6 de agosto de 2013

REGLA BENEDICTINA: EXÉGESIS

Introducción
 El primer instrumento de las buenas obras, del capítulo cuarto de la Regla de San Benito, es: ante todo, “amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”[1]. Como consecuencia, también el segundo: “Luego al prójimo como a sí mismo”[2]. Porque estos dos grandes mandamientos: de amar a Dios y amar al prójimo son distintos, y a la vez inseparables: el amor por los demás depende de nuestro amor a Dios; y nuestro amor a Dios se demuestra por nuestro amor a los demás. Así nos lo dice San Juan[3]. No podemos refugiarnos en el amor de Dios en exclusiva. El amor de Dios tiene otra cara que es el prójimo.
 
A Dios, a veces, no cuesta amarlo, no se le ve. Pero al prójimo, con frecuencia, sí es difícil amarlo. El prójimo nos necesita, nos molesta, nos inquieta; hasta podemos tener razones para no amarlo, porque hasta él mismo se nos puede mostrar como enemigo. Hemos de recordar siempre, que no hay más que un amor con dos vertientes: Dios y el hermano. No ama a Dios quien no ama a su prójimo.
 
El sentido y fin de la práctica de la virtud en el monasterio es la realización perfecta del ideal cristiano. Por eso los diez mandamientos siguen siendo el fundamento indispensable de la vida virtuosa monástica. La Santa Regla renuncia, como corresponde a su característica, a los tratados sobre virtudes y vicios tan familiares al monacato oriental y ofrece al monje en la sencilla colección de 74 “instrumentos” (la palabra latina permite también traducirlos por “instrucciones”), la suma de sus deberes, cuya observancia le lleva con seguridad a la meta.
 
Es posible, aunque no está demostrado, que el fundamento del capítulo cuarto sea una antigua instrucción cristiana de catecúmenos. Incluso puede ser también que dicho capítulo contenga una síntesis de comportamiento a raíz de la profesión monástica, “de la práctica monástica de la virtud”[4]. Puede llamar la atención que San Benito no mencione expresamente la conocida doctrina “de los ocho vicios capitales”, tan conocida por el monacato antiguo y que aún hoy está presente en la enseñanza de los siete pecados capitales. El Abad Casiano le dedica los ocho libros de las “Instituciones” y la quinta “Conferencia”[5]. Trata sobre las particularidades, origen y vencimiento de los vicios. Uno de los primeros divulgadores de la “doctrina sobre los ocho vicios” es el monje místico Evagrio Póntico.
 
Es oportuno indicar al principio que el título de este capítulo podría ser mal entendido si se quiere retroproyectar a San Benito la polémica protestante sobre la fe y las obras. San Benito lo utiliza en sentido complexivo, que podríamos llamar “El camino hacia la Santidad”. Este capítulo es como una reproducción del Sermón de la Montaña[6] y de las enseñanzas de Jesús, de las Cartas de San Pablo y de las Cartas Católicas. Estas enseñanzas versan sobre las buenas obras: el cumplimiento de los Mandamientos, las obras de misericordia, las Bienaventuranzas. Asimismo se tienen presentes las invitaciones a llevar la Cruz, a romper con el mundo, a no anteponer nada al amor de Cristo, a vivir en la verdad y en la bondad, a amar a los enemigos y a huir de los vicios capitales. La Regla insiste en las exigencias de la santidad: ser humilde ante Dios; temer el día del juicio y anhelar la vida eterna; apartarse de los malos pensamientos y de las palabras malas y deshonestas; lecturas santas; oración; llorar los propios pecados; romper con la carne; obedecer; no desear que lo tengan por santo; amar la castidad; no aborrecer a nadie; orar por los enemigos y hacer la paz antes de terminar el día, y jamás desesperar de la misericordia de Dios. Este capítulo nos parece un examen abreviado del camino de la vida sacado del Evangelio. En su conjunto aparece el dinamismo de la vida nueva traída por Cristo. Se trata de una admirable síntesis del comportamiento cristiano. 
 
