios en el olvido del propio yo.
Este es el instrumento más
importante y en realidad el único, pues todos los demás son diversas
expresiones de este. Quien lo ejercita se hace capaz de entender lo que
significa: “Dios es Amor”, pues “quien no ama no ha conocido a Dios, porque
Dios es Amor”[17].
Así como Dios ama, así
debemos amar también nosotros. Este capítulo nos dice concretamente lo que es
el amor auténtico.
A continuación se concreta
el modo de amar: “Con todo el corazón, con todas las fuerzas”[18]. Para lograr esto, recogerse con frecuencia en la oración. Un
corazón puro y libre se concentra naturalmente y sin esfuerzo en el Espíritu
que habita en él. En este movimiento se realiza la acción de la Iglesia: el pueblo de Dios
que peregrina se reúne en Cristo. ¿Queremos emplear todas nuestras fuerzas en
amar a Dios?, o bien, ¿nos dejamos absorber por cosas sin importancia? Hemos de
pensar que Dios nos ama con todas sus fuerzas.
Es un precepto fácil tanto por parte de su acto como
por parte de su objeto. Para amar no es necesario ser grande, ni rico, ni estar
sano, ni ser inteligente. Es el acto más espontáneo y el más simple; es un acto
primero al que hemos sido preparados desde la infancia, gracias a las sonrisas
y caricias que acunaron nuestra vida; Dios mismo lo ha provocado así para
asegurárselo. El acto es fácil por parte del objeto: tan natural es amar a Dios
como conocerlo, y para ello bastan las solas facultades del hombre.
Es indudable que un amor
tal, mientras no emane de una facultad sobrenatural, sería incapaz de
llevarnos a Dios, pero sigue siendo cierto que Dios es naturalmente amable.
Sobrenaturalmente lo es, se nos ha dado a conocer por los beneficios generales
del cristianismo y por esa especial revelación de su bondad que va implicada en
cada una de nuestras existencias. Nos ha dado lo necesario para amarle
sobrenaturalmente, para corresponderle con un afecto igual al suyo. Y ha
añadido el precepto: “Amarás”. El precepto tiene su propia eficacia para
hacernos conocer y amar a Dios; pues, a fin de cuentas, sólo quien ama, sólo
quien es bueno y posee belleza tiene derecho a exigir ser amado, sólo quien ama
sin límites puede exigir un amor sin límites. Es realmente fácil y dulce amar a
nuestro Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo: la ternura, la belleza y la pureza
infinitas.
Y luego, «al prójimo como a sí mismo»[19]
Junto al amor a Dios, el
amor al prójimo: “De estos dos mandamientos penden la ley entera y los
Profetas”[20]. Podemos detenernos ante el precepto de la caridad fraterna.
Es de constante aplicación y la mitad de los instrumentos de las buenas obras
formulan sus diferentes modalidades, que no son sino subdivisiones.
Cristo añade un segundo
mandamiento parecido al primero porque su objeto es también el amor por el
mismo motivo: es decir, por el amor a Dios debemos amar también a nuestros
prójimos. Este segundo mandamiento que se cita sobre el amor
del prójimo concuerda verbalmente con Lev 19,18 según los LXX. En el
Levítico, por prójimo se entiende al israelita, y en ese sentido lo entendían
los contemporáneos de Jesús. Los doctores y fariseos habían desvirtuado este
segundo precepto, aplicando la palabra prójimo únicamente a los que
eran del pueblo judío o sus amigos. Cristo, en esta como en otras ocasiones,
quiso recomendar el amor universal, sin exclusivismos, a todos los hombres,
puesto que todos son imágenes de Dios.
El objeto de nuestra caridad
es el prójimo, es decir, nuestro hermano quienquiera que sea. El fruto de
nuestra caridad es Dios. Amamos porque Dios quiere que nosotros amemos. Amamos
porque el prójimo es criatura de Dios y porque el amor que tenemos a Dios
abarca naturalmente todo lo relacionado con él. Amamos porque Dios ama y
abdicamos de ciertas repugnancias personales ante la soberana apreciación de
Dios. Amamos por lo que de Dios hay en el prójimo, pues así como la Eucaristía es una
prolongación de la
Encarnación, el prójimo es una prolongación de la Eucaristía: Dios se ha
preocupado celosamente de que no encontráramos a nadie más que a él en todas
las avenidas de nuestra vida.