Instrumenta bonorum perum: Los instrumentos del arte espiritual
 Cuanto precede en la Regla de San Benito, hasta el capítulo cuarto, nos ha dado a conocer la constitución orgánica de la sociedad monástica. En adelante, y hasta el capítulo séptimo inclusive, se va a hablar de la persona y de su programa de perfección individual: es la parte de la Regla que constituye lo que podríamos llamar la espiritualidad de San Benito; es la constitución espiritual de los monjes. Recordemos con qué insistencia señalaba San Benito en el prólogo que el desarrollo de la vida cristiana se realiza mediante la práctica de las buenas obras y el constante ejercicio de todas las virtudes: ahora describe ordenadamente esta actividad. La larga enumeración del capítulo cuarto catalogará las principales formas bajo las que esta actividad se manifiesta; seguidamente dedicará unos breves tratados a las disposiciones fundamentales de obediencia, recogimiento y humildad.
 
Los comentaristas han puesto a prueba su sagacidad para precisar el significado de estas tres palabras: Instrumenta bonorum operum. Habiendo hablado por dos veces el apóstol San Pablo de la armadura del cristiano, ¿querrá señalar aquí San Benito las cualidades interiores de que debemos estar pertrechados -habitus activi quibus instruimur- para cumplir efectivamente todas las buenas obras? ¿O bien considera San Benito los textos escriturísticos de que están compuestos la mayoría de los versículos de este capítulo, como verdaderos instrumentos, medios seguros y eficaces, destinados a hacernos practicar las buenas obras? Algo así como si para obrar el bien no necesitáramos más que escuchar las solicitudes divinas.
 
Con menor sutileza, podríamos también interpretar la palabra instrumenta en su acepción de “documento oficial”, con valor jurídico, y traducir: “normas de vida virtuosa”, como máximas prácticas del bien. San Benito hablará, al final del capítulo, de los “instrumentos del arte espiritual”, y presentará al monasterio como un “taller” donde se aprende a utilizarlos[7]; y como de lo que se trata es realmente de las buenas obras, San Benito las podrá calificar de adimpleta: “cumplidas” (v. 76)[8].
 
Este capítulo cuarto, simple catálogo de máximas morales que, salvo excepción, no ocupan más que una línea, tiene apariencia de bloque errante; con todo, un examen detenido prueba no sólo que buena parte de su terminología y su contenido doctrinal se hallan en los capítulos 5, 6 y 7, sino que forma con ellos una unidad literaria, los prepara y hasta cierto punto anticipa su doctrina.
Es uno de los capítulos más largos de la RB. Contiene primeramente un catálogo de 74 instrumentos o máximas espirituales que, sin ningún preámbulo, empieza por el primer precepto del decálogo y termina, con el “no desesperar jamás de la misericordia divina” (RB 4,74).
 
La mayoría están sacadas de la Biblia, otras de los Padres de la Iglesia, otras de los autores monásticos, y algunas de autores profanos. Más que citas literales son elaboración original de pensamientos ajenos. No existe un orden lógico y las sentencias se juntan entre sí formando pequeños grupos más o menos articulados unos con otros, sea en torno a un mismo tema ideológico, sea por adoptar una misma forma literaria o compartir la misma inspiración bíblica.
 
Las antiguas reglas monásticas adoptaban de ordinario esta forma sentenciosa y sobria[9]. Y de ellas, de la Sagrada Escritura, además de otras fuentes, San Benito ha espigado sus 72 instrumentos de las buenas obras. Hasta el momento sigue sin ser demostrado que no haya hecho más que copiar, modificándolas más o menos, una o varias colecciones anteriores[10].
 
Sería superfluo querer reducir los instrumentos a una distribución metódica o al desarrollo de un plan único. San Benito no pensó en nada semejante, sino que se limita a situar en cabeza lo más digno de consideración y agrupa las sentencias que se refieren al mismo tema o están unidas por cierta analogía. Las máximas de la perfección sobrenatural concuerdan con los preceptos esenciales del cristianismo, pues estos encierran en su misma simplicidad toda la doctrina moral, y que tanto en el prólogo como en los capítulos sucesivos, San Benito concibe la santidad monástica bajo la forma de una expansión regular, normal y tranquila de la gracia del bautismo.
El elenco se divide en dos partes. La primera, del 1-40, se distingue por una mayor abundancia de referencias bíblicas. Todos los comienzos de sección proceden de la Escritura y por la insistencia casi continua de los deberes para con el prójimo. La segunda parte, 42-74, recurre menos a la Biblia y sus referencias son menos claras, pero su doctrina es más sistemática y elaborada, y, salvo el final, atañe a los deberes para con Dios y con uno mismo.
 
Primero vienen los dos grandes mandamientos de la Ley y del Evangelio, seguidos por seis artículos del Decálogo -de los cuales cinco están en la forma en que el mismo Jesús los cita- y por la regla de oro enunciada por el Libro de Tobías y por el Sermón de la Montaña[11].
 
            Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas»[12]
 “Ante todo, amar al Señor Dios de todo corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”[13]. Ciertamente, y bajo todos los puntos de vista, este es el primer instrumento. En primer lugar, es un precepto universal. Se encuentra ya en la ley mosaica tal cual[14] y el Señor no tuvo necesidad más que de recordarlo[15]. Sin embargo, no podemos olvidar que el Nuevo Testamento le ha otorgado un puesto de máxima importancia. En la economía de la nueva ley se ha dado una más amplia y más íntima efusión del Espíritu de Dios: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”[16]. Y el amor filial es -según enseña el apóstol- la característica de la Nueva Alianza.

No siendo la vida monástica en substancia más que la vida cristiana, no puede causar maravilla que se propongan al monje los mismos deberes morales que a todo cristiano. Por este amor, el hombre lo ha dejado todo, y por la vida monástica, le consagra todas sus potencias y facultades. Es una adhesión a Dios con toda la voluntad, y con toda la comprensión y fuerza de que es capaz. Es el móvil supremo y el fin último de toda su vida.
 
El amor ha de ser la característica del monje. Y el termómetro de amor a Dios es la caridad fraterna, el amor como entrega a otro. Toda nuestra vida es una tendencia hacia Dios en el olvido del propio yo.
 
Este es el instrumento más importante y en realidad el único, pues todos los demás son diversas expresiones de este. Quien lo ejercita se hace capaz de entender lo que significa: “Dios es Amor”, pues “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor”[17].
 
Así como Dios ama, así debemos amar también nosotros. Este capítulo nos dice concretamente lo que es el amor auténtico.
 
A continuación se concreta el modo de amar: “Con todo el corazón, con todas las fuerzas”[18]. Para lograr esto, recogerse con frecuencia en la oración. Un corazón puro y libre se concentra naturalmente y sin esfuerzo en el Espíritu que habita en él. En este movimiento se realiza la acción de la Iglesia: el pueblo de Dios que peregrina se reúne en Cristo. ¿Queremos emplear todas nuestras fuerzas en amar a Dios?, o bien, ¿nos dejamos absorber por cosas sin importancia? Hemos de pensar que Dios nos ama con todas sus fuerzas.
 
Es un precepto fácil tanto por parte de su acto como por parte de su objeto. Para amar no es necesario ser grande, ni rico, ni estar sano, ni ser inteligente. Es el acto más espontáneo y el más simple; es un acto primero al que hemos sido preparados desde la infancia, gracias a las sonrisas y caricias que acunaron nuestra vida; Dios mismo lo ha provocado así para asegurárselo. El acto es fácil por parte del objeto: tan natural es amar a Dios como conocerlo, y para ello bastan las solas facultades del hombre.
 
Es indudable que un amor tal, mientras no emane de una facultad sobrenatural, sería incapaz de llevarnos a Dios, pero sigue siendo cierto que Dios es naturalmente amable. Sobrenaturalmente lo es, se nos ha dado a conocer por los beneficios generales del cristianismo y por esa especial revelación de su bondad que va implicada en cada una de nuestras existencias. Nos ha dado lo necesario para amarle sobrenaturalmente, para corresponderle con un afecto igual al suyo. Y ha añadido el precepto: “Amarás”. El precepto tiene su propia eficacia para hacernos conocer y amar a Dios; pues, a fin de cuentas, sólo quien ama, sólo quien es bueno y posee belleza tiene derecho a exigir ser amado, sólo quien ama sin límites puede exigir un amor sin límites. Es realmente fácil y dulce amar a nuestro Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo: la ternura, la belleza y la pureza infinitas.
 
 Y luego, «al prójimo como a sí mismo»[19]
 Junto al amor a Dios, el amor al prójimo: “De estos dos mandamientos penden la ley entera y los Profetas”[20]. Podemos detenernos ante el precepto de la caridad fraterna. Es de constante aplicación y la mitad de los instrumentos de las buenas obras formulan sus diferentes modalidades, que no son sino subdivisiones.
 