El Señor se considera
como el beneficiario real de nuestra caridad: “Cuando lo hicisteis con uno de
estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”[21]. No existe en realidad sino un solo acto de caridad que
abarca indivisiblemente a Dios, a nosotros mismos y al prójimo: a Dios por ser
quien es, a nosotros por él y al prójimo porque es hijo de él y está en él.
Y
a fin de disipar toda duda sobre el alcance de nuestra caridad, se nos ha dado
un criterio fácil: el amor sobrenatural que nos tenemos a nosotros mismos:
“como a ti mismo”[22]. Todo el bien que nos deseemos y nos esforcemos por conseguir
para nosotros, debemos procurárselo al prójimo con nuestro deseo, nuestra
oración y nuestros esfuerzos.
“Dios es amor, y quien
permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”[23]. Estas palabras de la primera carta de San Juan expresan con
claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y
también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo
versículo San Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la
existencia cristiana: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos
creído en él”.
Hemos creído en el amor de
Dios: así puede expresar el cristiano -y aún más el monje-la opción fundamental
de su vida. No se comienza a ser cristiano y menos aún monje, por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva. En su Evangelio, San Juan había expresado este acontecimiento con las
siguientes palabras: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para
que todos los que creen en él tengan vida eterna”[24].
La fe cristiana,
poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de
Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el
israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del
Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia:
“Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con
todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”[25]. Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este
mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en
el Libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”[26]. Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero[27], ahora el amor ya no es solo un “mandamiento“, sino la
respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.
No en vano el Señor
dejará en la última cena, como característica de los suyos, el amor de unos a
otros: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos
con otros”[28]. Y es la prueba clara del amor de Dios, hasta llamar San Juan
“mentiroso” al que dice que ama a Dios y no ama al prójimo con hechos[29]. Era la doctrina en la que tanto insistieron los profetas y
autores sagrados, y que aquí se describe a su estilo[30].
Uno de los bienes de la vida cenobítica es la
convivencia con otros hermanos, por cuyo medio hallará el monje mil ocasiones
de manifestar su amor a Dios, haciéndoles objeto, no solo en lo íntimo del
alma, sino también en todas las circunstancias, del mejor afecto y amor con que
se ama a sí mismo. Y con esta fuerza de convergencia a Dios, toda la vida queda
unificada, simplificada y se torna sumamente fecunda.
Conocemos también el importante papel que
juega el prójimo en estos instrumentos. Como el buen samaritano, consideremos a
todo hombre prójimo y nos haremos cargo de su indigencia. En la comunidad
hallamos continuamente personas que necesitan nuestra ayuda, y si prestamos
atención a su muda pero constante súplica, pronto compartiremos con un corazón
dilatado, verdaderamente “católico”, las penas y las alegrías de todos los
hombres.
Amor quiere decir entregarse por los demás así
como Cristo se entregó a la voluntad del Padre. En el mundo se hace mucho bien
por amor de Dios, pero San Benito desea de sus monjes una pureza de corazón tan
grande, que lo hagan “todo” por amor, que el amor de Dios conmueva de tal
manera su corazón que estén prontos a cualquier servicio de la caridad por
costoso que sea.
El amor es ingenioso y se hace todo para
todos; y “el celo amargo es destructor y lo acapara todo para sí”[31]. Nosotros deseamos el celo ingenioso del amor, pero hemos de
estar convencidos de que solo lo conseguiremos si servimos a los demás y nos
situamos por debajo de ellos.
El amor de Cristo nos estimula y apremia a
correr y volar con las alas del santo celo. El verdadero amante ama a Dios
y a su prójimo; el verdadero celador es el mismo amante, pero en grado
superior, según los grados de amor; de modo que, cuanto más amor tiene, por
tanto mayor celo es compelido. Y si uno no tiene celo, es señal cierta que
tiene apagado en su corazón el fuego del amor, la caridad. Aquel que tiene celo
desea y procura, por todos los medios posibles, que Dios sea siempre más
conocido, amado y servido en esta vida y en la otra, puesto que este sagrado
amor no tiene ningún límite.