Cristo añade un segundo mandamiento parecido al primero porque su objeto es también el amor por el mismo motivo: es decir, por el amor a Dios debemos amar también a nuestros prójimos. Este segundo mandamiento que se cita sobre el amor del prójimo concuerda verbalmente con Lev 19,18 según los LXX. En el Levítico, por prójimo se entiende al israelita, y en ese sentido lo entendían los contemporáneos de Jesús. Los doctores y fariseos habían desvirtuado este segundo precepto, aplicando la palabra prójimo únicamente a los que eran del pueblo judío o sus amigos. Cristo, en esta como en otras ocasiones, quiso recomendar el amor universal, sin exclusivismos, a todos los hombres, puesto que todos son imágenes de Dios.
 
El objeto de nuestra caridad es el prójimo, es decir, nuestro hermano quienquiera que sea. El fruto de nuestra caridad es Dios. Amamos porque Dios quiere que nosotros amemos. Amamos porque el prójimo es criatura de Dios y porque el amor que tenemos a Dios abarca naturalmente todo lo relacionado con él. Amamos porque Dios ama y abdicamos de ciertas repugnancias personales ante la soberana apreciación de Dios. Amamos por lo que de Dios hay en el prójimo, pues así como la Eucaristía es una prolongación de la Encarnación, el prójimo es una prolongación de la Eucaristía: Dios se ha preocupado celosamente de que no encontráramos a nadie más que a él en todas las avenidas de nuestra vida.
 
 El Señor se considera como el beneficiario real de nuestra caridad: “Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”[21]. No existe en realidad sino un solo acto de caridad que abarca indivisiblemente a Dios, a nosotros mismos y al prójimo: a Dios por ser quien es, a nosotros por él y al prójimo porque es hijo de él y está en él.
 
            Y a fin de disipar toda duda sobre el alcance de nuestra caridad, se nos ha dado un criterio fácil: el amor sobrenatural que nos tenemos a nosotros mismos: “como a ti mismo”[22]. Todo el bien que nos deseemos y nos esforcemos por conseguir para nosotros, debemos procurárselo al prójimo con nuestro deseo, nuestra oración y nuestros esfuerzos.
 
 “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”[23]. Estas palabras de la primera carta de San Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo San Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
 
Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano -y aún más el monje-la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano y menos aún monje, por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, San Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna”[24].
 
 La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas”[25]. Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”[26]. Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero[27], ahora el amor ya no es solo un “mandamiento“, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.
 
 No en vano el Señor dejará en la última cena, como característica de los suyos, el amor de unos a otros: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos con otros”[28]. Y es la prueba clara del amor de Dios, hasta llamar San Juan “mentiroso” al que dice que ama a Dios y no ama al prójimo con hechos[29]. Era la doctrina en la que tanto insistieron los profetas y autores sagrados, y que aquí se describe a su estilo[30].
 
 Uno de los bienes de la vida cenobítica es la convivencia con otros hermanos, por cuyo medio hallará el monje mil ocasiones de manifestar su amor a Dios, haciéndoles objeto, no solo en lo íntimo del alma, sino también en todas las circunstancias, del mejor afecto y amor con que se ama a sí mismo. Y con esta fuerza de convergencia a Dios, toda la vida queda unificada, simplificada y se torna sumamente fecunda.
 
 Conocemos también el importante papel que juega el prójimo en estos instrumentos. Como el buen samaritano, consideremos a todo hombre prójimo y nos haremos cargo de su indigencia. En la comunidad hallamos continuamente personas que necesitan nuestra ayuda, y si prestamos atención a su muda pero constante súplica, pronto compartiremos con un corazón dilatado, verdaderamente “católico”, las penas y las alegrías de todos los hombres.
 
 Amor quiere decir entregarse por los demás así como Cristo se entregó a la voluntad del Padre. En el mundo se hace mucho bien por amor de Dios, pero San Benito desea de sus monjes una pureza de corazón tan grande, que lo hagan “todo” por amor, que el amor de Dios conmueva de tal manera su corazón que estén prontos a cualquier servicio de la caridad por costoso que sea.
 
 El amor es ingenioso y se hace todo para todos; y “el celo amargo es destructor y lo acapara todo para sí”[31]. Nosotros deseamos el celo ingenioso del amor, pero hemos de estar convencidos de que solo lo conseguiremos si servimos a los demás y nos situamos por debajo de ellos.
 
 El amor de Cristo nos estimula y apremia a correr y volar con las alas del santo celo. El verdadero amante ama a Dios y a su prójimo; el verdadero celador es el mismo amante, pero en grado superior, según los grados de amor; de modo que, cuanto más amor tiene, por tanto mayor celo es compelido. Y si uno no tiene celo, es señal cierta que tiene apagado en su corazón el fuego del amor, la caridad. Aquel que tiene celo desea y procura, por todos los medios posibles, que Dios sea siempre más conocido, amado y servido en esta vida y en la otra, puesto que este sagrado amor no tiene ningún límite.
 
Lo mismo practica con su prójimo, deseando y procurando que todos estén contentos en este mundo y sean felices y bienaventurados en el otro; que todos se salven, que ninguno se pierda eternamente, que nadie ofenda a Dios y que ninguno se encuentre un solo momento en pecado, así como lo vemos en los santos apóstoles y en cualquiera que esté dotado de espíritu apostólico.



 Conclusión
 Además de observar los diez Mandamientos -incumbencia de todo hombre-, nosotros los monjes debemos practicar especialmente los “instrumentos de las buenas obras”. Como el mismo San Benito dice al comienzo del capítulo cuarto, debemos en primer lugar, “amar a Dios sobre todas las cosas, y amar luego a nuestro prójimo como a nosotros mismos”[32]. Hemos de manifestarnos esta misma medida de amor y respeto mutuos, seamos jóvenes o viejos, sin la cual la vida de familia resulta de todo punto imposible. En la práctica, esto significa que tenemos la obligación de respetar los derechos de cada uno de nuestros hermanos.
 
Pero para poder realizarlo, debemos hacer un uso constante de todos los “instrumentos de las buenas obras”, evitando todo lo que pueda disminuir o perjudicar el buen nombre del “otro”. Por tanto, deberíamos crear entre nosotros el hábito de caridad en las relaciones interpersonales, aprovechando las oportunidades que ofrece la vida en común, y evitando el chismorrear y la detracción, o causar daño a toda la comunidad a través de la murmuración o la falta de cooperación.
 
Es difícil que nuestro amor a Dios sea tal que nunca desobedezcamos sus mandamientos. Por lo que conocemos de nuestros sentimientos, emociones y reacciones, parece imposible alcanzar o manifestar un amor perfecto. Dios sabe que no podemos lograrlo por nuestras propias fuerzas. Es una obra de gracia, una obra del precioso “Don del Espíritu Santo”. Dios ha prometido cumplir esa obra en nosotros si se lo pedimos y permitimos que lo haga.
 
Aunque la obra es completamente de Dios, no estamos absueltos de toda responsabilidad. No podemos culpar a Dios si no vemos su amor demostrado en nuestros corazones. Cuando vemos imperfecciones en ese amor que demostramos, solo podemos culparnos a nosotros mismos y a nadie más. No hemos permitido que Dios haga todo lo que Él quiere hacer en nosotros.
 
Quien ama a Dios, en cierta manera, lleva dentro de sí la Regla. Y cuando un fervor de fe y de ternura anima nuestras obras, todo sale a pedir de boca: “Ama y haz lo que quieras”, dice San Agustín. Si el cristiano ama como Dios quiere y con la plenitud del Espíritu Santo para amar, naturalmente guardará los mandamientos de Dios concerniente al trato de los demás. El que sinceramente ama a su prójimo no lo oprimirá ni le engañará, no le pagará mal por mal y no guardará ningún rencor contra él.
 
Amar a Dios, como lo describe el Nuevo Testamento, no es algo normal para el hombre. La naturaleza con que nacimos nos hace enemigos de Dios[33]. Amar a Dios como Jesús manda[34] , debe ser la respuesta del hombre al amor que Dios tiene por él. Dios ama a todo el hombre: su corazón, su alma y su mente. Por lo tanto, se espera que el hombre ame a Dios con todo su ser.
 
El amor por los demás depende del amor que Dios nos mostró a nosotros de antemano. “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”[35]. El amor del cristiano por los demás refleja el amor de Dios por nosotros. El Espíritu Santo es el que hace que el amor de Dios por nosotros se convierta en amor por otros[36].
 
En este capítulo aparecen, en efecto, los grandes principios de iniciación a la vida cristiana, como los mandamientos, las obras de misericordia, los pecados capitales, los novísimos, etc.; junto, es verdad, a otros principios de alta espiritualidad. San Benito, como todos los maestros del monacato antiguo, tenían muy claro lo que hoy, tal vez, no tenemos tanto: que la vida espiritual ha de regenerar al hombre desde sus raíces, y que, si esto no se hace, se construye sobre arena. Claro que él nos estimula a abrir horizontes muy amplios y muy altos, y a urgir al monje a lanzarse hacia ellos[37].
 