Lo mismo practica con su prójimo, deseando y
procurando que todos estén contentos en este mundo y sean felices y
bienaventurados en el otro; que todos se salven, que ninguno se pierda
eternamente, que nadie ofenda a Dios y que ninguno se encuentre un solo momento
en pecado, así como lo vemos en los santos apóstoles y en cualquiera que esté
dotado de espíritu apostólico.
Conclusión
Además de observar los diez
Mandamientos -incumbencia de todo hombre-, nosotros los monjes debemos
practicar especialmente los “instrumentos de las buenas obras”. Como el mismo
San Benito dice al comienzo del capítulo cuarto, debemos en primer lugar, “amar
a Dios sobre todas las cosas, y amar luego a nuestro prójimo como a nosotros
mismos”[32]. Hemos de manifestarnos esta misma medida de amor y respeto
mutuos, seamos jóvenes o viejos, sin la cual la vida de familia resulta de todo
punto imposible. En la práctica, esto significa que tenemos la obligación de
respetar los derechos de cada uno de nuestros hermanos.
Pero para poder
realizarlo, debemos hacer un uso constante de todos los “instrumentos
de las buenas obras”, evitando todo lo que pueda disminuir o perjudicar el buen
nombre del “otro”. Por tanto, deberíamos crear entre nosotros el hábito de
caridad en las relaciones interpersonales, aprovechando las oportunidades que
ofrece la vida en común, y evitando el chismorrear y la detracción, o causar
daño a toda la comunidad a través de la murmuración o la falta de cooperación.
Es difícil que nuestro amor
a Dios sea tal que nunca desobedezcamos sus mandamientos. Por lo que conocemos
de nuestros sentimientos, emociones y reacciones, parece imposible alcanzar o
manifestar un amor perfecto. Dios sabe que no podemos lograrlo por nuestras
propias fuerzas. Es una obra de gracia, una obra del precioso “Don del Espíritu
Santo”. Dios ha prometido cumplir esa obra en nosotros si se lo pedimos y
permitimos que lo haga.
Aunque la obra es
completamente de Dios, no estamos absueltos de toda responsabilidad. No podemos
culpar a Dios si no vemos su amor demostrado en nuestros corazones. Cuando
vemos imperfecciones en ese amor que demostramos, solo podemos culparnos a
nosotros mismos y a nadie más. No hemos permitido que Dios haga todo lo que Él
quiere hacer en nosotros.
Quien ama a Dios, en cierta
manera, lleva dentro de sí la
Regla. Y cuando un fervor de fe y de ternura anima
nuestras obras, todo sale a pedir de boca: “Ama y haz lo que quieras”, dice San
Agustín. Si el cristiano ama como Dios quiere y con la plenitud del Espíritu
Santo para amar, naturalmente guardará los mandamientos de Dios concerniente al
trato de los demás. El que sinceramente ama a su prójimo no lo oprimirá ni le
engañará, no le pagará mal por mal y no guardará ningún rencor contra él.
Amar a Dios, como lo
describe el Nuevo Testamento, no es algo normal para el hombre. La naturaleza
con que nacimos nos hace enemigos de Dios[33]. Amar a Dios como Jesús manda[34] , debe ser la respuesta del hombre al amor que Dios
tiene por él. Dios ama a todo el hombre: su corazón, su alma y su mente. Por lo
tanto, se espera que el hombre ame a Dios con todo su ser.
El amor por los demás
depende del amor que Dios nos mostró a nosotros de antemano. “Amados, si Dios
nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”[35]. El amor del cristiano por los demás refleja el amor de Dios
por nosotros. El Espíritu Santo es el que hace que el amor de Dios por nosotros
se convierta en amor por otros[36].