            “He aquí los instrumentos del arte espiritual, los cuales, si los utilizamos incesantemente día y noche, y los devolvemos el día del juicio, nos recompensará el Señor con aquel galardón que tiene prometido: Que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el hombre entendió lo que Dios tiene preparado para los que le aman “[38].
 
También afirma que “la oficina donde hemos de practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio…”[39]. Donde y con diligencia. Aquí, en el monasterio, con diligente amor, pues el monasterio es el lugar donde se aprende y ejercita la caridad en toda su plenitud.
 
No cabe duda, que el pensamiento de San Benito sigue siendo de actual. Y es innegable que sigue viviendo, a pesar del mito que la historia le ha echado encima a pesar de los pocos datos históricos que de él sabemos. Es un ejemplo para los monjes y los cristianos del siglo XXI, que está marcado por un ritmo de vida frenético, donde son frecuentes los episodios de intolerancia y de incomunicabilidad, las divisiones y los conflictos. Su testimonio nos invita a saber unir el amor a Dios con el amor al prójimo, y a no cansarnos de reanudar las relaciones de fraternidad y de reconciliación.
 
                                               Hna. Florinda Panizo                
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[1] RB 4,1; Mc 12,30; Mt 22,37; Lc 10,27.
[2] RB 4,2; Mc 12,31; Mt 22,39; Lc 10,27.
[3] “Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20).
[4] Cap. 58, Excurso I.
[5] Casiano, Intituciones -5,12
[6] Mt 5-7.
[7] Es probablemente una reminiscencia de CASIANO, quien llama a los ayunos, a las vigilias, etc., perfectionis instrumenta (Colaciones, I, 7: N 19, p. 43). Casiano menciona además los instrumenta virtutum (Colaciones, VI, 10: N 19, p. 282); y San Benito reproducirá esta expresión en el último capítulo de su Regla. Instrumenta significa también documentos, archivos.
[8] [Adimpleta: del verbo adimpleo, que del comunísimo sentido de “cumplir” pasó a significar “poner en práctica” y, después, “ejercitar”, “utilizar”. Cf. A. Lentini, S. Benedetto. La Regola (Montecasino 2 1980) p. 110. En este último sentido emplea este participio San Benito en el v. 76, pero Dom Delatte aquí juega también con su acepción común].
[9] Ver, por ejemplo, las Reglas de S. Macario, de S. Pacomio (159), etc.
[10] Si exceptuamos la RM fechada actualmente como anterior a la RB, y que según algunos especialistas puede ser atribuida al mismo San Benito.
[11] RB 4, 1-9.
[12] Mc 12,30; RB 4,1
[13] RB 4,1.
[14] Dt 6,5.
[15] Mc 12,30.
[16] Rm 5,5.
[17] Cf. Jn 4, 8. Dios amaba a Israel, Is 54,8. La misión del Hijo único como Salvador del mundo, v.9; Jn 3,16;4,42; Cf. Rm 3,24-25; 5,8; etc., manifiesta que el amor es de Dios, v. 7, porque el mismo Dios es Amor, v. 16; 3,16, y hace participar en el amor, vv. 10,19, al creyente hijo de Dios, 1,3.
[18] Mc 12, 30.
[19] (RB 4,2; Mc 12,31
[20] Mt 22, 40.
[21] Mt 25, 40.
[22] Lv 19, 18; Mc 12,31; Mt 22,39; Lc 10,27; Rm 13, 9;  5,14.
[23] 1 Jn 4, 16.
[24] Jn 3,16.
[25] Det. 6, 4-5.
[26] Lv 19, 18; Mc 12, 29- 31.
[27] 1 Jn 4, 10.
[28] Jn 13, 35.
[29] 1 Jn 4, 20-21.
[30] Is 58, 7; Job 22, 6, etc.
[31] RB Cap. 72.
[32] RB 4, 1-2; Mc 12, 28-31; Mt 22, 34-40; Lc 10, 25-28.
[33] Lc 19, 11-14; Jn 3, 20; Rm 5, 10; Col 1, 21.
[34] Mt 22, 37, Det. 6, 4, 5.
[35] 1 Juan 4,11.
[36]  5,22.
[37] RB, 73.
[38] RB 4,75-77; 1Co 2, 9.
[39] RB 4,78.

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