En este capítulo aparecen,
en efecto, los grandes principios de iniciación a la vida cristiana, como los
mandamientos, las obras de misericordia, los pecados capitales, los novísimos,
etc.; junto, es verdad, a otros principios de alta espiritualidad. San Benito,
como todos los maestros del monacato antiguo, tenían muy claro lo que hoy, tal
vez, no tenemos tanto: que la vida espiritual ha de regenerar al hombre desde
sus raíces, y que, si esto no se hace, se construye sobre arena. Claro que él
nos estimula a abrir horizontes muy amplios y muy altos, y a urgir al monje a
lanzarse hacia ellos[37].
“He aquí los instrumentos del arte espiritual, los cuales, si los utilizamos
incesantemente día y noche, y los devolvemos el día del juicio, nos
recompensará el Señor con aquel galardón que tiene prometido: Que ni ojo
vio, ni oído oyó, ni el hombre entendió lo que Dios tiene preparado para los
que le aman “[38].
También afirma que “la
oficina donde hemos de practicar con diligencia todas estas cosas, es el
recinto del monasterio…”[39]. Donde y con diligencia. Aquí, en el
monasterio, con diligente amor, pues el monasterio es el lugar donde se aprende
y ejercita la caridad en toda su plenitud.
No cabe duda, que el
pensamiento de San Benito sigue siendo de actual. Y es innegable que sigue
viviendo, a pesar del mito que la historia le ha echado encima a pesar de los
pocos datos históricos que de él sabemos. Es un ejemplo para los monjes y los
cristianos del siglo XXI, que está marcado por un ritmo de vida frenético,
donde son frecuentes los episodios de intolerancia y de incomunicabilidad, las
divisiones y los conflictos. Su testimonio nos invita a saber unir el amor a
Dios con el amor al prójimo, y a no cansarnos de reanudar las relaciones de
fraternidad y de reconciliación.
Hna. Florinda Panizo
_______________________
[1] RB 4,1; Mc 12,30; Mt 22,37; Lc 10,27.
[2] RB 4,2; Mc 12,31; Mt 22,39; Lc 10,27.
[3] “Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece
a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no
puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20).
[5] Casiano, Intituciones -5,12
[7] Es probablemente una reminiscencia de
CASIANO, quien llama a los ayunos, a las vigilias, etc., perfectionis instrumenta (Colaciones, I, 7: N 19, p. 43).
Casiano menciona además los instrumenta
virtutum (Colaciones, VI, 10:
N 19, p. 282); y San Benito reproducirá esta expresión en el último capítulo de
su Regla. Instrumenta significa también documentos,
archivos.
[8] [Adimpleta: del verbo adimpleo, que del comunísimo
sentido de “cumplir” pasó a significar “poner en práctica” y, después,
“ejercitar”, “utilizar”. Cf. A. Lentini, S. Benedetto. La Regola (Montecasino
2 1980) p. 110. En este último sentido emplea este participio San Benito en el
v. 76, pero Dom Delatte aquí juega también con su acepción común].
[9] Ver, por ejemplo, las Reglas de S.
Macario, de S. Pacomio (159), etc.
[10] Si exceptuamos la RM fechada
actualmente como anterior a la RB, y que según algunos
especialistas puede ser atribuida al mismo San Benito.
[17] Cf. Jn 4, 8. Dios amaba a Israel, Is 54,8. La
misión del Hijo único como Salvador del mundo, v.9; Jn 3,16;4,42; Cf. Rm
3,24-25; 5,8; etc., manifiesta que el amor es de Dios, v. 7, porque el mismo
Dios es Amor, v. 16; 3,16, y hace participar en el amor, vv. 10,19, al creyente
hijo de Dios, 1,3.
[22] Lv 19, 18; Mc 12,31; Mt 22,39; Lc 10,27; Rm 13, 9; Gá 5,14.
[26] Lv 19, 18; Mc 12, 29- 31.
[30] Is 58, 7; Job 22, 6, etc.
[32] RB 4, 1-2; Mc 12, 28-31; Mt 22, 34-40; Lc 10, 25-28.
[33] Lc 19, 11-14; Jn 3, 20; Rm 5, 10; Col 1, 21.
[34] Mt 22, 37, Det. 6, 4,
5.
[38] RB 4,75-77; 1Co 2, 9.
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